martes, 27 de octubre de 2009
Altas Torres
Previo
1
Las torres más altas y blancas del mundo…
Las gentes más felices y hermosas del mundo...
Los paisajes más alegres y coloridos del mundo…
El Reino de la Felicidad, no se le puede dar otro nombre a tan gloriosa ciudad.
No es muy grande, el Reino de la Felicidad.
Hay reyes amables y siervos dispuestos, en el Reino de la Felicidad.
Cada uno sabe qué tiene que hacer y cada cual acata sus servidumbres.
Nadie es rebelde, en el Reino de la Felicidad.
Nadie eleva la voz a sus convecinos. Mucho menos a sus reyes. Nadie discute, en el Reino de la Felicidad.
Nadie lucha contra la enfermedad o la muerte, en el Reino de la Felicidad. ¡Qué cosa tan desagradable! ¡Qué impropio de la Felicidad!
Nadie ve lo que no hay que ver...
Nadie lo ve, porque nadie quiere verlo…
¡Reino de la Felicidad, reino de ojos cerrados!
Tu princesa no está…
Nadie lo ve. Nadie la echará de menos. Así ha de ser, en el Reino de la Felicidad.
Princesa, ¡princesa!, ¿qué buscas? ¿Adónde vas? ¿Acaso no fue hecho para ti, el Reino de la Felicidad?
Princesa, ¡princesa!, ¿por qué te empeñas en sufrir? ¿Por qué no dejas de amar?
Princesa, ¡princesa!, olvida ya la fraternidad. Deja ya de buscar.
Princesa, ¡princesa!, ¿no ves que los dolores del alma arrugarán tu rostro? Con lo hermosa que tú eres, te afearán.
¿No ves, preciosa princesa, que tu belleza volará si te empeñas en luchar?
¿No ves que es más fácil no mirar?
¿No ves que es más fácil no llorar?
Princesa, ¡princesa!, ¿a dónde vas?
¿Dónde vas…?
¡Princesa!, princesa… princesa…
Ni los reyes, tus padres; ni los criados, tus siervos.
Ni los nobles, ni los campesinos.
Ni los árboles, ni el cielo.
Ni las altas torres, tan famosas, de la ciudad.
Ni siquiera el eco te recuerda ya.
Princesa… princesa…
Sólo un niño insolente, castigado oportunamente, preguntará:
-Y la princesa… ¿Dónde está?
En los límites del Reino de la Felicidad encontrará la princesa la fealdad, el dolor, los rencores, la enfermedad… la humanidad. Y unas notas, salidas de un arpa, con lento compás, recorrerán tu alma, princesa. Así descubrirás la esperanza, insuflada a los hombres al nacer el mal. Y ya no podrás dejar de mirar, y ya no podrás dejar de llorar, y ya no podrás dejar de buscar… ya no podrás dejar de caminar… y hacer camino al andar.
Princesa, princesa… ¿dónde estás?
Ni siquiera el eco te recuerda ya, en el Reino de la Felicidad.
2
La primera grieta en la torre más alta de la ciudad. Las albas torres del Reino de la Felicidad.
Los reyes almuerzan sin echar de menos a su hija. Los siervos no preguntan por ella. Ni siquiera el cielo parece que se vaya a nublar.
Los nobles no recuerdan que haya habido una princesa… ¡no les vaya a preocupar!
Los innobles trabajan de sol a sol sin dejar de mirar al suelo… ¡no vayan a descubrir que la princesa se va!
Y la princesa en su trotar, alejándose del Reino de la Felicidad. Dispuesta a olvidar la hermosura, la salud, la juventud. Dispuesta a encontrar ese mundo de dolor que circunda al Reino de la Felicidad.
No sabe de la primera grieta, en la más alta torre de la ciudad. Una de las albas construcciones del Reino de la Felicidad.
El viento mece su pelo con suavidad, como queriéndola retener amistosamente, como diciendo “¡atrás, querida, atrás!”. Pero la princesa cabalga dispuesta a encontrar a su hermano, aun sin saber si podrá, algún día, regresar.
Los reyes almuerzan sin querer ver su ausencia. Los siervos no preguntan por ella. Los nobles ya no la recuerdan.
Cabalga lejos la princesa, lejos del hogar, lejos del Reino de la Felicidad.
Cabalga la princesa, por propia voluntad, hacia el dolor.
¿Acaso no merece la pena estar en el Reino de la Felicidad?
Cabalga hacia la guerra, la princesa.
A nadie le preocupa, en el Reino de la Felicidad, ni siquiera el cielo parece que se vaya a nublar.
Y ella cabalga porque le preocupa su hermano, que se halla fuera del Reino de la Felicidad.
Altas torres
1
Altas torres, blancas como el sol, formaban la Ciudad de Marfil. Millares de personas vivían en la más bella ciudad que pudo imaginar jamás hombre alguno. Sus ciudadanos eran felices, tenían trabajos agradables, leían a menudo, cataban los vinos más sabrosos, se saludaban por la calle, los hombres eran gallardos y las mujeres hermosas… Jamás había tormentas allí, llovía sólo en primavera y aquello bastaba a las más variopintas plantas, que crecían en los lugares que debían. Existían flores como las rosas o los claveles, aunque mucho más hermosas, y desprendían aromas dulcísimos. Todo era bello y bueno. Las malas intenciones no tenían cabida, la fealdad no tenía cabida y el mal… El mal se hallaba en los límites del Gran Anillo, pero nunca entraba.
Por eso las muchachas jóvenes tenían prohibido salir de la ciudad. Sólo algunos hombres, los menos apuestos, gozaban de permiso para acercarse al Gran Anillo. Rara vez volvían. Y los que lo hacían no querían hablar de aquello.
-¿Para qué hablar de la fealdad, si aquí estamos rodeados de hermosura?
Y señalaban los árboles esmeralda, unos árboles cuyas hojas eran como diamantes verdes. O saboreaban alguno de los exquisitos manjares del lugar. O señalaban a la torre más alta de la ciudad, donde la princesa Alba vivía encerrada. Esa princesa que sólo podían ver cuando se asomaba a una ventana.
Pero la princesa Alba guardaba un secreto, secreto que le robó la sonrisa un año atrás y que carecía de intenciones de devolvérsela. Un año… justo el tiempo que hacía que su oculto hermano faltaba de casa. Pues resulta que los reyes, al tener un hijo poco agraciado, decidieron esconderlo al pueblo. Sólo los familiares más cercanos sabían de su existencia… y muchos únicamente de oídas. Pero Alba quería a su hermano. Él había sido su único amigo de verdad y ahora lo había perdido. Y todo porque no era guapo, no era lo suficientemente hermoso como para vivir en la Ciudad de Marfil y hubo de ser desterrado, obligado a luchar como guerrero en los confines del reino… es decir, en el Gran Anillo.
Pero ¿qué era el Gran Anillo? Los habitantes de la Ciudad de Marfil apenas sabían definirlo. Sólo tenían la certidumbre de que si uno salía de la Ciudad y caminaba en línea recta, hacia cualquier punto del horizonte, siempre terminaba llegando al Gran Anillo. Y más allá todo era caos, guerra, sufrimiento y fealdad. Entendiendo esto ya tenían suficiente. Aunque en el rincón más oculto de sus corazones poseían un conocimiento preciso de qué ocurría en los confines del Reino, porque de otro modo era imposible que la Ciudad de Marfil pudiera existir.
Alba agarró la montura más veloz y galopó entre las sombras, una noche de luna llena. Había observado el partir de su hermano y lo tenía retenido en la memoria. Aquella noche el recuerdo dictaminó qué camino seguir. Nadie en la ciudad descubriría jamás su ausencia.
-No se asoma últimamente – dirían los plebeyos al mirar hacia su ventana.
-No viene a comer con nosotros – dirían sus padres durante el almuerzo o la cena.
-No se mueve en sociedad – dirían los nobles y burgueses.
-No da mucho trabajo – dirían los palaciegos.
Nadie en la ciudad se percató de su ausencia y hacerlo hubiera supuesto una gran conmoción, pues descubrir que, en el Reino de la Felicidad, la princesa no era feliz, podría haber hecho tambalearse los cimientos mismos de la sociedad. Y si los reyes del Reino de la Felicidad se hubieran tenido que apenar en algún momento, habría supuesto una grave crisis política capaz de llevarles al destierro y traer consigo la proclamación de la República del No-se-sabe-qué. Por tanto, nadie en todo el Reino se dio cuenta de la fuga de la princesa.
Cuando a un niño se le ocurrió decir:
-¿Y si se ha ido? – sus padres le respondieron con el merecido cachete y el niño no volvió a preguntarlo jamás.
Alba cabalgó hasta que el palafrén dejó de respirar. Luego siguió a pie.
Ya hacía mucho que había amanecido, cuando las tierras que hollaba se volvieron áridas. La beldad tropezó por primera vez con un árbol muerto. Jamás había visto uno. En la Ciudad de Marfil nada moría. Los ancianos, antes de fenecer, eran desterrados al Gran Anillo. Incluso los reyes terminaban siendo expulsados. Así evitaban, en el Reino de la Felicidad, el llanto por la muerte de los seres queridos.
También vio Alba, por primera vez en su vida, viviendas de madera y adobe. Y se encontró con la suciedad. Y descubrió la fealdad humana en los rostros de los habitantes del pueblo. Pero, sorprendentemente, nada de esto la amedrentó. Con gran desparpajo preguntó:
-Perdonad, ¿cuánto queda para llegar al Gran Anillo?
-Esto es el Gran Anillo.
-Mi hermano fue enviado aquí para luchar defendiendo a la Ciudad de Marfil del mal exterior. Pero aquí no hay guerras…
-Sí las hay. En ocasiones atacan los Enviados del Mal y las Tropas del Bien nos protegen. Eso no evita que maten a nuestros hijos, o destruyan nuestras casas – se rebeló una mujer deforme como una bruja.
Las gentes se mostraban algo hostiles con la recién llegada. La princesa era hermosa y venía de la Ciudad de Marfil. De allí sólo llegaban los feos, los cojos o los tontos. Nada de esto parecía característico de Alba, por lo que aquella visita sólo traía malos augurios. Sin embargo, entre la repulsa general, hubo un hombre que acogió a la muchacha. Era joven, delgado de constitución; tuerto de un ojo, llevaba un parche del que sobresalía una cicatriz que le cubría medio rostro. Además le debieron partir la nariz en una pelea y se le había quedado torcida.
