viernes, 31 de diciembre de 2010

Jiménez el charlatán

Javier o Xavier Jiménez tuvo mucho éxito muy pronto, a pesar de su raro negocio.

A los dieciocho años descubrió que se le daba particularmente bien eso de hablar. Era capaz de defender cualquier idea. En las tardes con sus amigos, cuando los diálogos se convertían en enconadas disputas, Xavier (o Javier, no está claro cuál es su nombre real) nada más que por pura diversión tomaba partido primero de un bando y luego del otro. Y sus amigos se desconcertaban: Tal era su pericia lingüística que con cierta frecuencia lograba hacer parecer sus veleidosos vaivenes como algo puramente coherente y racional.

Mientras sus amigos se dedicaban a buscar sus primeros trabajos serios o se preparaban para acceder a la Universidad, él se hizo publicidad como ponente y hablador... Difundió propaganda de sí mismo a múltiples organizaciones, fundamentalmente partidos políticos, sindicatos y ONGs, aunque también a algunas empresas privadas que necesitaban limpiar su imagen.

Las llamadas tardaron en llegar, pero llegaron. Y quien le contrataba nunca se sentía defraudado. Javier (o Xavier) sabía cuáles eran sus virtudes y limitaciones, así que no se afilió a ningún partido concreto, ni se casó con ninguna otra organización. Tampoco accedió nunca a participar en televisión y rara vez lo hizo en la radio. Era perfectamente consciente de que las organizaciones contratantes nunca aceptarían que él trabajara para la competencia… y él lo hacía siempre que podía.

Tan capaz era en aquello que montó una pequeña empresa con sus secretarias, sus consejeros económicos, su sede (y las mujeres de la limpieza correspondientes), etc.. Hasta casi una treintena de empleados llegó a tener.

A los veinticinco años casi parecía el suyo un trabajo rutinario: A las 9:00 llegaba al despacho y las secretarias le pasaban información de las instituciones que querían contratarle ese día o en fechas próximas. Tras un cierto análisis descartaba los actos de mayor riesgo mediático y se centraba en los otros. Luego hacía su elección según criterios puramente empresariales: escogía aquellos actos que cuya relación “esfuerzo-ganancia” resultara mejor: Primero calculaba el total de horas que le iba a llevar incluyendo la preparación del discurso, el trayecto y el acto en sí. Después calculaba el beneficio económico. Finalmente dividía y el que mayor beneficio en “dinero/hora” le ofreciera ese era el que escogía.

Por las tardes acudía a los actos. Daba mítines, conferencias, debatía... lo que fuera. Tenía negocios con instituciones de todas las ideologías. Podía defender el internacionalismo el lunes, apoyar el nacionalismo españolista el martes, enfervorizar a las masas catalanistas el miércoles… Y todo como algo meramente rutinario. “Mientras paguen…” decía. De ahí que en ciertos círculos se le conociera como Javier Jiménez, en otros como Xavier Jiménez y, en algunos, incluso como Xavier Ximénez. Aunque se sabe a ciencia cierta que este último era falso.

Hubo situaciones difíciles que supo solventar con gran pericia, como cuando sus secretarias no se coordinaron y concertaron citas para el mismo debate radiofónico a Javier y a Xavier en una emisión que se titulaba “Estado español o naciones de España”, en el cual Javier defendería la postura del nacionalismo españolista, mientras que Xavier representaría a su oponente catalanista... De la mañana a la tarde tuvo tiempo de escribir una serie de frases y hacérselas aprender a uno de sus empleados, al que le dio también las directrices más básicas.

Ambos se presentaron como Javier y Xavier… y coló.

En cierta ocasión, no se sabe muy bien cómo (hay varias versiones al respecto y probablemente ninguna sea cierta), conoció a una mujer que decía llamarse Margarita (aunque su nombre real era Luisa Herrera).

Jiménez se enamoró de ella perdidamente y se hicieron amantes. Hay constancia de que él le había propuesto matrimonio varias veces pero ella, al parecer, le fue dando largas…

Un día Jiménez descubrió con auténtico horror que Margarita tenía casi tanta verborrea como él. Fue peor aún descubrir que también compartían su escasa afición por la Verdad. Todo se confirmó cuando, demasiado tarde para muchas cosas, la misma Margarita le confesó que ella era una periodista que buscaba hacer el reportaje de su vida y que el reportaje era él. Después de esto Margarita desapareció.

El impacto mediático que produjo la “investigación” de Margarita fue escaso. Apenas se publicaron un par de artículos en sendos periódicos locales muy minoritarios.

Todo habría seguido igual para el charlatán de no ser porque se le rompió algo en la cabeza. Realmente había amado a aquella mujer, pero resultó que quien él amaba no existía, era un cuento, una ficción inventada, un personaje interpretado magistralmente por Luisa Herrera. Se había enamorado de un espejismo, del reflejo de una fantasía...

No fue capaz de recuperarse. Poco a poco empezó a sospechar que todos los que le rodeaban tenían algo que ocultarle, que cada sonrisa escondía un interés perverso… Esto fue creciendo y de las sospechas pasó a los temores, mientras que de los posibles intereses ocultos dio paso a las grandes conspiraciones. Se volvió literalmente paranoico.

Hoy se encuentra ingresado en un hospital psiquiátrico. En el centro aún no saben si su nombre real es Javier o Xavier. Es muy difícil hablar con él. No se fía de nadie.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Prisionero

Cada día me levanto y miro el habitáculo. Ver que todavía sigo allí me hace querer seguir durmiendo. Hago un esfuerzo. Vuelvo a recostarme sobre el pétreo lecho y cierro los ojos. Que pasen las horas... la vida...

A veces recuerdo mi edad. ¿Ya? ¿Tan viejo? Cuando de joven me imaginaba cómo sería mi vida a estas alturas, me veía casado y con hijos. Con una carrera y un trabajo acorde con mi pasión literaria. Pero en cambio estoy aquí, prisionero, sin saber ni cómo ni cuándo se abrirá la puerta de la celda. Entonces pienso que no quiero perder ni un minuto más y una angustia colérica me lleva a tratar de derribarla.

La puerta nunca cede.

Sentado en el suelo miro al ventanuco. Antes trepaba hasta poder asomar la cabeza tras él. Pensaba que la imagen del exterior era suficiente para mantener viva la esperanza. Ahora no. Ver el exterior ya no me da esperanza ninguna. Sólo produce dolor. Entonces deseo que esta tortura llama “vida” llegue a su fin.

Y lloro.

Cuando lloro suelo desahogarme. Eso me sirve para querer vivir durante un tiempo. Pero a veces el llanto no es suficiente. Con todo lo que me animaba me ha ido ocurriendo lo mismo: es como cuando tomas un medicamento durante mucho tiempo. Te acabas inmunizando y deja de hacer efecto.

Todos los días la recuerdo a ella. A la mujer que amé y que aún amo. Encerrado en esta prisión nunca sabrá cuánto la quiero. Puede que cuando salga haya conocido a otro hombre y se haya enamorado de él. Entonces, ¿para qué querré la libertad? La angustia me vuelve a invadir y golpeo mis puños contra la puerta. Por enésima vez me hago sangre. Cedo. La puerta vuelve a vencer.