-Dime tu nombre y puede que te ayude a encontrar a tu hermano.
-Me llamo Alba. Soy hija de los reyes del Reino de la Felicidad, don…
-Sí, sí… don nosequé del nosecuantos y doña nosecuantos del nosequé. ¿Cómo se llama tu hermano?
-Mi hermano se llama Sangre, y es… bueno, no se me ocurre como describirlo…
-Sé como es. Ven, te llevaré a una casa en la que reponer fuerzas y descansar.
El extraño sonrió y convenció con su correcta amabilidad a la joven. Se hospedaba en la casa de unos tíos lejanos suyos. De sus seis primos sólo quedaba uno allí. Los demás habían muerto en la guerra o estaban luchando en lejanas batallas. Eso desvelaba el motivo de que los anfitriones fueran gente sombría.
La cena estuvo lejos de ser un manjar como los que acostumbraba a tomar Alba, pero el hambre suplió el gozo del sabor por el gozo de la saciedad. Con los platos vacíos y el estómago lleno se soltaron las lenguas, sobre todo las de los invitados.
-¿Por qué has esperado un año para venir?
-Porque… al principio quise creer que no era tan grave. Quise convencerme de que las cosas eran como tenían que ser… pero no pude. Cada noche me despertaba, me levantaba y miraba al horizonte tras la ventana. Deseaba coger un caballo y cabalgar… pero no me atrevía. Tenía miedo de buscar y no encontrar. Tenía miedo de encontrar algo distinto a lo buscado. Temía perderme y no encontrar el camino de regreso…
-¿Cómo venciste el miedo?
-Mirando por la ventana, cada noche… El temor no disminuía, pero el deseo de galopar se iba haciendo más fuerte. Hasta que me convencí de que nada cambiaría si no emprendía el viaje. Pensé que me iba a arrepentir toda la vida si me quedaba. Pensé que llegaría un día en que no podría mirarme al espejo, porque me sentiría tan cobarde… Puede que cometa errores y que tenga que pagar por ello, pero no serán errores de cobarde.
-Esos son los peores errores – dijo el otro, en señal de complicidad, consiguiendo arrancar una sonrisa a la princesa. – Aún no me he presentado. Antes tenía un nombre, pero lo olvidé al dejar de ser niño. Ahora me llaman Caminante.
-Es bonito. ¿Conoces a mi hermano?
-Sí. Bueno… te seré sincero: Le conocía. Existe la posibilidad de que… Bueno, él se fue de aquí hace seis meses, enrolado en el ejército de las Tropas del Bien. Es una buena persona y eso le puede suponer el morir joven. Cuando llegó dijo que él había pertenecido al Reino de la Felicidad demasiado tiempo, y que no quería ser mejor tratado que ninguno de los del pueblo. Cuando el Ejército del Mal se cernió sobre nosotros y pudo comprobar el dolor de nuestras vidas… se sintió culpable. “Culpable de haber vivido a costa de vuestro dolor” dijo.
-¿”A costa de vuestro dolor”?
-Gracias a la resistencia que oponemos los que vivimos en los pueblos que forman el Gran Anillo, el Ejército del Mal no penetra en el Reino de la Felicidad. Además, todo lo que son penas e infortunio, enfermedad, suciedad, muerte… todo se queda en el Gran Anillo, sin que nada lo traspase. Las tormentas sacuden nuestros campos, y el granizo destruye nuestras cosechas. Gracias a nuestro dolor, es posible el Reino de la Felicidad.
-Vaya… no lo sabía.
-Todos en tu reino lo ignoráis, porque queréis ignorarlo – afirmó el primo de Caminante y un rumor de consenso recorrió los labios de los demás.
Tras esto la princesa, enfadada, se puso en pie, pidió a los anfitriones que le indicaran dónde le tocaba dormir y se encerró en el cuarto que le fue otorgado. Como era su primer descanso en aquella aventura, se tumbó en el colchón de paja que los otros llamaban cama creyendo que no podría dormir, acostumbrada a suaves lechos de pluma de águila. No tuvo en cuenta que había estado viajando la noche anterior y que apenas se había detenido a descansar durante el día. Descubrió, para su asombro, lo fácil que es dormir cuando se tiene sueño de verdad y lo difícil que resulta luego levantarse. Sobre todo si está amaneciendo aún.
-Es la hora – dijo Caminante desde detrás de la puerta, tras haberla aporreado atronadoramente. – Si queremos aprovechar el día tenemos que partir ya.
Alba salió de la habitación:
-¿No desayunamos antes?
-Yo tengo que pilotar. Ya he desayunado. Tú podrás hacerlo durante el vuelo.
-¿El vuelo...? Creo que no me enteré muy bien de lo que hablamos ayer. ¿Ibas a acompañarme? ¿Por qué?
-Se lo debo a tu hermano. Él temía que tú vinieras a buscarle, por lo que me pidió que si esto ocurría yo te llevase conmigo a su lado.
-Ah... Entonces sabes dónde está.
-Sé hacia dónde partió hace un año.
-Pero estará allí.
-No.
-Ah, pues vale. ¿Entonces?
-Entonces... ¿Cómo llegaste tú hasta aquí?
-Siguiendo la dirección que llevaba mi hermano cuando fue desterrado.
-Pues eso. Vamos hacia el hangar.
-¿Hangar? ¿Qué es eso?
-Un edificio muy grande y vacío por dentro, donde guardo mi montura...
-¿Qué montura es esa?
-Una nave espacial.
-Nave... ¿espacial?
-Sí. Una máquina metálica enorme. De una altura como de tres hombres y de una longitud de unos diez. Es como un huevo de hierro, tumbado, aplastado por arriba y por abajo, y con enormes dimensiones. ¿Nunca has visto una? Su función es similar a la de un navío, sólo que en vez de navegar por el agua, navegas por el aire y por el Espacio
Al llegar hasta el hangar, Alba descubrió lo que era una nave espacial. En el Reino de la Felicidad no tenían naves espaciales, porque nunca las habían necesitado. La máquina flotaba a medio metro del suelo. Una rampa les dio acceso. El interior era como el de una casa rara, con sus habitaciones diminutas, con su techo de altura y forma variable, con sus metálicas paredes cubiertas de cables y tubos con pegatinas en las que retrataban calaveras.
-En la puerta de la izquierda tienes una mesa con tu desayuno dispuesto. Yo voy a la cabina. Iré encendiendo los motores.
Tuvieron que convivir durante una semana entera, encerrados en la nave. Allí sí eran duras las camas. Los alimentos estaban muy fríos:
-Congelándolos puedo conservarlos más tiempo – argüía Caminante y los metía en un armario de interior helado.
El aseo era difícil.
El piloto obligaba a su pasajera a llevar un traje que se componía de una única pieza, azul, llamado “mono”.
-Como tú lo llevas, yo también tengo que llevarlo, ¿no?
Caminante le respondió que no, que el mono era mucho mejor a la hora de moverse entre las tripas de la nave. Pero la princesa desconfiaba. Era muy raro todo aquello. Caminante a veces se ponía a pilotar y otras decía que la nave llevaba un “piloto automático” por lo que le dejaba gobernar a él. Pero la chica sabía que allí sólo estaban ellos dos.
-Vosotros, los del Reino de la Felicidad, no habéis necesitado nunca construir una nave. Por eso ni tan siquiera sois capaces de imaginárosla – solía jactarse Caminante, con la única intención de hacer rabiar a Alba.
-Pues vosotros no sabéis lo que es hacer una cama cómoda, con plumas de águila – respondía ella, con evidente rabia.
-Tú tampoco – finiquitaba Caminante -, tú sólo duermes en ella.
-Ja, ja, qué gracioso.
Un día llegaron a la Puerta del Abismo. De allí salían todos los males y allí iban, en ocasiones, las Tropas del Bien, a combatir. Ese día, unos minutos antes de llegar, Caminante le había dicho a Alba que se sentase en una de las sillas de la cabina, que era el habitáculo donde él conducía aquella mole, y que se pusiera el cinturón.
-No te asustes por lo que vas a ver. Sólo serán... en fin, el paisaje es un poco feo, con un desierto de lava, un círculo de fuego sobre el desierto y nubes de tormenta sobre nuestras cabezas. Pero más allá de las nubes están las estrellas y allí no alcanzan a ir los monstruos.
-¿Dices que mi hermano está aquí?
-Bueno, hacia aquí venía con las Tropas del Bien. Tú no te preocupes, esta nave tiene armas. Ya estamos llegando... ¿Ves allí? Ese círculo de fuego es la Puerta del Abismo. No parece haber nadie... Mejor.
-Y ahora... ¿qué?
Caminante pulsaba botones y leía datos de una pantalla. Estaba pensativo...
-No me gusta permanecer junto a la Puerta del Abismo. De aquí surgen los ejércitos malignos. Cuanto antes nos vayamos... – murmuraba abstraído. – Hay poca energía aquí. El computador de rastreo funciona demasiado lento. Habrá que acercarse. - Caminante detuvo la nave a escasos metros de la Puerta. – En unos segundos sabremos hacia dónde fue tu hermano.
Al momento, el interior del círculo ígneo comenzó a brillar. Tronó con fuerza. Una decena de criaturas horribles les atacó. Eran como lagartos negros, con alas, cuernos en la cabeza y a lo largo de la espina dorsal. Cada uno medía como tres veces la nave.
Caminante disparó a los que venían de frente, derribando a dos de ellos. El par de cañones de la nave deyectaba proyectiles que atravesaban a las criaturas como si fueran aire. Pero estos monstruos ya se habían enfrentado a muchas máquinas: evitaban ponerse delante y atacaban por los flancos. Viéndose rodeado, e incapaz de esquivar por mucho tiempo las embestidas, Caminante viró hacia arriba, buscando el salvador cielo, más allá de las nubes. Dos criaturas se le habían adelantado, cubriéndole la retirada. Los reflejos de Caminante le permitieron dispararle a una de ellas. La otra se agarró al vehículo y empezó a morderlo.
-¡Hala! El depurador de aire... – protestó el piloto, mirando la pantalla que indicaba lo que había dejado de funcionar.
-Pero ¿dónde están las armas? – preguntó asustada la princesa.
-Ahí – respondió Caminante, mientras señalaba con la mirada unas piezas que caían al mar de lava.
-¡Estamos perdidos!
-Aún queda una salida.