Dos veces al día, desde el exterior, introducen un plato de comida y una cuchara, acompañados de un mendrugo. Una vez, a la desesperada, probé a no devolver la cuchara ni el plato. “Así se verán obligados a abrir y entrar a por ellos. Yo aprovecharé para salir de aquí y si muero en la escapada, al menos mi cuerpo caerá fuera de estas cuatro paredes”, pensé. Me equivoqué. Sólo se abrió la ranura de la mirilla y el cañón de un rifle me apuntó a la cabeza. Devolví la cubertería secuestrada sin lograr que la puerta se moviera ni un ápice.

Esa noche lloré más que de costumbre.

Casi todos los días se repiten las escenas, los momentos, las angustias, los tiempos vacíos, los empellones contra la puerta, las dos raciones... Cuando cierro los ojos por la noche sé lo que me espera a la mañana siguiente... Y lo peor es que sé que todo eso ocurrirá siendo yo un día más viejo y habiendo dejado una oportunidad más para que mi amada le entregue su corazón a otro. Si al menos ella supiera cuánto la quiero...

***

El oficial terminó de leer la nota y la hizo trizas. Su compañero se acercó y le reprochó:
-¡Esa era una prueba!

El oficial miró con desprecio a su compañero.
-Ha escapado, ¿no? Ojalá encuentre a esa mujer.
-Pero es un criminal...
-Ante todo es un hombre. Yo sé lo que es vivir preso y, guárdeme el secreto, me alegro de que este desdichado haya logrado escapar.
-¿Usted preso? Pensaba que su historial era intachable.
-Nunca me han encerrado en una prisión pero, créeme, sé lo que es estar preso.

viernes, 9 de julio de 2010

A la puerta del local

A la puerta del local se encuentran los amigos. Hay ruidos y trasiego de personas. La noche ha caído. Por la calle de al lado va un coche solitario. Los diálogos son distendidos y afables. Algún abrazo. Alguna risa. Unos se van y otros se quedan. Dos besos, uno por mejilla. Las conversaciones son dispares y se entrelazan. Hay quien camina entre los corrillos buscando su sitio. Hay quien pregunta por los servicios. Los hay que se sientan en cualquier lado. Hay una joven despidiendo con una sonrisa, y agitando la mano en alto, a los que se van. Hay quien mira el cielo, preocupado por si llueve.

El pirata Doliente

En el doloroso mar de la soledad... un velero.
Conducido por el pirata Doliente, navega sin rumbo.
Sus entrañas arden pues le falta algo, algo importante...
Mas sigue navegando Doliente... y cuando encuentra otros veleros, los asalta y los quema, pues sólo sabe competir... y luego prosigue su perdida navegación.
Y por las noches llora. Llora, pues se siente solo... y no sabe dónde está la costa.

Polaris

Polaris aparece en el cielo anunciando que el día muere, que la luz se va...
Premonición de muerte.
Y cuando parece todo perdido,
Cuando la tiniebla abarca de horizonte a horizonte...
Polaris brilla en el mar de las estrellas.
Podría ser una más, pero no lo quiere así.
Cuando la noche reina en los corazones
ella brilla con fuerza, señalando el camino, orientando al marino.

Pensando en corazones puros

Corazones de carne. Corazones puros…
¿Por qué lo habremos olvidado?
Ser como un niño, aun pensando como un hombre, ser como un niño…
Que los corazones corruptos buscan artes vacuas, filosofías galindas, teoremas complejos… para tratar de entender el mundo.
Que los corazones puros simple y llanamente entienden.
¡Que no necesitan de palabras fastuosas, de teoremas, ni de nombres extranjeros… para llamar al hambre, hambre; a la sed, sed; a la Verdad, Verdad; y a la mentira…! A la mentira la odian con dolor.
Miramos a las estrellas tratando de comprender lo lejano, estando ciegos con lo cercano… y creemos que eso es alzar la vista al cielo.
El corazón puro siente dolor… ¡Ya no queremos corazón puro!
Queremos sentir con la cabeza, queremos sentimientos.
No queremos sentir con el corazón, rechazamos la emoción.
El corazón puro ama con pureza. No le valen los cuentos que hoy se hacen pasar por verdades (sí, verdades ¡en plural!, lo que ya dice de su falacia).
El corazón puro no se pone excusas, no se miente, no se engaña…
El corazón puro siente dolor…
El corazón puro es siempre joven. No quiere madurar. No, si madurar implica renunciar al Ideal, a la Justicia, a la Verdad.
El corazón puro ilumina la noche, se ríe de los chistes fáciles de los amigos, disfruta de los cuentos sencillos y sonríe… sí, el corazón puro sonríe… sonríe con pasión.

Mirando

El viento meció su vista, acariciando las hojas de los árboles que tenía en derredor. Tras él danzaba la algarabía, en un día de fiesta. El sol calentaba con dulzura. Enfrente se abría el paisaje quedo con colores amarillentos y verdosos.

Se sentaba a la distancia justa ente la agitación de la multitud y la soledad. Allí podía pensar tranquilamente y gozar, como por contagio, de la alegría de todos. Y pensó que faltaba alguien. Deseó verla aparecer por el camino. Deseó ser inundado por los ojos de la garza, pero nadie apareció. Y la algazara se fue volviendo algo ajeno. Y aunque quería alegrarse, dejó de sentir aquel contagio. Los ruidos empezaban a ser molestos, pues ella no venía y él comenzaba a ser consciente de la improbabilidad de que lo hiciera. Pero siguió mirando el camino, manteniendo una ilógica esperanza... Hasta que alguien se acercó por detrás y tocó su hombro:

-¿Qué haces aquí, tan solo? – dijeron las pupilas azules.

Él sonrió sin saber qué responder. Había estado mirando en la dirección equivocada.

Cuando sea...

Cada fin de semana se reunían los tres chavales, en un rincón perdido en la ciudad. Allí, donde no eran vistos por nadie, conspiraban utopías:

-Cuando sea mayor... – decían. Y expresaban sus sueños y anhelos largamente. Y discurrían, y filosofaban, y se planteaban la vida.

Con el tiempo sus ideas se forjaron. Cada uno se convenció de que para arreglar el mundo había un camino. Álvaro alcanzó la mayoría de edad con la idea de que lo que tenía que hacer era conseguir el poder político.

-Cuando sea alcalde... – dijo una vez. Pero en las siguientes reuniones fue ampliando sus miras y pasó de alcalde a ministro y de ministro a presidente de gobierno. Total, que a cierta edad calculaba en base a “cuando gobierne el país...”.

Benito tenía fundamentos para creer que las grandes desigualdades se producían por la cuestión del dinero. Quizá se equivocó en el camino: creyó que la solución pasaba por enriquecerse. Así, a los veintipocos tenía las miras claras y principiaba sus alocuciones diciendo:

-Cuando sea rico...

Catalino poseía un espíritu más sensible que los otros dos y veía claramente que la cosa pasaba por la moral. Sólo siendo un hombre de elevada moral podría cambiar el mundo, de modo que sus diatribas comenzaban con un:

-Cuando sea santo...

Resulta que estuvieron hablando de esto durante muchos años. Álvaro nunca llegó a ser alcalde, porque aunque él tenía mucha fe en sí mismo, se ve que los demás no le admiraban lo suficiente.

Benito, al contrario que su amigo, sí se hizo rico. Lo que ocurre es que a medida que se enriquecía, pensaba: “si me hago un poco más rico, más bien podré hacer” y constantemente buscaba maneras de enriquecerse más y más, sin sentirse nunca satisfecho.