La nave era más rápida que las criaturas así que, aún teniendo un monstruo encima arrancando trozos, Caminante había logrado dejarlas atrás. Ahora descendía hacia la lava, girando el vehículo sobre sí mismo, como una peonza. Ya cerca de la superficie, cogió una dirección casi horizontal y siguió girando. En esos momentos unas enormes garras acababan de arrancar parte del techo de la cabina. Durante breves instantes, Alba perdió toda esperanza. Pero la idea de Caminante funcionó cuando, en uno de los giros, parte del cuerpo del terrible lagarto se sumergió en la superficie de fuego. Se escuchó un gemido aterrador que significaba la victoria. Habían pasado muy cerca del mar de lava, quizá demasiado, mas el plan había dado resultado.
Con el techo de la cabina destrozado, sin el depurador de aire, ni armamento y con un montón de problemas más aún por presentarse, no podían llegar muy lejos. Caminante era consciente de ello, por lo que aceleró lo más que pudo, hasta que hubieron salido de aquella superficie de magma. En un momento dado todas las luces y pantallas sufrieron un apagón. Seguidamente los motores enmudecieron. La nave se convirtió en una mole de chatarra con dos inquilinos dentro y cayó al suelo como tal.
En el Pueblo de las Voces siempre había un motivo para cantar. El cumpleaños de un vecino, el casamiento de una hija, el crecimiento del trigo, o la belleza de la luna, cualquier cosa servía para ser celebrada. Y si no se podían cantar las alegrías, se cantaban las penas. Entonces las desgarradoras voces de los habitantes rezaban a Dios y pedían misericordia. También había cánticos de esperanza.
El Pueblo de las Voces era pobre y en él solían darse catástrofes de todo tipo. Terremotos, diluvios, sequías… y, por supuesto, la guerra insistían en asolarlo con frecuencia. Pero siempre volvía a llegar el amanecer en que una voz se elevaba hasta las estrellas y recordaba al mundo que aún había vida humana en aquel lugar.
Los nativos eran famosos en todo el mundo, menos en el Reino de la Felicidad, por sus potentes, apasionadas y bellas voces. Se decía que no cogían notas, sino que flotaban en ellas; que no seguían la melodía, sino que cabalgaban sobre la misma.
Con frecuencia, músicos de todos los lugares se acercaban buscando voces para sus coros y orquestas, o simplemente acompañantes a los instrumentos de cuerda que tocaban. Y, con frecuencia, se escuchaban demostraciones de técnica por parte de estos músicos foráneos. Como solía decirse: Aquel lugar estaba bien para pasar unos días, pero no para vivir.
Caminante se pasó dos días enteros asomado a la ventana que daba al interior de una habitación. Allí agonizaba Alba, sin que él supiera qué hacer para evitar que muriera. Preguntó a los médicos locales y estos no fueron capaces de dar con la solución:
-Está muy grave. Las heridas del accidente… Tú tuviste más suerte que ella. Ya fue raro que os encontráramos con vida. Quizá, si visitas al Sabio…
El Pueblo de las Voces era lugar de residencia de uno de los hombres más sabios de los alrededores. Tanto sabía que los lugareños le habían cambiado el nombre natal por “El Sabio”, y así se llamaba ahora. Se trataba de un viejo que vivía en una cabaña tan mugrienta y desvencijada como todas las del lugar. Nada especial tenía aquel hombre, aparte de ser mucho más mayor que el resto. Su puerta siempre estaba abierta. Él solía dar esperanza a los que la necesitaban. Le querían mucho allí y, milagrosamente, había sobrevivido a cientos de desgracias. Solía sentarse junto a una mesa de madera, alrededor de la cual se situaban los visitantes que necesitaban de su saber. Caminante le visitó de inmediato. Le explicó la situación y el anciano sentenció:
-Debes ir en busca de la Muerte y evitar que se acerque a la princesa.
-¿Dónde puedo encontrar a la Muerte?
-Hace no mucho estuvieron matándose los hombres, en un campo de batalla cercano. Todavía debe andar por allí.
-¿Cómo la reconoceré?
-La muerte se refleja en los ojos de aquellos que acaban de expirar. Sólo a través de sus pupilas podrás verla.
-¿Cómo es?
-Unos dicen que como la tormenta. Otros dicen que como el fuego del Infierno. He de advertirte: La visión de la muerte te helará el corazón. Cuando la mires verás tu propio fin. Pero no como un episodio del futuro, sino como un episodio del ahora. Y sentirás que el alma se te encoge. Mucho valor habrás de reunir para conseguir hablarle. ¿Por qué ha de vivir esa mujer?
-Prometí a un amigo que cuidaría de ella: es su hermana, y que la llevaría hasta él.
-El noble sentimiento de la amistad es muy fuerte. Pero no estoy seguro de que te dé el suficiente valor.
-Convenceré a la Muerte. Iré al lugar que me dices, la encontraré y ni el mayor de los terrores podrá enmudecerme.
-Entonces toma el único caballo de mi establo, convence a la Muerte y no me devuelvas al animal hasta haber cumplido tu cometido. No regreses si no lo logras.
Al igual que la calma tras la tormenta, en aquellos parajes no podía haber más paz. Una verde pradera de cadáveres silenciosos. Ruidos lejanos producidos por ardillas o, quizás, por la exhalación de algún alma que dejaba su cuerpo para no volver. Caminante descendió del rocín y repasó los rostros de las víctimas. Sería muy romántico hablar de las profundas emociones que le embriagaron, mientras observaba los rostros fallecidos. También lo sería hablar de las profundas reflexiones que anegaron su mente. Pero a Caminante no le ocurrió nada de eso. Él sólo buscaba un reflejo en unas pupilas y el reflejo no aparecía, por lo que seguía buscando.
Mientras miraba la enésima pupila, una voz gimió tras él. Se volvió y descubrió la agonía de un guerrero, ensartado en el suelo con una lanza que le atravesaba el pecho. Él se acercó, sin saber muy bien con qué objeto. Entonces el agonizante perdió la vida. Seguidamente sus pupilas brillaron reflejando la figura aterradora: Una especie de llama negra, que en vez de alumbrar oscurecía, se alejaba lentamente del cadáver en busca del siguiente desgraciado. Ahora sí sentía un profundo terror el aventurero. Pero reuniendo las fuerzas necesarias dejó de contemplar el reflejo de las pupilas, para dirigirse hacia el lugar en que la Muerte se hallaba. En tal dirección lanzó la voz:
-¡Muerte, quiero hablarte!
Intentaba mostrar firmeza, mas la perdió toda cuando el fuego negro se hizo visible. Ahora no se trataba de un reflejo en unas pupilas. Ahora era algo real, corpóreo. A la Muerte podía oír respirar. Un inhalar profundo, como si no fuera aire lo que aspiraba, sino almas. Peor que aquel sonido era la propia idea de que de verdad estuviera tragando ánimas. Aún había algo que podía asustar más que todo lo anterior. Cuando Caminante repitió, en un alarde de valor, lo de “¡Muerte, quiero hablarte!” en lo más oscuro de la llama se abrieron dos ojos que contemplaron al joven fijamente, de modo que hicieron de espejo. Caminante se vio a sí mismo en las pupilas de la Muerte. Quedó paralizado del terror. Tal fue así que no pudo ni hablar. La Muerte se le acercó y esperó a que dijera algo. Como no salieron las palabras, volvió a hacerse invisible. Inmediatamente Caminante pensó que había dejado morir a Alba, por lo que, desesperado, como por acto reflejo, gritó:
-¡No te lleves a Alba! ¡Deja que viva!
Y se tiró a la cespedera a llorar sin consuelo. Había fracasado. Había llevado a la princesa al otro mundo y había faltado a la promesa que un día le hiciera a su mejor amigo. Todo porque había carecido del valor suficiente. Todo porque era un cobarde... Pero la Muerte tornó visible. Una voz infrahumana le dijo:
-Entonces cargarás tú con sus cicatrices.
-Así sea – respondió él y el dolor alegre inundó su cuerpo.
Unos bellos párpados se abrieron. La princesa Alba miró al anciano que velaba a su lado. No recordaba cómo había llegado hasta aquel lugar, ni sabía quién era ese hombre que se mesaba las barbas sonriendo.
-¿Por qué sonríes, anciano?
-Porque acabo de recuperar mi caballo.
-¿Cómo es tu caballo?
-Es veloz. Haré que te traigan algo de comer. Llevas varios días dormida, más muerta que viva. Necesitas alimento.
Alba recordó al monstruo demoníaco asomando por el techo de la cabina de la nave. Seguidamente hizo remembranza de un silencio aterrador, un segundo de flotación en el aire, varios instantes de caída… y dolor, confusión, el mundo emborronándose de forma absurda…
Antes de que el anciano saliera por la puerta preguntó:
-¿Y mis heridas?
-No te preocupes por ellas. Sabrán cuidarse. Ya irás comprendiendo lo ocurrido, ahora calma. Cuando venga tu amigo, él te contará.
Unos días más tarde, dos personajes dejaban atrás el Pueblo de las Voces. Alba comentaba:
-Qué bonita forma de gritar tienen estas gentes.
-A esa forma de gritar se le llama cantar.
-Y ¿por qué lo hacen?
-Por necesidad. No podrían vivir sin cantar.
-¿Hacia dónde vamos?
-Hacia la morada de un domador de dragones.
-¿Domador de dragones?
-Eso es que nunca has necesitado uno.
El que encontraron, tras una semana de caminar, en una cabaña perdida en lo profundo de un bosque, se llamaba Güidifreido. Los domadores de dragones solían tener nombres extraños, similares a los que ponían a sus bestias.
-Así que queréis un dragón… ¿De qué tamaño?
-Uno pequeño, no más de quince metros.
-¿Longitud o envergadura?
-Longitud, por supuesto. ¿Dónde se ha visto un dragón con una envergadura menor a veinte metros? Ni que fuera a vendernos una lagartija.
La princesa presenciaba la negociación con la boca abierta. ¿Que unos quince metros de longitud y veinte de envergadura? Como nunca había visto un dragón, le resultaba imposible acertar a imaginarse qué podía ser.
-Un dragón… ¿es como una nave espacial? – le susurró al oído a Caminante.
-Más o menos, sólo que un poco más lento e incómodo. Aunque se trata de un vehículo descapotable – respondió él.
-Y eso de “descapotable”… ¿es bueno?
-Depende del día. Güidifreido, ¿tiene usted mascarillas de vuelo?
-Mascarillas, cascos, sillines y sillones… Todo lo que ustedes necesiten. Soy el mejor domador de dragones de la región.