Por último estaba Catalino, que no alcanzó la santidad porque esperaba que esta, una buena mañana, le cayera del cielo.

El día en que cumplió cuarenta años, Benito sentenció:

-No podemos cambiar el mundo. Lo único que podemos hacer es disfrutar de la vida. Me voy para siempre, porque nuestras reuniones son inútiles.

Y acto seguido se marchó. Esto causó un profundo impacto a los otros dos, que reflexionaron mucho y muy hondamente sobre lo sucedido. Al volver a juntarse, se dijeron:

-¿A qué hemos estado esperando estos años? ¿Por qué no hemos hecho algo? ¿Por qué no hacemos algo ya?

No recuerdo muy bien lo que hicieron. Fue algo muy pequeño, casi despreciable. El caso es que se pusieron en marcha y, desde entonces, el mundo es diferente.

sábado, 1 de mayo de 2010

El pan mágico

Parte 1: Historia 1

Según contaban los rumores, en las casas de distintas familias, caída ya la noche, los padres veían una inmensa luz salir de la habitación de sus hijos y acudían alarmados, a ver que pasaba. Cuando entraban todo estaba en orden, excepto por una cosa: su hijo, o hijos, habían desaparecido. Pero lo más sorprendente es que, a la mañana siguiente, como si nada hubiera sucedido, los jóvenes salían de sus cuartos, sanos y salvos… y los padres no sabían si alegrarse o echarse a temblar.

No tardaron en aparecer otros rumores, hablando de otra historia igualmente fantástica e inexplicable. Sus propagadores, con frecuencia, mostraban un cambio radical en su actitud y manera de ser, después de anunciar los extraños sucesos con auténtico pavor. Hablaban de apariciones, de fantasmas, de fiestas espectrales, e incluso de orgías demoníacas… Lo sorprendente no era que dichos testigos dejaban de pronto de hablar de aquello, ni que transformaran su modus vivendi. Lo verdaderamente llamativo era el cómo, la conversión que actuaba en su interior: Estos individuos, normalmente, solían ser los de peor fama de la región. Sus vidas eran desordenadas, sus palabras deshonestas, sus actos hedonistas… Un día empezaban a anunciar que habían visto aterradoras aglomeraciones de fantasmas y el pánico se apoderaba de sus vidas. Desde entonces, pasaban las horas temblando por todo, sospechando de todo, temiendo las más inverosímiles desgracias, sufriendo de forma paranoica… Hasta que otro día se transformaban en hombres nuevos. Dejaban de hablar de espectros y sucesos paranormales. Empezaban a vivir como individuos honestos, juiciosos y bondadosos.

El joven Paul, un adolescente aparentemente corriente, no le hacía mucho caso a nada de esto. Estaba centrado en sus estudios y no quería dejarse llevar por las habladurías en boga. Iba y venía del instituto, hacía sus deberes en casa, pasaba algunos ratos con los amigos, sobre todo en fines de semana… Pero una ocasión, a la salida del instituto, tropezó con el grupo de abusones de su clase. Le estaban exigiendo dinero a un compañero bajito y flaco. Este se negó a dárselo:
-El que tengo no es mío. Me lo ha prestado mi madre y tengo que devolvérselo.

Entonces le sacudieron una bofetada. A Paul se le removieron las entrañas. Por un lado no quería consentir aquello. Por otro tenía miedo. Estaba seguro de que si intervenía él sería quien acabase cobrando. Tenía mucho miedo. Quería irse de allí. Pero su conciencia le retenía contra su voluntad. Los abusones le dieron una segunda bofetada a su víctima quien, llorando, sacó unas monedas del bolsillo y se las ofreció. Los otros se mofaron.
-¿Y esto es todo lo que tienes?
-Sí.
-No te creo…
-Es todo lo que tengo. ¡De verdad! ¡En serio!

Los puños de los grandotes se prepararon de nuevo.

Finalmente venció la conciencia y Paul corrió a interponerse entre la victima y los agresores.
-Vaya, si es nuestro compañero Paul. El repelente de Paul...
-¿Sabéis? Desde hace meses busco una excusa para sacudir a Paul.

Como sospechó, lo único que consiguió es que los palos recayeran sobre sí, en vez de sobre el otro. Los abusones se desahogaron bien. Una vez cansados decidieron marcharse. Según se alejaban, Paul se levantaba dolorosamente del suelo.

El desconocido se presentó, le dio las gracias a Paul y se ofreció a ayudarle. Él no quiso ayudas. Sonrió y le restó importancia a lo acontecido, aunque le dolía todo el cuerpo y le salía sangre por la comisura del labio. Cada uno tomó, entonces, el camino de casa.

Unos metros más adelante, Paul se encontró con un mendigo. Siempre estaba allí. Paul pasaba a menudo por aquel lugar, sin hacer mucho caso de su presencia, aunque a veces le echaba un fugaz vistazo y descubría que los ojos claros del mendicante le respondían con una mirada penetrante. El mendigo se le acercó y le saludó:
-Hola.
-Hola.
-Siempre te veo pasar.

Paul volvió a sonreír.
-He visto lo ocurrido. ¿Cómo te llamas?
-Paul… ¿y tú?
-Jesús. Mira, quiero darte algo para calmar tus dolores…

Entonces el mendigo rebuscó entre las raídas ropas. Tanteó en distintos bolsillos y agujeros, hasta que sacó un pedazo de pan. A Paul se le cayó el alma al suelo, pero no se atrevió a rechazar el regalo.
-Gracias.
-No lo comas con rencor.

***

Paul tenía el pan sobre la mesilla. Estaba sentado al borde de la cama y lo miraba fijamente. Lo cogió, se lo llevó a la boca, mordió...
-¡Ay!

Duro como el cemento. Lo volvió a dejar sobre la mesilla y se acostó.

***

El autobús estaba a rebosar. Justo delante de Paul, que iba de pie, había una espalda cargada con una mochila de la que sobresalían papeles. El vehículo se detuvo, los cuerpos se balancearon tratando de luchar contra la inercia... Las puertas se abrieron y un grupo de personas bajó. La espalda de la mochila también. Un folio arrugado se cayó al suelo. Paul lo recogió presto, pero al incorporarse para dárselo a su dueño vio que las puertas se acababan de cerrar y el mundo exterior se quedaba atrás.

En el papel había algo escrito, unos versos:

“¿Qué perdimos los hombres al avanzar la vida?
¿Qué es la vida sin amor?
¿Qué el amor sin perdón?
Si el pan fuera como nuestros corazones...
¿podríamos comer, o nos romperíamos los dientes?”

***

Paul miraba al pedazo de pan duro que había sobre su mesilla.
-Incluso a aquel grupo de abusones... No les odio. De verdad. He estado pensando. Quizá son así porque su vida es... De verdad que no les odio...

Tomó el mendrugo entre sus manos, mordió y una gran luz blanca lo invadió todo por unos segundos.

Parte 2: Historia 2


Damir, por edad, debería ir unos cursos más avanzado, pero resulta que lo que más le gustaba de los libros de texto era la manera en que ardían.

Se trataba de un joven alto, ancho de hombros, atlético y con gran carisma. Sabía cómo embaucar a las chicas y cómo manipular a los de su pandilla. Unas veces empleando palabras, otras empleando la fuerza, siempre lograba su propósito. Menos con Draga.
-No lo entiendo. Yo podría tener a quien quisiera... con sólo hacer así – chiscó los dedos.