-Como que es el único. ¿Cuándo partimos?
-Esta misma tarde haré los preparativos y saldremos mañana, al despuntar. Si es tan amable de presentarme…
-Ella es Alba.
-Vaya nombre feo y cursi… Bueno, ustedes dormirán en el granero, que en mi cama no caben.
Como todo el mundo sabe, para domar una fiera lo primero de todo es tenerla. Y para ello pueden hacerse muchas cosas: comprarla, robarla, cazarla, nacerla… En el caso de los dragones lo mejor siempre fue la caza, ya que suelen encariñarse con sus amos. Estos reptiles de sangre caliente pueden vivir en cualquier rincón, pero suelen hacerlo en lugares con temperaturas extremas: El interior de un volcán, el Polo Norte… Por eso al amanecer ya estaban de camino, disipando las dudas sobre qué tipo de criatura querían, en dirección a la montaña volcánica más cercana.
-¿Que escupa fuego?
-Nos es igual.
-¿Que ruja con frecuencia?
-Nos es igual.
-¿Quieren que le dé algún nombre concreto?
-Nos es igual.
-Son ustedes buenos clientes, ¿saben?
Las armas que llevaba el domador eran unas flechas finalizadas no en punta, sino en canto rodado. Esto llamó la atención de Alba:
-¿Por qué las flechas no tienen punta? – preguntó mirando al carcaj.
-Pero, vamos a ver, señorita… ¿tú qué quieres? ¿Comértelo?
-No. Bueno… no sé. No, ¿verdad? – dirigió a Caminante.
-Lo que queremos es montarlo – contestó él.
-Lo siento, es que en mi reino nunca hemos necesitado montar dragones.
-Y ¿qué reino raro es ese que nunca necesita montar dragones?
-El Reino de la Felicidad.
-Eso explica tu nombre.
La princesa se acercó a Caminante, le tiró de la manga de la camisa y le dijo en voz baja:
-¿Qué tiene este hombre en mi contra?
-Nada. Sólo es un poco áspero en el trato. Los domadores de dragones no son como los políticos. Más bien son a la inversa. Por eso siempre te puedes fiar de ellos.
-Pero yo soy princesa.
-¿Y cuándo me has visto fiarme de ti?
-Pero, ¡serás majadero!
-Vamos tortolitos – gritó el domador, pues se habían quedado atrás.
Al ocaso, cerca de una cordillera, divisaron la presa que estaban buscando. Volaba a no mucha altura, lanzando fuego por la boca mientras perseguía a unos campesinos, actividad propia de este tipo de criaturas. El domador trazó un plan:
-Normalmente, los campesinos que son perseguidos por dragones corren en círculo. Con lo que si vamos hasta allí, les veremos llegar y tendré un buen ángulo de tiro.
Se dirigieron al lugar indicado, que era detrás de una enorme roca. Al poco aparecieron los campesinos corriendo lo más que podían, con el dragón detrás intentando quemarles. Güidifreido salió del escondijo. Con silencio y movimientos pausados posó el carcaj en un lateral de la roca. Cargó una flecha en el arco. Apuntó.
-No salgáis de ahí, no vaya a ser que os vea – dijo. Disparó… - Fallé... y ahora viene a por mí.
Lanzó el arco por los aires y salió corriendo con el bicho detrás. En una rápida decisión, Caminante agarró una flecha y el arco y fue tras él.
-¡Güidifreido, regresa! ¡Ven hacia aquí!
El domador, presa del pánico, giró bruscamente y obedeció, sin pararse a pensar hasta que punto aquello tenía sentido. El caso es que el disparo de Caminante alcanzó al dragón en la cabeza, derribándole. Tras las felicitaciones por parte del domador y los agradecimientos de los campesinos, Güidifreido extrajo unas gruesas cuerdas de su zurrón. Aprovechando que la criatura estaba inconsciente le ató patas y las alas.
-¿Crees que unas cuerdas podrán mantenerlo apresado? – preguntó Caminante, incrédulo.
-¿Crees que soy nuevo en esto? Voy bien preparado… Aunque a veces falle el tiro… Son cuerdas de los Parajes Infinitos.
-Ah. Entonces me callo.
Tras mucho intentarlo, día y noche, bajo el sol y bajo la lluvia, ni el domador ni Caminante lograban montar al dragón. (Al principio hay que hacerlo sin más, sin silla, sin riendas y sin mascarillas de vuelo.) A pesar de las ataduras, cada vez que notaba el contacto de los hombres se giraba bruscamente, gruñía, intentaba por todos los medios escapar… hasta que se cansaba. Entonces los otros dos se volvían a acercar y se repetía la escena. Así estuvieron un día, otro y otro. Los lugareños observaban desde lejos el espectáculo. La doma de un dragón siempre es algo espectacular y extraordinario. A veces traían comida a los domadores. Incluso les habían construido cuatro paredes y un techo de madera. La princesa, entretanto, se admiraba de la belleza del animal.
-Jamás soñé que pudiera existir algo tan hermoso – murmuraba a veces.
En determinada ocasión se acercó al dragón, muy despacio, con la mera intención de contemplarlo de cerca. La sierpe miró con desconfianza, pero no hizo nada. La princesa se aproximó despacio, otro poco, otro más… finalmente estiró el brazo y acarició el hocico del monstruo. Al día siguiente se repitió la operación. Esta vez le llevó agua y los restos de una gallina que Caminante y Güidifreido habían dejado a medio comer. Aprovechó de esta manera para ganarse su confianza y, sin pretenderlo, la admiración de los demás presentes. Estaba domando a la criatura. Llamó al dragón “Sauce” porque decía que, allí tumbado, como melancólico, como triste, asemejaba a un sauce llorón.
Llegó el día en que Sauce fue liberado de sus ataduras, con Alba a horcajadas sobre el lomo. Un multitudinario público aplaudió al verlos volar, dar un par de vueltas en círculo y aterrizar junto a Güidifreido y Caminante.
-Te has convertido en la reina – le dijo este último.
-Estoy de acuerdo – rubricó el domador.
-¿Cuánto nos costará la doma, Güidifreido?
-Nada, los domadores prestamos nuestros servicios con total gratuidad.
-¿Por qué lo hacen, entonces? – preguntó al otro.
-Por dar sentido a nuestra vida – respondió, no obstante, el mismo.
-¿Dar sentido a la vida?
-En tu reino – intervino Caminante – no lo necesitáis. Pero aquí se hace necesario. Sería imposible soportar las penurias si la vida no tuviese sentido.
Como si fuera la dueña del mundo, sobrevolaba montes y valles. Unas mascarillas, enganchadas por tubos a unas pequeñas maquinitas que depuraban el aire, sujetas a su vez al cinturón, les permitían a ella y al compañero de viaje montar al dragón, elevarse sobre los ríos de lava y las nubes tóxicas que estos vaheaban, cruzar las más altas cimas, carentes de oxigeno, e incluso atravesar las ciudades industriales que se cubrían vapores malsanos.
-Aquí – le explicó Caminante – se construyen las naves.
Cuando cruzaba alguna población le gustaba volar a escasa altura, pues así podía ver a los niños señalando al dragón, mientras sus madres les limpiaban la ropa que habían ensuciado.
Caminante se abrazaba a ella para no caer, era la chica quien sujetaba las riendas. En ocasiones cerraba el ojo y dejaba la mente en blanco, logrando tocar la felicidad con los bordes del alma, pero normalmente tenía que guiar a la princesa. Él sabía cuál fue el último lugar donde las Tropas del Bien habían acampado. Mas al llegar allí descubrieron un paisaje desesperanzador.
Toda la zona presentaba un aspecto lamentable. Los árboles y la vegetación habían sido consumidos por el fuego. Apenas había vestigios de las tiendas de campaña. El suelo era un mostrador de cadáveres, humanos y de todo tipo de criaturas. Restos metálicos esparcidos por doquier daban a entender que tampoco se habían salvado las naves y demás máquinas de guerra.
Sauce descendió y los pasajeros pisaron la tierra. Estaban consternados. No se decidían a buscar. No sabían qué buscar.
-Este es el lugar hacia el que, según el rastreador de mi nave, vinieron las Tropas. A partir de aquí...
A lo lejos aparecieron unas figuras humanas, haciendo señas y gritándoles. Se presentaron amistosamente. Eran media docena de soldados que, habiendo conseguido huir de la matanza, sobrevivían desde entonces por los alrededores.
-¡Por fin podremos marcharnos! – se felicitaban. – Volveremos a casa.
-Pero ¿qué os habéis creído? No hemos venido aquí para llevaros a ningún lado. Venimos buscando a las Tropas del Bien y no las hemos hallado.
-Lo siento, señorita. Mi amigo desea tanto volver a su hogar, que no ha reparado en que los recién llegados tienen su propio propósito.
El galán que mediaba era un apuesto guerrero conocido como El Veloz, por su habilidad en el manejo tanto de naves, así como de dragones y caballos. Caminante había oído hablar mucho de él, e incluso alguna vez había tenido la oportunidad convivirle. No por ello El Veloz conocía a Caminante, pues la convivencia había sido compartida con otros quinientos guerreros y sólo había durado un par de días. Además el famoso era el primero, mientras que al otro sólo le conocían sus amigos.
También se debía el mote a la tardanza del militar a la hora de lanzarse a seducir a cualquier mujer joven que se encontraba. A Alba le besó la mano y pidió mil disculpas en nombre de sus amigos. Luego ofreció descanso a los recién llegados y todos juntos se dirigieron a una cueva que habían habilitado los seis supervivientes.
Caminante contó la historia que les había traído. Por su parte El Veloz, sin dejar de lanzar pícaras miradas a la princesa, explicó lo ocurrido.
-Como nos veíamos derrotados frente a la Puerta del Abismo, por la cantidad de criaturas que no paraban de salir, nos hubimos de retirar. Asentamos el campamento aquí, creyéndonos fuera del alcance enemigo... – Al llegar a este punto, su picardía desapareció, el rostro se le ensombreció y la voz se volvió más tenue. – Se me hace un nudo en la garganta... Los monstruos nos habían seguido a una distancia prudencial y, cuando estábamos curando las heridas, momento en que inevitablemente bajamos la guardia, se abalanzaron sobre nosotros. – Las lágrimas pedían salir, pero él las contenía. – No... No pudimos defendernos. El Ejército del Mal ya no será derrotado. Apenas hubo supervivientes. Exceptuándonos a nosotros, que no sé cómo logramos escapar, los demás fueron apresados. Seguramente están al otro lado de la Puerta del Abismo. Las Tropas del Bien han sido derrotadas. El Mal arrasará los pueblos, el mundo será destruido. Por eso mi amigo tiene tanta prisa en volver, antes de que sea demasiado tarde para despedirse de los suyos.