Ron era, quizá, el único con el que compartía algo de amistad. Se trataba de un joven de su edad, también de cierta corpulencia y tan gamberro como él.
-Tú lo has dicho. Olvídala. Sólo es una piva más.
-Sólo una piva más. Es cierto.

***

A la salida del instituto estaba toda la pandilla reunida. Se encontraban a unos diez metros de la puerta. Damir hacía chistes y los muchachos se los reían. Al alzar la vista vio a Draga, allá lejos.
-Hey, tronco. ¿Qué te he dicho? – le susurró Ron al oído.
-Sólo es una piva más – contestó Damir en el mismo tono.

A Draga se le había acercado un chaval y ambos hablaban amistosamente. Luego la chica tomó un camino y el chaval otro.
-¿Qué os parece si vamos a divertirnos un rato? – propuso Damir.
-¿Qué estás pensando?
-Hagamos que un pringao nos pague unas cervezas.

La pandilla avanzó hasta alcanzar al chaval que instantes antes hablara con Draga. Lo rodearon y le empezaron a zarandear. Luego le pidieron dinero. El chaval se negó.
-El que tengo no es mío. Me lo ha prestado mi madre y tengo que devolvérselo.

Los otros se rieron. Damir, furioso, abrió la mano y atizó la víctima. Nuevas risas. Ron imitó a su amigo. El muchacho rompió a llorar y les entregó la calderilla que traía consigo.
-¿Y esto es todo lo que tienes?
-Sí.
-No te creo…
-Es todo lo que tengo. ¡De verdad! ¡En serio!

Damir se remangó, levantó un brazo para sacudirle y... Alguien se interpuso.
-Vaya, si es nuestro compañero Paul. El repelente de Paul...
-¿Sabéis? Desde hace meses busco una excusa para sacudir a Paul.

A Paul le cayeron golpes hasta que Damir dijo:
-Esto empieza a ser aburrido. Vámonos a por unas cervezas.

***

Cuando Damir llegó a casa encontró a su madre dormida en el sofá, con la tele puesta, un cigarrillo aún humeante en una mano y una botella en la otra. La miró fijamente durante un rato. De seguido le quitó la botella y el cigarrillo. Se fue a la cocina, vació la botella y apagó el pitillo, tirándolos después a la basura. Apoyando la espalda contra la pared, se dejó caer sobre los talones y se puso a llorar.

***

Cierta noche dio un paseo por el barrio, disfrutando del frío nocturno, del silente respirar de la ciudad. Sentía como si estuviera él solo en el mundo... Al cruzar una esquina llegó a la plaza de La Mesa Solitaria. Se trataba de un lugar normalmente inhabitado. Había una mesa redonda en el centro. Soplaba brisa.

Poco a poco se fueron levantando murmullos.

Damir se detuvo. Miró a la mesa. No, allí no había nadie, no podían provenir de allí.

Mas los murmullos iban en aumento. Ahora podía distinguir, incluso, una alegre musiquilla de fondo.

Damir miró fijamente. Un leve escalofrío le recorrió el cuerpo.

Ya podía escuchar claramente las carcajadas, los aplausos, las canciones que cantaban... De pronto aparecieron los espectros sentados en derredor de la mesa. Todos vestían túnicas blancas. Damir quería marcharse, pero estaba tan confuso que no se movió. Entonces, tres de los espectros se volvieron hacia él y ¡los reconoció! El muchacho al que le había robado dinero, Paul y Draga le miraban fijamente. Cuando se levantaron y caminaron hacia él, Damir echó a correr espantado.

***

Desde entonces apenas dormía. Tenía los nervios a flor de piel. Su rostro estaba demacrado. Diríase que de un momento a otro iba a darle un ataque. Iba a clase y se sentaba en el rincón más alejado al resto. No decía nada. Ya no causaba problemas, ni usaba la fuerza. Ahora temía a todos.

Una noche convenció a Ron de que le acompañase.
-Los he visto... Los he visto... – repetía durante el trayecto.

Sin salir de la calle que conducía a la plaza de La Mesa Solitaria, Damir se apretó contra la esquina y asomó la cabeza, temeroso. Luego volvió a esconderse.
-¡Ahí están! Otra vez, ¿los ves? ¡Están ahí!
-Yo no veo nada. Absolutamente nada.
-¿Ni siquiera los oyes? ¿No puedes escuchar sus risas infernales?
-Ahí no hay nadie. Vámonos a casa.
-Pero están ahí...

***

La abuela y el nieto comían con aparente tranquilidad en la mesa camilla.
-Abuela – dijo Damir, - ¿tú crees en los espíritus?
-Todos tenemos un espíritu.
-No me refiero a eso. Quiero decir: fantasmas.
-Últimamente se habla mucho de fantasmas. De apariciones y desapariciones... Una no sabe lo que creer. De todos modos no creo que haya que darle mucha importancia. Tú trata de ser un buen muchacho en todo lo que hagas.
-¿Qué quieres decir?
-Que busques siempre la Verdad.
-¿La Verdad?

Damir bajó los ojos. Su voz se volvió trémula, contrita.
-Abuela. No soy un buen nieto. Me meto en líos, abuso de los débiles, me emborracho... y, bueno, ya sabes cómo ando en los estudios... Nunca te digo la Verdad de lo que hago. Siempre te miento…

La anciana le miró fijamente. Una lágrima resbaló por su mejilla.
-¡Ojalá tu madre me hubiera dicho algo así a tu edad!
-Entonces, ¿no estás enfadada conmigo?

La mujer se levantó y abrazó la cabeza del nieto contra su pecho.
-Cuando me has empezado a hablar me he sentido defraudada, pero... ¿quién no ha obrado mal en su vida? Eres mi nieto. Estoy obligada a perdonarte, ¿no?

Parte 3: Dos historias que se unen

Aunque había intentado explicarles lo acontecido, sus padres no lo comprendían, de modo que Paul se rindió:
-Está bien. Lo haré delante vuestra, para que veáis por vuestros propios ojos. Pero no os asustéis, estaré bien, os lo prometo. ¡Hasta mañana!

El joven extrajo un mendrugo del bolsillo y se lo llevó a la boca. Entonces todo él comenzó a iluminarse, a brillar fluorescentemente… y repentinamente desapareció.

La madre se puso a gritar, aterrada, abrazándose a su esposo. El otro, absorto, dijo:
-Es cierto… ¡Lo que nos ha contado es cierto! Entonces… Realmente es algo bueno.

La mujer se calmó y le miró dubitativa:
-Si todo lo que nos ha contado tu hijo es cierto – prosiguió él, - entonces es que no está loco, ni le han raptado, ni nada de eso. Al revés, Paul es afortunado…
-Pero… él no está.
-Mañana por la mañana regresará.
-Pero necesita descansar…
-Mujer, ¡qué cosas tienes!

***
-La Verdad. Lo importante es descubrir la Verdad... Tengo que descubrir...

Nuevamente, Damir se agazapaba en la esquina que daba a la plaza de La Mesa Solitaria, a la espera de los fantasmas. No vio a nadie, de modo que abandonó su guarida y se fue acercando a la Mesa Solitaria sigilosamente.
-No hay nadie… Todo es fruto de mi imaginación… He tenido mucho estrés – iba diciendo.