Caminante tosió un par de veces, para aclararse la voz.
-No ocurrirá eso. Mi padre me contó una historia un día. “Es la Historia del Mundo”, dijo.
“Contaba que al principio de los tiempos no existía la Puerta del Abismo. Ni había guerra. Los pueblos vivían en paz.
Pero un día comenzaron a pelear entre sí, intentando gobernarse los unos a los otros, queriéndose robar las riquezas de la tierra y sus frutos. Entonces el viento expulsó a casi todos de lo que ahora denominamos Reino de la Felicidad. Sólo unos pocos quedaron allí. Al resto de las gentes les tocó vivir en guerra, entre enfermedades y dolor, en el Gran Anillo. Sumidos en la pobreza. Mientras tanto el Reino de la Felicidad estaría a salvo de todo mal. Las gentes del Gran Anillo quisieron entrar en el Reino de la Felicidad, pero un fuerte vendaval sopla cada vez que alguien se adentra, y le expulsa de allí. Ni tan siquiera las más potentes naves han podido superar el vendaval. De este modo fuimos condenados a sufrir y pelear contra el Ejército del Mal, pues justo en el momento en que se creó el Reino de la Felicidad se abrió la Puerta del Abismo. Miles de años llevan surgiendo criaturas de ese vórtice. Y durante todo este tiempo se ha repetido una y otra vez lo que os ha ocurrido. Cada generación crece bajo el yugo de los monstruos opresores. Al llegar a la edad adulta se rebela y forma las Tropas del Bien. Pero éstas son derrotadas ineluctablemente. Jamás vencerán las Tropas del Bien pues (y esto nunca lo comprendí), según decía mi padre, fueron creadas para perder contra el Ejército del Mal. Por tanto, no se destruirá el mundo.”
-Es lo mismo. Aunque tu historia era desconocida para mí, en poco cambian las cosas. No hay esperanza. No hay posibilidad de victoria. La oscuridad es lo único que queda.
-Yo tampoco sabía nada de lo que acabas de contar. Es muy triste. Al salir del Reino sólo pensaba en encontrar a mi hermano, nunca planeé volver... pero mantenía viva la esperanza de hacerlo.
-Princesa – dijo El Veloz, cogiéndola de la mano y acercando el rostro -, todos estamos apenados. Sólo nos tenemos los unos a los otros. Yo creo que, dado que la victoria es imposible...
-¡No! Me niego a creerlo.
La beldad se levantó y salió de la cueva. Tenía que haber una solución. Buscó una gran roca en la que subirse y quedar sentada. De allí no se movió hasta que hubo anochecido, por mucho que los demás intentaron consolarla. Todos excepto Caminante, estaban interesados en convencer a Alba de que se olvidara de todo lo que la apenaba y que se preocupase sólo de lo que tocaba hacer ahora, que era volver a casa. “Si tanto queréis marcharos montad en Sauce y largaos de una vez” llegó a reprocharles. Pero Sauce, como cualquier dragón, sólo obedecía a una persona, y esta era Alba.
-Ya se pueden ver las estrellas. ¿Por qué no bajas y cenas algo con nosotros? – sugirió, finalmente, Caminante.
Para pasmo de los demás, la chica cedió. Algo había de cambiado en su rostro. Aquello daba a entender que acababa de tener una idea, pero no facilitó pistas de ella. Sólo cenó, cogió una de las antorchas que iluminaban la estancia, buscó un lugar donde dormir, se tumbó y cerró los ojos.
Unas horas más tarde armaba un gran jaleo cuyo propósito era despertar a los demás.
-Ya es la hora, venid.
Condujo a aquellos desesperanzados a lo alto de la roca en la que se había obstinado ella con anterioridad y les dijo que mirasen en determinada dirección. Que no hablasen en un rato, que sólo mirasen. Únicamente porque era la dueña del dragón, miraron los vencidos en la dirección señalada, sin perder atención, sin queja, aguantando todo el rato que hiciera falta. Pero allí no había nada. Apenas se intuía la sombra de una cordillera, sobre la que se elevaban multitud de estrellas. Y un buen rato pasó así. Cuando alguien se distraía, ella le recordaba que tenía que mirar hacia la sombra de la cordillera.
Poco a poco, tras mucho esperar, fue aclarándose el cielo. El día iba llegando lentamente, en silencio.
-¡Mirad! – la princesa señalaba en distintas direcciones. – Según avanza la luz, retroceden las tinieblas.
-¿Y para eso nos has tenido...? – protestó alguien.
-No. Aún queda por ver.
Ya empezaba a advertirse con normalidad, cuando un brillo intenso se comenzó a dibujar sobre la cima de la montaña. Era tan poderoso que apenas dejaba mirar.
-¿Lo veis?
-¿El qué?
-Que siempre amanece. ¡Siempre!
-Y ¿qué?
-El amanecer fue creado por un dios bueno, para que pudieran disfrutar de su hermosura ricos y pobres por igual.
-Pero, ¿qué pretendes decirnos?
-¿No lo veis? ¿Qué sentido tiene que vuelva a amanecer una y otra vez, si el destino de los hombres y mujeres del mundo es sucumbir al mal? No tiene ningún sentido. ¿No lo veis? Contemplad el esplendor y la belleza más sublimes. Ni tan siquiera en la imaginación más prolífica cupo tanta hermosura junta. Si un arpa lograse acordes tan bellos que estuvieran a la altura de la belleza del amanecer, significaría que el hombre es capaz de todo, pues así lo dispuso el Creador del Universo. Pues ese poder es el que le otorgó al hombre y está esperando a vernos utilizarlo. Pero no que lo usemos para la guerra, para luchar entre nosotros. El poder de los mismos dioses nos fue concedido para vencer al mal. Por eso amanece cada día, por eso se tiñe el cielo de los más espectaculares colores con el despuntar.
-¿Ves todas esas cosas en el amanecer? – preguntó Caminante, enamorado de aquellas palabras.
-¿Acaso tú no? Ahora desayunaremos y, después, quien quiera regresar a su casa que lo haga. Yo le llevaré en Sauce. Los demás seguiremos luchando.
-Pero luchando ¿en qué? La guerra está perdida –contesto uno de los rendidos.
-¿Me has escuchado lo que he dicho? ¿Has mirado al gran orto? ¿No te das cuenta de que, justamente, ha de ser oscura la noche para que comience a clarear? Es precisamente ahora, cuando todo parece perdido...
Unas horas más tarde sólo quedaban tres personas montadas en el dragón, sobrevolando el Mundo. Los demás habían regresado a sus hogares.
-¡Sé dónde podemos conseguir una nave! Soy piloto – gritaba El Veloz, pues la presteza de Sauce hacía que las palabras se quedasen atrás.
-¡Yo también! – contestaba Caminante.
-Tú también ¿qué?
-¡Yo también sé dónde conseguir una nave, y yo también soy piloto! ¡Alba, dirígete a la ciudad de las fábricas! ¿Recuerdas dónde es?
Cuando llegaron donde las fábricas la princesa dejó a los pilotos. Luego alzaba el vuelo en busca de un río para así aprovechar, mientras los otros se hacían con las naves, y abrevar al dragón.
Caminaban dos hombres hacia un edificio humeante y viejo, cuando a El Veloz le dio por reírse.
-Ahora que no está, seamos sinceros. Con lo poca cosa que pareces y sin embargo te mantienes en la puja – dijo.
-¿De qué me estás hablando?
-Pues de que ambos sabemos que esto no tiene nada que ver con el discursito del amanecer...
-Y ¿con qué, si no?
-Venga, hombre... ¿Me tomas el pelo?
-Vamos a ver... ¿Qué me quieres decir? ¿Acaso tú no crees en la lucha? ¿Por qué vienes con nosotros?
-Oh, sí, claro, claro, por supuesto – dijo declamando con detenimiento cada palabra, para luego volver a su tono habitual. – Por el discurso... y porque en mi vida he visto una mujer igual y, ya que hay que morir de todas formas, prefiero hacerlo en su regazo. Venga, no me digas que has conocido alguna vez mujer igual.
Caminante se paró. Miró con desprecio al Veloz. Guardó silencio. Tomó aire. Finalmente escupió
-Es cierto. Jamás he conocido mujer igual. Y me alegro... de que sea única. He aquí la diferencia entre tú y yo.
No hizo falta pagar por las naves, pues en periodo de guerra las máquinas eran regaladas gratuitamente a cualquiera que perteneciera al bando aliado. Por eso, en las fábricas, querían que la guerra se acabase pronto.
Durante largo rato esperaron a la princesa, pero esta no regresaba. Caminante se puso nervioso y fue a buscarla. El Veloz le siguió en su propio vehículo. Fueron a indagar directamente tras la cordillera más cercana, ya que al dirigirse a la ciudad de las fábricas habían visto un río en aquella zona. El cauce estaba circundado por un espeso bosque, no se veía nada desde lo alto. Había que aterrizar en los aledaños, penetrar a pie entre los árboles y recorrer la vera del río. Caminante avanzaba con el rostro desencajado por la preocupación, seguido muy de cerca por El Veloz. Pronto encontraron a Sauce. Estaba herido y lamía dificultosamente la sangre que le manaba de una pata: una lanza permanecía ahí incrustada. No parecía grave.
Al ver la escena Caminante casi perdió el control de sí. Era incapaz de pronunciar palabra, estaba blanco. Se temía lo peor. Moviéndose a impulsos iba de un lado para otro, sin terminar de decidirse por buscar en una determinada dirección. El Veloz extrajo la lanza de la pata de la bestia y limpió la herida, al tiempo que el dragón se quejaba pero, curiosamente, dejaba hacer. Luego, con su propia ropa, hizo una especie vendaje y se lo puso al bicho. Seguidamente rastreó el suelo en busca de pistas que le indicaran hacia dónde había podido ir Alba. Una voz les ahorró el trabajo. La princesa llamaba desde el otro lado del río. Parecía cansada, mas estaba bien. Caminante se arrojó a la corriente y la cruzó para llegar junto a la joven, mirarla con su único ojo casi lloroso y abrazarla.
-Creí que te había pasado algo.
-Sólo eran unos cazadores que querían comerse a Sauce... he tenido que espantarlos. Eran pobres y estaban hambrientos, por lo que han tardado un buen rato en irse. Estoy agotada.
Un abrazo vio El Veloz. Por primera vez vio un abrazo auténtico. Aquel hombre tuerto, de rostro marcado por la desgracia, penetraba en el Reino de la Felicidad y se llevaba a su princesa... Se retiró a la nave. Por algún motivo se sentía avergonzado. “Hay que curar al dragón”, pensaba. Y fue en busca de la curación.
Viajar a la máxima velocidad era una de sus habilidades. Acariciar las copas de los árboles, al sobrevolar los bosques; derretir la nieve de las cumbres más altas, con el calor de los motores; asustar a los ancianos y asombrar a los jóvenes al pasar rozando los tejados de sus casas. Orientarse en el espacio, escogiendo siempre el camino más corto, para llegar a la Cuna de la Magia...
El último mago estaría esperándole en el Castillo de la Esperanza. Aunque en derredor del castillo volaban decenas de monstruos terroríficos, vigilando que nadie pudiera llevarse al inquilino, pues le temían como enemigo.
El Castillo de la Esperanza era una negra edificación, altísima, tanto como una montaña. En su punta podían apreciarse unos leves destellos lumínicos que salían de las ventanas de la habitación del que esperaba.
-Hoy es el día. Ahora es la hora – dijo el anciano levantándose del taburete. Llevaba sentado y en silencio muchos siglos. Alcanzó el bastón de la magia y asomó a una ventana. Apuntando con la vara formuló palabras arcanas, de dulce sonoridad. La nave desapareció del cielo. Dos segundos más tarde se volvía visible junto a la habitación, con la rampa de acceso apoyada en el alféizar. Las piernas del anciano se movieron con la agilidad de un gato. El vehículo se desvaneció otra vez. Ya en lontananza pudieron ver las bestias que su prisionero escapaba en una máquina demasiado rápida para seguirla.
-¿Qué ha ocurrido? – preguntó El Veloz al copiloto que acababa de aparecer con rostro viejo y aliento cansado.
-Que has venido, por fin, y los conjuros de invisibilidad nos han permitido escapar del enemigo.
Había, en el Gran Anillo, una leyenda que rezaba que un heroico jinete, antes de cabalgar hacia la misma muerte, rescataría al mago que vivía en el Castillo de la Esperanza. Que sólo con él aceptaría ir el mago. Y que juntos entrarían en la Puerta del Abismo dispuestos a acabar con el Ejército del Mal. Esta leyenda la había creado el propio mago, pues no estaba dispuesto a luchar en una guerra vana. Él, que había visto al Mundo nacer, no estaba dispuesto a morir en una guerra eterna. Él, que fue el primer desterrado del Reino de la Felicidad, no estaba dispuesto a perpetuar la existencia de aquella injusticia que suponía que los habitantes del Gran Anillo murieran en guerras, sin poder acceder a la Ciudad de Marfil. Y no lucharía, por tanto, en guerras vanas. Así creó una leyenda. Sólo quien estuviera dispuesto a atacar al mal en su mismo corazón, en su mismo origen, quien estuviera dispuesto a viajar al otro lado del Abismo, contaría con su apoyo. Por eso nadie se acercó a su torre en miles de años. Una torre que había protegido con magia contra los ataques del Ejército del Mal. Muchos estaban dispuestos a morir matando, pero ninguno se atrevía a entrar en la Puerta del Abismo. Por tanto, con la leyenda de por medio, sólo aquel que estuviera dispuesto a traspasar dicha puerta sería capaz de acercarse al Castillo de la Esperanza, sempiternamente rodeado por enemigos feroces y numerosos.. Sólo tuvo el mago que sentarse en el taburete, mirar por la ventana y esperar.
-Bueno, háblame de ti. ¿Vas a adentrarte en el Abismo tú sólo?
Por muy entretenida que pudiera ser la charla que le diera el mago, cuyo nombre era Origen, nada haría que El Veloz se retrasase lo más mínimo en el vuelo de regreso.
Alba y Caminante esperaban el regreso del afamado piloto tumbados a la vera de un roble. Lentamente ella acercó su rostro, le besó en la mejilla, se miraron y le dijo:
-Gracias por preocuparte por mí. Gracias por todo. En realidad, si no llega a ser por ti no sé que hubiera hecho. Probablemente estaría perdida y desesperada. Ahora, en cambio, sé que es muy probable que mi hermano esté muerto... pero, si no lo está, sé dónde buscarle... Gracias por todo. Has arriesgado tu vida por estar a mi lado, por ayudarme...
Al tiempo que las palabras salían de su boca, en el Reino de la Felicidad comenzaba a ocurrir algo extraño. Las temperaturas se iban volviendo frías y el cielo se nublaba como nunca lo había hecho antes. Los ciudadanos miraban a las alturas más preocupados de lo que querrían estar. Aquello sólo podía traer malos augurios.
Cuando el mago Origen vio la herida de Sauce únicamente pudo poner un gesto feo. Inquietos, le preguntaron que qué ocurría.
-Parece que la lanza contenía un fuerte veneno. Este dragón está herido de muerte.
-Y ¿no puedes curarle? – insistió Alba.
-Los dragones son inmunes a la magia. No les afecta. Como mago no puedo ayudaros. Lo único que puedo hacer es buscar unas yerbas que le aliviarán el dolor, pero nada más.
Los amigos contemplaron a Sauce con cierta gravedad. La criatura se acurrucaba sobre sí misma, probablemente atontada por los efectos del veneno. Era la hora de la despedida. Alba acarició su hocico.
-Tenemos que marcharnos. Es una pena dejarle así – dijo con desánimo.
-Con un poco de suerte volverán los cazadores, entonces tendrá la oportunidad de morir como un dragón se merece – intentó consolarla Caminante.
En efecto, en cuanto se fueron el bosque comenzó a moverse. Entre los matorrales y los troncos de los árboles iban acercándose unos hombres flacos y bajos. Eran tres. Habían permanecido todo este tiempo al acecho. Hacía tiempo que no comían carne. Armados con lanzas muy burdas, alimentados desde hacía mucho tiempo con gusanos y frutas que les habían aflojado los intestinos, esperaban volver a sorprender al dragón y darle muerte. Contaban también con que el monstruo estaba herido de gravedad. Pero uno se acercó demasiado temprano y Sauce se alertó. Incorporándose todo lo rápido que pudo le lanzó una bocanada de fuego. El cazador logró esquivar el ataque saltando detrás de un tronco caído. Como arma defensiva Sauce soltó un gruñido aterrador. En las alturas, en las naves, se escuchó al dragón. Alba y Caminante se asomaron al cristal de la cabina. Divisaron al monstruo defendiéndose con las pocas fuerzas que le quedaban. El espectáculo era magnífico. A pesar de la agonía peleaba con habilidad inaudita.
-¿Sabes por qué existen los dragones en el Gran Anillo?
-No...
-Porque son criaturas nacidas para la guerra, ideales para el combate. Decía mi padre que se extinguirían si no hubiera guerra.
Aún no había acabado de decir esto, cuando una lanza atravesó las escamas de Sauce y se quedó clavada en su carne. Un nuevo rugido y una defensa cada vez más desesperada... Caminante cerró los ojos un par de segundos. Luego puso rumbo a la Puerta del Abismo.
-La batalla final – musitó el mago, que iba en la nave de El Veloz.
Un par de días de viaje tardaron en arribar. Los dos vehículos se detuvieron al llegar al vórtice que daba paso al Abismo. El anciano posó la mano sobre el hombro del joven.
-¿Sabes que no saldremos de ahí?
-Quizá nosotros no salgamos. Pero ellos sí... ¿sabe? Hay algo que me llama la atención de esos dos... Es como si en cada cosa que hacen estuvieran desafiando las leyes más arcanas de nuestro mundo... Como si fueran a ganar la guerra... cuando ni siquiera se plantean eso. Sólo luchan por rescatar a un hombre... un hombre que quizá ya esté muerto. Pero son auténticos ¿me entiende? En sus actos hay una sinrazón que ataca a la lógica del mundo y, sin embargo, no parecen estar equivocados...
-Quizás no sea una sinrazón... más bien todo lo contrario.
-Quizás... quizá sí.
El Veloz dejó pulsado un botón y se acercó al micrófono:
-¿Estáis preparados?
-Lo estamos – respondió Caminante con voz mecánica. – El rastreador de mi nave indica que, en efecto, un grupo de humanos atravesó el vórtice.
Al otro lado de la Puerta del Abismo crecía un paisaje onírico. Unas cordilleras de altura infinita convertían el espacio en un laberinto de pasillos cuyo suelo no se terminaba de ver y cuyo techo tampoco. Piedras grises con escorrentías carmesíes, de eso se componían las paredes. Innumerables piedras, incontables escorrentías. Y en los salientes, agazapados, una ingente cantidad de monstruos enormes de aspecto feroz. Descomunales colmillos, garras puntiagudas en dedos musculosos, ojos de fuego, cornamentas galindas, escamas negras... En ocasiones parecían fundirse los monstruos con las rocas. Hasta las riadas rojas se equivocaban y terminaban pasando por encima de las escamas.
Caminante miró hacia la izquierda:
-Allí debería encontrarse la nave de El Veloz... y no está...
-¿Cómo que no está?
-Bueno, según el rastreador, sí están. El rastreador los detecta a cien metros de nosotros... – Se acercó al micrófono. – Veloz, ¿dónde estás?
-Tranquilízate – fue respondido. – Origen ha lanzado un conjuro de invisibilidad. No pueden vernos. Y a vosotros tampoco.
-Es un alivio. Me estaba preocupando. Sigamos las órdenes de la computadora.
-De acuerdo. Id vosotros delante.
Al avanzar las paredes parecían moverse. En realidad se trataba de las criaturas estigias que al oír el ruido de los motores se alertaban, pero no logrando ver nada volvían a sus posiciones primeras.
El desfiladero por el que avanzaban se bifurcó. Al girar a la izquierda una nube de quirópteros malformados, de gigantescas proporciones, volaba hacia ellos. “Nos han descubierto” pensó, asustado, Caminante. Comenzó a disparar, lo que alertó a la bandada.
-Deja ya los disparos. Estás revelando tu posición. Desciende y déjales paso – intentó advertirle El Veloz.