Llegó a la altura de la mesa y todo seguía en calma. Reuniendo valor, tocó con un dedo. Al no pasar nada, empezó a reír y a tocar con la mano entera. Luego con las dos manos. Su risa se volvió histérica.
-No hay nada… sólo es mi mente, ja, ja, ja… Estoy como una regadera, ja, ja, ja…

Entonces se subió a la mesa y comenzó a taconear, mientras reía…. De pronto unas palmas le acompañaron. Y las voces de un montón de chavales riéndose y animándole a seguir taconeando… y los jóvenes que vestían con túnicas blancas se hicieron visibles. ¡Estaba rodeado!

Damir se cayó de culo. Mirase donde mirase había muchachos y muchachas que reían y cantaban. Poco a poco, las risas fueron cesando. Los ojos se clavaron en él. ¡No había escapatoria! Sin embargo, el joven de la túnica más brillante y limpia se subió a la mesa, se acercó a Damir y le abrazó.
-No temas – dijo.

Luego le ayudó a levantarse y a bajar de la mesa. Pidió una silla y se la trajeron.
-Siéntate ahí, con los demás.

Damir ya no tenía miedo, estaba estupefacto. A un lado tenía a Paul. Al otro, el desconocido zagal a quien agredió inicialmente. Ambos le miraban. El zagal abrió los brazos. Damir escondió la cabeza, como si fuese a recibir un golpe… pero recibió un abrazo… y se echó a llorar.
-Lo siento… - dijo entre lágrimas.

Luego se giró y se abrazó con Paul.
-Lo siento… estoy avergonzado….

Pero los otros no querían lágrimas.
-Lo pasado, pasado está.

Entonces alguien entonó una canción y todos empezaron a corearla, pasándose los brazos por los hombros unos a otros, sin excepción.

Damir se dio cuenta de que, por algún motivo, él también conocía esa canción, y se puso a cantar imbuido de alegría, mientras miraba en derredor. No había ni una cara triste. Todos eran felices allí. Cuando acabó la canción, un par de chavales se subieron a la mesa y empezaron a bailar break-dance. El resto aplaudía y reía.

Una mano se apoyó en el hombro de Damir. Cuando el muchacho se giró, vio a Draga, que le invitaba a levantarse. Él se levantó, la chica no quitó la mano de su hombro. En vez de eso, sin decir nada, atrapó con la otra mano la palma del joven, alejándole un par de pasos de la Mesa. Él puso la que le quedaba libre en la cintura de la zagala y empezaron a girar. Las risas de Damir ya no eran histéricas, sino serenas. Reía y bailaba.

Los tres clientes

El joven camarero se acercó a su jefe y le susurró:
-¿Conoces a aquellos tres de ahí? - Se refería a tres amigos que, sentados en una mesa apartada, apuraban sus vasos entre risas.
Mientras el jefe respondía, el joven guardaba el dinero en la caja y cogía el cambio.
-Sí, los conozco. Vienen todos los años, justo un día antes de Nochebuena.
-¿Sabes lo que han hecho?
-Dime.
-Cuando les he ido a cobrar, han dicho en voz alta cuanto ha ganado cada uno a lo largo del año y el que menos dinero consiguió ha pagado la cuenta.
-Sí, siempre hacen lo mismo, desde hace veinte años.
-Y ¿no te parece que es un poco humillante?
-Si tienes algún problema, díselo a ellos.
-¿En serio? Son clientes, ¿no se enfadarán?
-Ve, y díselo. Llevan veinte años viniendo, no creo que dejen de hacerlo por una impertinencia tuya. Además, sólo vienen una vez al año. Si se van tampoco perderé nada.
El joven fue allí, les devolvió el cambio, carraspeó dubitativo y les espetó lo que pensaba. Los otros rieron de buena gana y le dijeron por qué lo hacían. El joven, con los ojos a cuadros, volvió donde su jefe.
-¿Qué tal?
-Me han dicho que eligen quién paga de manera que esto suponga el mayor regalo posible para los otros.
-Y el que menos cobra, al pagar, es el que hace el mayor regalo... Jóvenes... Siempre creyendo que conocéis los criterios de los demás y que podéis judgar al mundo...
-Puede ser – sonrió maliciosamente el joven. – Pero también me han dicho que por qué no me lo has contado tú, que ya lo sabes... Tú también...
-¡Clientes en la mesa cuatro, atiéndelos!

jueves, 11 de marzo de 2010

Ya no sube al autobús

Cuando, para ir al trabajo, empecé a tomar aquella línea de autobús, apenas me fijé en los rostros de la gente. Pero, poco a poco, algunos de estos se fueron volviendo conocidos. De una manera más o menos inconsciente, me fui aprendiendo incluso en qué paradas solían subir ciertos individuos y en cuáles se bajaban ciertos otros.

Había una mujer, a la que yo calculaba una edad entre los veinticinco y los treinta años, que solía entrar cuando yo ya había recorrido la mitad de mi trayecto, y se bajaba en mi misma parada. Recuerdo que una vez me aparté para que ella bajara primero y que me dijo un escueto:
-Gracias.

Era una joven de mirada firme y escasa altura. Parecía seria y educada. Transmitía cierta sensación de energía contenida, de viveza controlada. Como de alegría interior y serenidad exterior.

En ocasiones, cuando me retrasaba un poco, al llegar a su parada, ella ya no estaba. “Probablemente”, pensaba, “haya cogido el anterior autobús”. Con frecuencia, en estas ocasiones, al bajarme al final de mi trayecto, la veía sentada, esperando a otro vehículo. Allí concurrían varias líneas y ella probablemente hacía trasbordo.

Me acostumbré a ver sus ojos claros hasta el punto de que, a pesar de ser una completa desconocida, tenía que refrenarme para no saludarla como a un colega. Incluso me acostumbré a su abrigo negro.

Un día no la vi subir al autobús. Tampoco la vi al bajarme yo. Me resultó extraño, pero era algo que podía ocurrir, “se habrá retrasado, o yo me habré adelantado”. Sin embargo, tampoco la vi el día siguiente, ni al otro… Han pasado ya varios meses, y no ha vuelto a coger el autobús.

Últimamente, al mirar la prensa, vemos cómo el paro ha aumentado en tantos miles… otra vez. Y yo, al pasar por su parada, siento un vacío, una angustia… ¿Seguirá siendo su mirada firme, o se habrá vuelto trémula, dubitativa y acuosa? ¿Seguirá su presencia transmitiendo esa energía latente, o ahora transmite miedo y desesperación? ¿Madrugará para ir al quiosco a por noticias laborarles, entrará en las bolsas de trabajo de Internet o, resignada y deprimida, se quedará dando vueltas en la cama, hasta mediodía?

No creo que la vuelva a ver. Sería mucha casualidad que volviera a coger el mismo autobús, a la misma hora que yo. Puede que haya encontrado otro trabajo. Puede que simplemente cambiase de horario. Puede que su empresa se haya mudado de sede… Pueden haber pasado tantas cosas… Pero yo sigo sintiendo cierto vacío, cierta angustia, cada vez que llega su parada… y ella no entra.

viernes, 19 de febrero de 2010

Frivolidad

A Fulana le llegó la Fiesta de la Vida y los demonios y los ángeles fueron a visitarla. Entonces, el Jefe de los Ángeles le dio un regalo, cuidadosamente encerrado en una hermosa envoltura. Cuando recibió el regalo, se le acercaron todos felicitándola. Los ángeles querían que Fulana abriera el regalo, para ver qué había dentro, pero los demonios empezaron a alabar lo bien que éste había sido envuelto, la belleza del papel usado, la delicadeza de los cordones y hasta los más ínfimos detalles de la rosa que tan cuidadosamente había puesto allí el mismísimo Jefe de los Ángeles. Sí, los demonios alababan aquel trabajo y felicitaban a Fulana por ser la poseedora de un regalo tan bien envuelto.

Los ángeles querían que Fulana rompiera el envoltorio y descubriera el regalo de dentro.

-Seguro que vale mucho más, seguro que es único e irrepetible – insistían en decir, pues confiaban en su jefe.

Fulana preguntó qué debía hacer al Jefe de los Ángeles. Él respondió:

-Yo te he hecho un regalo y me gustaría que lo aceptaras, pero lo que hagas con él entra dentro de tu libertad.

Entonces Fulana preguntó a los demonios y estos respondieron:

-Eres la más afortunada porque tu regalo tiene el más bello envoltorio. Todos querrán venir a visitarte, a asombrarse de tal belleza y a felicitarte a ti, porque tú, y no ellos, eres quien tiene este hermoso envoltorio. Nosotros mismos te felicitamos por haber recibido un regalo tan bien envuelto. Pero si quieres saber lo que hay dentro, tendrás que romper la envoltura y toda su belleza se perderá y entonces nadie te alabará ni te reconocerá. Al contrario, si se enteran de que echaste a perder tanta belleza, se reirán de ti y te verán como una tonta.

Fulana pensó que todo aquello era Verdad y decidió colocar el paquete, sin abrir, en el lugar más visible de su casa. Nunca supo en qué consistía aquel regalo divino.

lunes, 15 de febrero de 2010

Y no eran amigos

Ni las altas temperaturas podían apartar a la gente de allí. La puerta del “saloon” estaba destrozada. En torno a ella se amontonaban hombres y mujeres. Había otros que preferían mirar a través de las ventanas. Uno de ellos era John “el Frío”, quizá el sheriff con mejor fama de la zona. Rápido con el revólver, compasivo, valiente... Por eso los vecinos le preguntaban:

-¿Va a entrar ahí?
-¿Qué piensa hacer?

Pero John sólo devolvía una mirada silenciosa. Sin embargo, los demás insistían e insistían, por lo que terminó gruñendo:

-¿Queréis dejarme pensar tranquilo? Ya me gustaría poder resolver esto como de costumbre: sacar al individuo a la calle, retarle a un duelo, desarmarle de un disparo... y decirle que se marche y no vuelva más... Pero, ¿cómo voy a retar a...? ¡Eso! ¿Cómo voy a sacarlo de ahí? ¿Cómo creéis que podría hacerlo...?

Entonces se montó un revuelo:

-Pero usted es el sheriff, tendría que saber...
-¿Qué tendría que saber? Ni siquiera sabía que estas cosas existían... Ese... Las alas de ese bicho miden como... como... ¡Rayos!, su cabeza es más grande que un hombre.
-Y ¿por qué no se lo toma como si fuera un toro?, un toro muy grande... muy, muy grande...
-O mejor, una especie de encierro...
-Pero... ¡pero estáis locos! ¿De qué cuernos habláis?

Los habitantes estaban tan ensimismados que no vieron acercarse a un hombre montado a caballo. El recién llegado, cuyos rasgos faciales adivinaban su origen oriental, vestía como un cowboy, incluido el sombrero, llevaba revólver al cinto y fumaba tranquilamente un cigarrillo. Desmontó, ató al caballo junto al abrevadero y fue andando hasta el “saloon”.

-Yo entraré – dijo tirando el cigarrillo y pisando la colilla.

Le abrieron un pasillo entre murmullos:

-Un chino...
-¿De dónde demonios habrá salido?
-Papá, ¿por qué tiene esos ojos tan raros?

Una vez dentro, saltó la barra y se sirvió un whisky con hielo. Volvió a saltar la barra, puso los brazos en jarra y echó un vistazo al local. El ingente dragón reposaba ocupando la mitad del espacio. Las mesas y sillas habían sido derribadas o destrozadas a su paso, de modo que el hombre tuvo que levantar una mesa para poner la bebida. Seguidamente acercó una silla y se sentó a horcajadas, con el respaldo por delante.

-¿Por qué tuviste que escapar? – le preguntó a la criatura.
-Sabías bien que no podía aguantar más allí.
-Tómate tu tiempo y volvamos. Eres la mejor atracción. Sin ti perderemos clientes...
-Yo no soy un animal de circo. Quería volver a ser libre... Pero ese... Hizo que me dispararan dardos...
-¿Y qué pueden hacer unos dardos a una criatura de quince metros de grande? – preguntó mientras se llevaba el vaso a la boca.
-Envenenarlo... – La mano del whisky se detuvo.
-Ya veo... – Tras respirar profundamente bebió un buen trago y se giró hacia la mesa donde había dejado la botella. Recargó la copa al tiempo que el dragón decía:
-El dueño siempre tuvo mano dura...
-Pero tú eres la mayor atracción del circo.
-Me estoy muriendo, Pistolero Infalible, lo creas o no...

El Pistolero Infalible se bebió otro trago.

-Me gustan estos whiskys... Creo que es el clima: hace que cualquier cosa sepa bien – comentó. Luego cambió el tono – Entonces habrá que buscar a alguien que te sustituya... ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en morir?
-¿Cómo puedes ser tan cruel...?
-Cuando tú mueras tendré que volver... Si no lo hago, mandará a Mc Clain... y ese tío no hace prisioneros.
-¿Es que no quieres volver...?

El Infalible miró el vaso.

-Creo que este whisky ya no me sabe tan bien...

El dragón mostró su última sonrisa:

-Me gustaba el número del Pistolero Infalible. ¡El más rápido del oeste! ¡La mejor puntería! Trataba de verlo siempre que podía, mirando entre alguna rendija... Te las apañarás bien sin mí, Infalible.
-Siempre me las apañé bien sin ti... Tan sólo te conocí hace dos años. No es suficiente para forjar una verdadera amistad. La amistad necesita más tiempo... ¿verdad?
-¿Y cuánto tiempo necesita? – El otro no respondió, de modo que el dragón pasó a un nuevo tema. – Mi religión dice que cuando los dragones morimos, nos convertimos en estrellas... Pero, ¿qué hay de cuando mueren las estrellas?
-Vaya preocupación más absurda. Probablemente yo muera antes que tú. Seguro que Mc Clain ya está en camino. Y si no lo estuviera... es lo mismo. Ya he vivido demasiado. Digan lo que digan, treinta y cinco años son suficientes para mí...
-¿Qué estás diciendo?
-Mientras entraba aquí los curiosos me llamaban “chino”... Estoy tan lejos de mi tierra que ni siquiera me llaman extranjero. Me llaman “chino”. ¿Qué tengo yo de chino?

Ambos guardaron silencio unos instantes.

-Gracias por venir – dijo el dragón. – No quería morir solo.
-Pues morirás solo. Ya he perdido muchas cosas en mi vida. Tú no serás una más. No te daré tiempo. Dicen que el sheriff de este pueblo es rápido. ¡Comprobémoslo!