Pero era demasiado tarde. Las criaturas, que simplemente pasaban por ahí, al ver caer abatidas a lagunas de sus acompañantes, al escuchar los disparos y los motores de las naves, se dirigieron hacia el ruido.
-Lo siento. Nos han descubierto.
-Aún no. Desciende un rato en picado, yo te sigo. – conminó El Veloz. Caminante viró hacia las profundidades del Abismo, no podía creer lo que le mostraban sus ojos: No se veía el final. – Luego continua avanzando. Acelera lo más que puedas.
-¡Las paredes no cambian! – exclamó aterrada la princesa, señalando a los monstruos que estaban pegados a ellas. Por muy abajo que mirasen encontraban bestias y más bestias.
Los cuerpos se les pegaban al respaldo del asiento, queriendo ir más despacio que la máquina. Caminante miraba de reojo a la pantalla del computador. Según el rastreador, El Veloz les seguía, pero un poco más despacio, con lo que se estaba quedando atrás.
-Veloz ¿tienes algún problema?
-Ninguno. Seguid – contestó el otro.
Luego le explicó al mago en qué consistía su plan.
-Los demonios vienen detrás nuestra. Si ellos se van alejando, poco a poco, dejarán de oírles y sólo nos seguirán a nosotros. Y, si tenemos suerte, con un par de maniobras podré despegarme de ellos.
Pero la cosa se iba poniendo cada vez más fea. Los que estaban en las paredes eran alertados por los que les perseguían y, al escuchar el ruido de la nave de El Veloz, se sumaban a la búsqueda. Cierto es que los que comenzaron la persecución estaban ya bastante lejos, pero los que se sumaban lo hacían cada vez más de cerca. Y lo que antes era una bandada con el paso de los segundos se iba convirtiendo en una nube, cada vez más grande y más oscura.
Cuando caminante hubo descendido un rato, creyendo que ya era suficiente, reanudó la búsqueda de Sangre. Según el rastreador no estaba muy lejos el lugar donde los prisioneros humanos se encontraban. Según el mismo rastreador, tanto El Veloz como sus perseguidores ya no se encontraban tan cerca. Al parecer el plan de El Veloz era dejarles el camino libre a ellos y tratar de escapar a una trampa mortal.
-¿Crees que debemos volver? – preguntó Caminante a Alba.
-Si volvemos será el final del viaje...
-Puede ser... ¿Crees que debemos hacerlo? – No esperó respuesta, dio la vuelta y habló al micrófono. – Venid hacia nosotros, intentaré ponerme encima vuestra.
-No. Vosotros seguid...
-No vamos a seguir.
Tras algunas maniobras de cierto riesgo, Caminante acercó a la nube por detrás. Se introdujo en ella y esquivando cuerpos alados adelantó posiciones hasta llegar a colocarse justo sobre sus compañeros. La princesa había perdido el habla.
-Cuando te aviste haremos una maniobra que les despistará por completo. Ellos se guían por el ruido de los motores... – dijo Caminante a El Veloz.
-Sí. Pero si apagamos los motores perderemos velocidad y nos arrollarán.
-Por eso tendrás que girar al hacerlo. Que persigan aire.
-Son muy numerosos, aunque apague el motor mientras giro... Están demasiado cerca. No nos dará tiempo a apartarnos su camino...
-Si el sonido se divide en dos direcciones dudarán... Entonces apagaremos los motores. Estoy encima, las paredes nos impiden torcer a izquierda o derecha.... Tienes que ir hacia abajo. Yo iré hacia arriba... a la de tres... ¡Tres!
La nave de El Veloz apuntó hacia abajo y un segundo más tarde apagó sus motores. Parecía que el plan salía. Las alimañas no sabían por dónde continuar persiguiendo.
-Aceleramos – advirtió Origen.
-Es la gravedad... Estamos cayendo al fondo del Abismo... Con los motores apagados la nave es sólo una piedra en el aire...
-Entonces, ¿qué ocurre con tus amigos?
Caminante había maniobrado hacia el cielo. La nave ascendió durante un tiempo, hasta que perdió toda su velocidad y comenzó a descender, hacia atrás. No tenía aerodinámica para ello, de modo que caía haciendo giros de todo tipo. Los cinturones apenas sujetaban al piloto y a su compañera pegados a los asientos. Sus cuerpos eran como los de dos peleles zarandeados por la mano de un dios. Habían perdido completamente el control del vehículo. Los brazos de Caminante eran un juguete para las leyes de la inercia. No podía alcanzar los mandos.
-Así no funciona el rastreador – comentó El Veloz. – Hay que encender los motores. No sé dónde están. Puede que vayan a caer sobre nosotros... Enciendo motores. – Al iluminarse la pantalla del rastreador no había nada en ella. – No los veo... El rastreador los ha perdido... Al reiniciarse... Tiene que volver a calcularlo todo...
-Bueno, habrá que acelerar y apartarse de su posible camino... – sugirió el mago.
Una vez hecho El Veloz se detuvo a la espera de que la computadora le dijera dónde estaban los compañeros. Poco a poco fueron surgiendo unas indicaciones. Primero un punto mostró que acababan de pasar a su lado, cayendo a gran velocidad. Luego se establecieron las coordenadas exactas de la posición actual.
-Parece que no consiguen remontar el vuelo. No encienden los motores. Algo les ocurre – se alarmó El Veloz. Con un giro de muñecas hizo que la máquina comenzara una persecución trepidante. – Cada vez van más rápido. No parece haber un tope en su aceleración. Cada vez la gravedad es más fuerte.
Entretanto, en el otro vehículo, los cuerpos de Caminante y Alba eran violentamente sacudidos. En determinado momento sus manos chocaron y se cerraron por acto reflejo. Cogidos de este modo el uno al otro se sentían más seguros, aunque su situación objetiva no mejoraba en nada. Incluso empeoraba, pues por permanecer cogidos de manos se pegaban tirones involuntarios y llegaban hasta a hacerse daño.
-Necesito asomarme al exterior, para poder lanzar un conjuro – afirmó Origen.
-Ponte mascarilla, te abriré la escotilla que hay en el techo, en la parte central de la nave. Ve por el pasillo, por la parte de la izquierda, y la primera puerta que encuentres ábrela y...
Unas palabras de Origen estabilizaron la nave de Caminante y Alba, que seguidamente se puso en marcha. Recuperaron el camino.
-A por tu hermano...
Pero algo ocurría. Al avanzar las dos naves algunas criaturas saltaban desde las paredes de roca y sangre, lanzándose sobre los vehículos, que tenían que esquivarlas. Aunque la mayoría de los bichos apenas sí se movían de su sitio.
-El conjuro de invisibilidad empieza a desvanecerse... – murmuró Origen. – Y yo estoy demasiado cansado para lanzar otro.
-¿Se te agota la magia?
-No. Sólo estoy cansado. Los conjuros debilitan el cuerpo. El de invisibilidad requiere demasiado poder. Además, a medida que nos adentramos en el Abismo, una fuerza consume mi magia.
-¿Magia del abismo?
-No. Es como si la Era de la Magia estuviera llegando a su fin. A medida que avanzamos, el fin parece estar más cerca.
En la Ciudad de Marfil se acababa de desatar la tormenta más violenta que jamás habían presenciado los nativos. Los truenos aterrorizaban a los niños. Los rayos caían sobre las torres, haciéndolas perder parte del esplendor, resquebrajando algunas paredes, ennegreciendo los lugares dónde impactaba la luz... Todo el mundo se refugiaba en sus hogares. Las gentes querían aparentar despreocupación, pero ni los actos ni los rostros eran propios de la felicidad que se esforzaban por simular.
Había una especie de plaza en el interior del Abismo. En el centro se elevaba una columna negra de diez metros diámetro. Verticalmente ascendieron las dos naves. Parecía la columna ser tan infinita como las paredes, pero tenía un tope, una superficie en la que se desnutría un grupo de hombres. Eran los últimos supervivientes de las Tropas del Bien. La rampa de acceso de una de las naves se abrió. El trasto, sin embargo, continuaba flotando, invisible, en el aire. Alba descendió con víveres. Eran siete los cuerpos masculinos, desnutridos, en lastimoso estado, los que quedaban en la columna. Tras darles de beber y comer lo que pudo, consiguió que uno de ellos hablara, aunque despacio, sin vocalizar apenas, y con un hilillo de voz:
-Un hombre, no recuerdo cómo se llamaba, decía que su hermana, una bella princesa, vendría a buscarle. Pero como quizá no llegara a tiempo, escribió una carta. Esa carta se la dio a un amigo, justo antes de morir. Luego el amigo también murió y en su último hálito pasó la carta a otro. Se formó una cadena. La carta me llegó a mí. – El desnutrido mostró una hoja de papel, vieja, arrugada, rota. Alba la cogió.
Apenas sí pudo leer la primera palabra. Entonces rompió a llorar. Todo el camino recorrido, todos los peligros, todo el esfuerzo de Caminante, la lealtad de El Veloz, los padeceres... Todo había sido en vano. Aunque era improbable que Sangre estuviera vivo, siempre mantuvo la esperanza en su interior. Pero estaba muerto. ¿Qué hacer ahora? Sólo quedaba una carta por leer. Hizo acopio de fuerzas.
“Querida Alba:
Mala noticia será el que te llegue esta carta. Significará que he perdido la batalla. Mucho he cambiado desde que me expulsaron del Reino de la Felicidad. Aprendí que si existía un Reino de la Felicidad, al que los pertenecientes al Gran Anillo no podían acceder, era, precisamente, porque a aquellos a quienes se les vedaba ser felices sufrían no sólo lo que les correspondía a ellos, sino también lo que les correspondía a los del Reino. Si los habitantes del Gran Anillo siempre sufrían guerras, padecían hambre, sucumbían ante los huracanes y terremotos, y eran tocados por cualquier forma de infortunio; si estos habitantes no podían acceder al Reino de la Felicidad, era porque el propio Reino necesitaba que esta gente sufriera y que estuviera en guerra permanentemente. Aprendí que lo que en el Reino llaman felicidad no es más que placer y comodidad. Puede que tú ya te hayas dado cuenta de eso. La Ciudad de Marfil no pertenece al Reino de la Felicidad, sino al Reino de lo Placentero. Es un Reino donde los hombres y mujeres no se ayudan entre sí, no luchan por la felicidad del prójimo. Al revés, cuando alguien sufre es ignorado y expulsado del Reino. Yo ni siquiera sufría. ¡Me expulsaron porque era feo!