El Infalible salió del “saloon”. El dragón trató de seguirle, pero apenas pudo alcanzar la puerta: las patas ya no le respondían.. En aquellos momentos nadie le prestaba atención. Todas las miradas se centraban en “el chino” que, poniéndose en mitad de la calle, gritaba:

-¡Sheriff! ¡Sheriff! ¿Dónde está el maldito sheriff?
-Estoy aquí, chico...
-¡Vosotros habéis envenenado a mi amigo!

El dragón trató de decir algo, pero la voz no le salió.

-¡Vosotros le habéis envenenado y yo tomaré venganza! – clamaba el Infalible. - ¡Sheriff, si no sales al centro de la calle para tener un duelo en condiciones, empezaré a disparar contra las mujeres y los niños!

John el Frío hizo lo conminado. Todo el mundo guardaba silencio. Aquel era un pueblo pequeño, en mitad del desierto. El sol golpeaba con fuerza en las cabezas de todos. Una calma tensa surcó la calle... Y entonces un par de rápidos movimientos, el sonido como de dos truenos muy seguidos... El revólver del Infalible voló por los aires. También el sombrero del sheriff.

-¡Ha muerto! – dijo un niño. - ¡El dragón ha muerto!

El Infalible se dejó caer de rodillas. Se miraba la mano con rabia.

-A la mano... Me ha disparado a la mano... ¿Quién le manda dispararme a la mano? – gritó antes de ser golpeado por la culata de un rifle.

Los ayudantes del sheriff le arrastraron hasta su caballo y le montaron en él. Luego lo espolearon, despidiéndose al grito de:

-¡Y no vuelvas nunca más por aquí, maldito chino, o el sheriff no tendrá piedad de ti la próxima vez!

John buscó su sombrero. Mientras lo recogía se le acercó una mujer:

-Menos mal que usted es el más rápido.

El sheriff le mostró el agujero de bala que tenía el sombrero.

-¿El más rápido? ¿Usted cree? Ese chino falló el tiro aposta.

El gruñón ignorante

Cuando llegué a aquel pueblo tropecé con un anciano que iba mascullando su mala suerte y me le quedé mirando.

-Ese, el Perico, siempre se está quejando. Es un gruñón y un ignorante – me dijo un oriundo.

Siempre me ha gustado, cuando llego a algún sitio, antes de ir a ver los grandes monumentos y construcciones, buscar el lugar de reunión popular. Y así descubrí “El Cobertizo”, que era el barucho donde se juntaban los más burros de la vecindad.

Mientras hablaba y bebía con los trabajadores del campo, apareció nuevamente “el Perico”, gruñendo y maldiciendo su mala suerte.

-Buenos días, Perico – le dijeron desde la barra.

-Buen ánima a todos – contestó él.

No tardaron en arrimarse a mi oído y susurrarme:

-¿Ves qué ignorante, que no sabe decir “buen ánimo” siquiera?

-¿Hoy tampoco te quedas un rato? – le preguntaron.

-¡Qué más quisiera! Yo es que tengo muy mala suerte. Todo me ocurre a mí. Vengo para tomarme un trago y descansar un minuto que, si no, no llego.

Se tomó una copa de orujo de un trago, soltó un suspiró y puso pies en polvorosa.

Como me habían hablado tanto de él, me picó la curiosidad y decidí seguirle. Pronto se percató de mi presencia y preguntó:

-Ay hijo, ¿qué es, que me estás siguiendo?

-Sí, bueno... esto... yo...

-Nada, nada, si no es ná malo lo que estás haciendo. Que me viene bien que me acompañes, a ver si me echas una mano, tú que eres joven.

-Si me dice primero de qué se trata...

-Si no tienes buen ánima no vengas, ¿eh?, que los vagos no me sirven.

-Está bien, no se ponga así, yo le ayudo.

-¡Pero con buen ánima!

-Con buen ánimo, querrá decir.

-Ay, hijo, yo no sé lo que es eso. Yo sé que es el ánima, pero no sé lo que es el ánimo.

-¿Y qué piensa usted que es el ánima?

-Pues esa cosa que te mete Dios pa’l cuerpo, que como es cosa divina, si está bien todo está bien, y ya más ná necesitas. Pero como esté mal, todos los dolores te duelen.

-Pues me dicen que usted se pasa el día gruñendo.

-Ay, si es que me pasa todo a mí. Que no puedo ni descansar un rato.

-Pues cuénteme, ¿qué es lo que le pasa?

-Vale, pero andando, que no llegamos... Mira, te pondré un ejemplo de lo que me ha ocurrido esta mañana. Iba yo a tomar un trago a “El Cobertizo”, pa’ jugar a las cartas con la gente, y esas cosas... Que a tol mundo le gusta. ¿O no? A ti también, ¡pájaro! Pues ¿no voy y me encuentro con el abrevadero partío por la mitad? Que esta es una región ganadera. Mira, ¿ve allí en aquel monte? Vacas ¿Y allí? Más vacas. Pero esas son pa’ la leche. Y ¿dónde beben todas? En el abrevadero de este pueblo. ¿Y no voy yo y tengo la mala suerte de verlo roto?

-Pero hombre, eso no es problema suyo...

-¡Ay que no! Si no lo hubiera visto, no lo hubiera sido. Que cuando muerto, me hubiera preguntado el Señor: ¿Perico, por qué no arreglaste el abrevadero? Y yo le hubiera contestado: No lo vi, Señor, es que no lo ví... Pero es que sí lo vi. Sí que lo vi. Y cuando muera, ¿qué le digo yo al Señor? Porque él lo sabe todo. Y sabe que yo vi que el abrevadero estaba roto y alguien tenía que arreglarlo, y yo no quise... ¿Qué le dirías tú? Na`, pues claro. Así que me fui a la carpintería, a por materiales pa’ arreglarlo. Y allí estaba la Martuca, la pequeña de Camposanto, y me dice que todavía no se sabe los colores. ¡Fíjate qué mala suerte la mía! Aunque también habría que preguntarle a los profesores, que esa niña no es muy lista, pero ya tendrían que haberle enseñado los colores. Pues nada, toda la mañana me la pasé para enseñarle el rojo, el amarillo y el azul. Y mañana me toca más, porque se le habrán olvidado... y tendré que enseñarle alguno otro, como usted comprenderá, porque con tres colores no se pué vivir... Así que a mediodía no pude irme a casa, porque todavía me faltaba el abrevadero. Que tuve que rehacerlo casi entero, porque el agua se colaba por los lados, y allí las vacas no podían beber.

-Pero comió por la tarde...

-Ay, hijo... ¿Que no voy para casa y oigo un lamento? Que estaba la plaza con otras personas y yo pregunté: “Pero ¿es que no oís el lamento?” Pero se ve que en ese momento estaban todos con el ánima mala, y nadie quiso ir a ver de dónde venía. Así que tuve que ir yo. Y es que resulta que la viuda del Andrés se había puesto mala. Y como a mí me ha tocado atender ya a más de una viuda enferma, pues sé lo que hay que hacer en estos casos. Pero, fíjate mi mala suerte, que va la mujer y se muere. Que yo le dije a Dios: ¿pero Señor, no podías haberte esperao un poquito, que tiene mi esposa la comida ya fría en la mesa? Pues nada. Que yo no sé lo que hago mal, que el Señor me está poniendo tol día a prueba. Y otra vez que me tocó preparar el entierro. Ya he llamado al cura y a los de la funeraria...