Los habitantes del Gran Anillo sufren por culpa de la existencia del Reino de la Felicidad. Hay que acabar con el Reino de la Felicidad. ¿Sabías que la Puerta del Abismo apareció en el mismo instante en que se creó el Reino de la Felicidad?
Te quiero. Ya sabes que no soy muy dado a los halagos y esas cosas. Pero deseo que sepas que te quiero, antes de pedirte un favor. Es un favor que puede costarte la vida. Por eso me cuesta tanto pedírtelo...
El Reino de la Felicidad existe porque existe una Puerta del Abismo, de la que surgen los males que campan a sus anchas por todo el Gran Anillo. Si te ha llegado esta carta, si la estás leyendo, es que no logré destruir el Abismo. Perdí la batalla. Lo que te pido es que continúes la guerra por mí. Caminante me ha prometido ayudarte incluso en esto, si llegaba la hora. Confío en él, y confío en ti.
Tu hermano,
Sangre.”
La Ciudad de Marfil tenía torres muy altas y muy blancas. Era todo un espectáculo, de una belleza sublime... hasta el día en que se desató la tormenta. Las temperaturas bajaron. Comenzó a hacer frío. Los vientos soplaban tan fuertes, que se llevaron por delante a todas las aves, incluidas a los gallos y gallinas de los corrales. También se llevaron por delante los corrales. Hasta entonces todos habían sido felices allí. Jamás habían tenido que preocuparse por ningún problema. Un rayo que cayó sobre la torre más alta de ciudad destruyó buena parte del tejado. Llovió intensamente sobre la habitación que quedaba al descubierto. Era el dormitorio de la princesa Alba, de la que ya se habían olvidado; la que nadie, en la ciudad de las cosas bellas, recordaba ya. Tanto llovía que la habitación se encharcó y el agua se deslizó a través de la rendija de la puerta, llegando a las escaleras de caracol por las que se subía a tan alto aposento. Formó riadas que se empeñaban en llegar al primer piso. Cuando un criado las vio pensó que el fin del mundo había llegado.
La princesa Alba, tragándose las lágrimas, dio las gracias al hombre que le había entregado la carta. Quiso introducirle en la nave. A él y a los demás supervivientes.
-No. Déjanos aquí. Destruye el corazón del mal, desciende a lo más profundo del Abismo y acaba con la negrura. Así nos salvarás. De otro modo moriremos igualmente. ¿Qué mundo nos espera fuera? El Gran Anillo... No... no nos salves. Desciende a las profundidades del Abismo y acaba con la fuente del mal. Destruye su corazón... y nos habrás salvado...
Alba regresó a la nave. Entró silenciosamente en la cabina del piloto, se sentó en el otro asiento y se abrochó el cinturón. Caminante adivinaba por lo taciturno de su rostro que Sangre estaba muerto.
-¿Adónde vamos ahora?
-A las profundidades del Abismo. Si destruimos su corazón habremos ganado la guerra.
-Lo siento... Tu hermano era una gran persona.
-Por favor, acabemos pronto con esto.
Dos proyectiles descendían a lo más profundo del Universo. Eran invisibles, pero en un momento dado Origen sufrió un vahído y los proyectiles perdieron su invisibilidad.
-Cuanto más cerca del corazón del mal nos encontramos, más poder pierdo.
Las criaturas se lanzaban hacia las naves. Éstas volaban muy rápido, ayudadas por la gravedad, y conseguían dejarlas atrás. Pero cuanto más abajo estaban, más crecían los demonios y cuanto más grandes eran más incrementaba su presteza. Cientos de miles de monstruos ingentes perseguían a las dos naves...
Estaban tan cerca del fondo del Abismo que en las paredes ya no había criaturas. Pero los perseguidores volaban ahora más veloces que las naves. Cada vez estaban más cerca. Recortaban las distancias con las naves mucho más rápido que las naves con el fondo del Abismo. Cien metros, noventa, ochenta, setenta... En menos de un minuto les habrían alcanzado.
-Origen, ¿no puedes lanzar un conjuro?
-Sólo uno. Pero nos matará.
-¿A todos?
-No, sólo a mí y a ti.
-Entonces lánzalo.
-El conjuro hará que todas las criaturas centren su atención en nosotros, olvidándose de Alba y Caminante.
-Perfecto, ¡lánzalo! – Acercando la boca al micrófono, habló El Veloz a Caminante. – Voy a ganar un poco de tiempo para vosotros. Ya no podrás hacer nada por mí, compañero. Si no alcanzas el fondo del Abismo moriremos todos.
Al acabar de hablar giró ciento ochenta grados y se introdujo entre los perseguidores, abriéndose paso a base de cañonazos. Los demonios se volvieron hacia aquella nave, dejando libre a la otra.
-No lo hagas, compañero – rogaba Caminante desde el otro lado. Dudó un momento, pensó que, tal vez, si volvía, entre los dos...
-Esa luz que se acaba de apagar... ¿es...? – preguntó la princesa, señalando a la pantalla del rastreador.
Caminante no pudo contestar. Descendía a toda potencia. Ya sólo quedaban ellos. Un par de lágrimas. Sabía que ya no podían oírle, pero lo dijo de todas formas:
-Te equivocas, Veloz, te equivocas. Yo no soy tu compañero, soy tu amigo.
Ya se veía el final: una superficie oscura que flameaba extrañamente.
-Fuego negro... – murmuró Caminante. – Ya lo vi una vez... – Recordó su encuentro con La Muerte.
-¡Destrúyelo, destrúyelo! – gritaba Alba, llorando de dolor, con las manos en el corazón, sosteniendo una misiva...
Los cañones de la nave escupieron balas por doquier. La masa informe, el fuego negro, se retorcía, como una criatura dolorida, pero no acababa de destruirse. Continuaba descendiendo Caminante.
-¡Destrúyelo! – le pedía Alba.
-¡Destrúyete! – clamaba él, apretando el botón de disparo.
Faltaban pocos segundos para estrellarse, pero el fuego negro no moría. Se dolía y miles de voces fantasmales, que manaban de él, gritaban aterradoramente a cada impacto. Pero no moría. Mientras tanto la nave de Caminante proseguía descendiendo: Aunque el sacrificio de El Veloz y Origen había servido para ganar ventaja a las criaturas, otra vez las tenía encima. No podía detenerse.
En el Reino de la Felicidad surgían proyectiles de entre las nubes. Los proyectiles atravesaban los techos, destruían los hogares y resquebrajaban las torres de la Ciudad de Marfil. De pronto las nubes se abrieron, para dejar paso a un ingente meteorito. Del meteorito salían los proyectiles, los pequeños trozos de roca que atravesaban los tejados, los suelos y se clavaban en lo más profundo de la tierra.
La nave de Alba y Caminante estaba a punto de estrellarse, descendiendo como un rayo contra el fuego negro, cuando las alimañas comenzaron a agarrarse a ella, intentando detenerla. Pero era demasiado tarde, ya no podían evitar el impacto.
El meteorito destruyó la Ciudad de Marfil justo en el momento en que una nave estallaba en las entrañas negras del corazón del Abismo.
2
Y llegó la paz. De pronto desaparecieron los demonios de la faz de la Tierra. Se cerró la Puerta del Abismo. El mar de magma se transformó en un océano de agua salada, con peces, cetáceos y demás fauna. La magia y los dragones se extinguieron. Y en el Pueblo de las Voces surgió una música nunca oída, que ya no hablaba de esperanza, sino de alegría, de realización humana.
Una caravana de familias se dirigía al lugar donde hasta dos semanas antes se ubicó la Ciudad de Marfil. Juan y Pedro eran los dos hombres más adelantados. Les habían encargado que fuesen haciendo de exploradores. Temerosos los viajeros, querían ser avisados de los posibles peligros antes de que estos llegaran.
Ambos hombres divisaron unas ruinas. Cabalgaron armados con sendas lanzas, hacia ellas.
-Esta debía de ser la Ciudad de Marfil.
-Es extraño. Hay destrozos por todas partes, pero no parece que haya ningún cadáver.
-Adentrémonos.
El silencio les rodeaba. Los restos de altas torres se esparcían a sus pies. Alguna aún conservaba cierta altura. Apenas pasear por allí les hacía darse cuenta de lo hermoso que fue aquel lugar. Sus corazones entristecieron de observar todo aquello derruido, pero todavía no sabían nada. El misterio se les hizo mayor en el momento en que unas sencillas cabañas de madera se dejaron ver. ¿Cómo podían haber sobrevivido las construcciones más frágiles? Fue al llegar al centro de la ciudad cuando encontraron a siete hombres, haciendo un círculo, alrededor de una campana de cristal. Los siete murmuraban cosas al unísono. Juan y Pedro permanecieron quedos, hasta que los hombres concluyeron sus rezos. Entonces se acercaron y preguntaron.
-¿Qué es lo que ha ocurrido?
-Que, por fin, el Reino de la Felicidad ha sido destruido.
-¿Cómo?
-El Abismo le cayó encima y ambos se rompieron en mil pedazos.
-¿Y la gente que vivía en el Reino de la Felicidad?
-Nadie vivía aquí. Sólo había fantasmas.
-¿Y vosotros?
-Nosotros luchábamos en las Tropas del Bien cuando fuimos derrotados, apresados y conducidos al Abismo. Al estallar el Abismo contra el Reino de la Felicidad fuimos liberados. Ellos son los que nos rescataron – señaló el hablante hacia la campana de cristal.
Juan y Pedro se acercaron a la campana, no sin antes preguntar
-¿Habéis construido vosotros estas cabañas?
-Sí. Esperamos poder repoblar la ciudad, a ver si un día vienen inmigrantes que nos ayuden.
A través del cristal discernieron, Juan y Pedro, cuatro cadáveres muy bien conservados, muy bien vestidos. Habían hecho un buen trabajo los embalsamadores. Estaban colocados primero un hombre de cierta apostura, después otro mucho más feo, tuerto y con una cicatriz que le cruzaba la cara; la siguiente era una beldad y finalmente descansaba un anciano. Los exploradores observaron algo y se volvieron, para preguntar una última vez:
-¿Por qué los dos del centro se cogen de la mano?
-Porque no pudimos separarles.
Juan y Pedro, montados en hermosos rocines, tras clavar sus lanzas junto a la tumba de los cuatro desconocidos, regresaron a avisar a la caravana de que ya no había peligro. La paz, por fin, había llegado.
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