Cuanto más hablaba el hombre más escamado estaba yo. Pensaba que este exageraba, que, por como lo trataban, tenía que estar mintiéndome. Pero entonces llegamos a una casa y en una habitación reposaba el cadáver de una anciana, vestida de negro. Perico puso los brazos en jarras, aunque no duró mucho así.

-Necesita un Rosario, pa’ ponerle entre las manos. Seguro que tiene alguno en algún lugar. Tú busca por el comedor, que yo miro en esta habitación... ¡Pero con buen ánima, eh!

Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, me preguntó si tenía yo alguno. Mi respuesta fue negativa.

-¡Pero será posible! Ni un poquito de buena suerte... – dijo mientras se marchaba.

-¿Adónde va?

-¿Pues a dónde va ser? A por el Rosario de mi mujer, que ya le compraré otro.

Esperé junto al cadáver. A su regreso, Perico trajo consigo a la esposa, la cual puso un Rosario entre las manos de la muerta. También le acompañaba el sacerdote y no tardaron los de la funeraria. Dimos sepultura a la anciana aquella misma tarde. Perico fue el que corrió con los gastos.

Había caído la noche cuando acabamos.

-Muchacho, muchas gracias. Pero ahora te tengo que dejar. ¡Que me cago en mi suerte! ¿No voy y me encuentro que la casa del cojo Juan tiene goteras por un agujero en el tejado? Y tenía que ser el cojo, que no puede subirse allí arriba...

Algo se removió en mi interior. Sentía vergüenza y alegría a un tiempo, por haber conocido al viejo Perico.

Cuando regresé a “El Cobertizo” y les solté:

-¡Aquí hay mucho gruñón y mucho ignorante, pero nada de eso es Perico! – empezaron a caerme palos por todos los lados, hasta el punto de que en dos minutos me habían sacado del pueblo a patadas. Todavía les quedó tiempo para espetarme:

-Mira que dejarte convencer por este zoquete... Eres el viajero más tonto que hemos conocido.

No me volvieron a dejar entrar, pero yo, cada vez que mi camino pasa cerca, me quedo un rato mirando con la esperanza de ver, siquiera a lo lejos, al santo gruñón.

No quiero fuegos artificiales

Los fuegos artificiales, las sonrisas de plástico y las luces de neón
me dan ganas de vomitar.
No quiero fiesta, sino alegría.
No quiero sonoras carcajadas, sino buen humor.
No quiero un “te quiero”, sino un amor.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Los amantes de fuego

Cuando los dos amigos llegaron al pueblo, lo primero que hicieron fue buscar dónde calmar la sed. Preguntaron a un anciano por un bar y este les respondió con sorna:

-En la Plaza de los Cuatro Caños podréis echar un buen trago. Hay una buena fuente.

-¿Nos podría indicar cómo llegar? – preguntó Aresio, el más cerebral y práctico.

-Pues mira, os metéis por ese callejón de allí, ¿veis? Y salís a la plaza de los Amantes de Fuego. La atravesáis y continuáis hasta la siguiente calle. La primera, no. La segunda a la izquierda y veréis una plazuca con una fuente en medio. Esa es.

-Muchas gracias –sonrió el mismo Aresio de antes.

Mateo era más tímido y solía ir un paso por detrás de su amigo. Cualquiera que los viera a simple vista, sólo a simple vista, podría pensar que Mateo era la sombra de Aresio.

Al llegar los amigos a la plaza de los Amantes de Fuego descubrieron con asombro una gigantesca estatua en la que estaban representados un hombre y una mujer abrazados, en feliz pose, al tiempo que eran devorados por las llamas.

-¿Quién lo diría, en este pueblo perdido...? – dejó caer Aresio, boquiabierto. Luego, retomando la seriedad, se dirigió al otro: - ¿Recuerdas por dónde dijo el viejo que había que ir?

Mateo se encogió de hombros y viró la cabeza a un lado, con la fortuna de que descubrió un bar. Estiró el brazo para avisar a su amigo y justo antes de tocarle se llevó un fuerte calambrazo.

-Estás cargado de electricidad estática, compañero – le soltó, jocoso, Aresio.

-Ahí hay un bar – indicó Mateo con la frente, todavía observándose la mano.

-Es verdad. Pues mejor. Vamos allá.

Una vez en el bar se sentaron junto al ventanal. Mientras les servían, lanzaban miradas a los Amantes de Fuego. Cuando el camarero, un hombre de mediana edad, trajo el refrigerio, comentó:

-Veo que os llama la atención la estatua. Los que venís de fuera nunca esperáis una cosa así, en un pueblo como este.

-Le seré sincero: No lo esperábamos en absoluto.

-No te preocupes. Es un pueblo pequeño y medio abandonado. Es normal. Yo he estado viviendo unos años en una ciudad grande, como Burgos. Os comprendo perfectamente.

-¿A qué se debe la estatua? – inquirió Mateo.

-Es una leyenda. Aunque algo de Verdad debe haber en ella, porque la contaban nuestros abuelos con todo convencimiento, y se ponían como testigos de la misma. Es una historia sencilla, breve. Nos decían que esos que están ahí representados eran dos jóvenes de este pueblo que se amaban ardientemente. Cuando iban a casarse, a él le mandaron a la guerra de Marruecos. Y durante un periodo de tres años se estuvieron anhelando el uno al otro. Muchos amantes habrían perdido el interés después de tanto tiempo pero, según dice la leyenda, en ellos la separación obró de acicate, e incrementó el deseo y el ardor. Al parecer se escribían largas cartas y, según insistían los ancianos en contar, cada carta era más intensa y apasionada que la anterior. Así que, cuando él volvió, se fundieron en un abrazo tan caluroso, tan ardiente... que ardieron, literalmente... y murieron incinerados.

-¿Ocurrió de verdad? – preguntó Mateo, mirando la estatua con los ojos abiertos como platos.

-Bueno, eso dice la leyenda... Las tumbas están en el cementerio, a la entrada del pueblo. Sí que murieron el mismo día, según la inscripción... – el paisano observó la sonrisa de Aresio y tras un sutil estertor cambió de tono. – Pero yo creo que no fue el amor, sino la electricidad estática. En este pueblo siempre ha habido mucha electricidad estática. Por alguna razón, la electricidad estática debió ser mayor de lo habitual y el calambrazo prendería alguna muselina o alguna tela que llevaran puesta y que ardiera con facilidad... Y los desgraciados ardieron. Eso es lo que pienso, pero primero cuento la leyenda porque gusta más a los turistas.

-Hace bien – contestó Aresio. – Mi compañero siempre ha sido un poco crédulo, pero su explicación tiene mucha lógica y la leyenda no deja de ser curiosa. Pobres desgraciados, después de tres años... En fin...

Aquella misma tarde los amigos partieron hacia el Ocaso y, mientras caminaban, recordaron la historia que les habían contado.

-Como fantasía hay que reconocer que es bonita – soltó Aresio.

-Mira que eres ingenuo. Luego dices que yo soy el crédulo.

-Hombre, si hubieras visto la cara de bobalicón que se te puso... como si de verdad creyeras que ardieron por amor....

-El camarero lo creía así, pero al verte a ti rectificó y dio una explicación aparentemente racional.

-¿Aparentemente? Tú me pegaste un calambrazo antes de entrar al bar. ¡Claro que hay electricidad en este pueblo!

-¿De verdad crees que la electricidad estática era tan grande a principios del siglo XX? Si te hablan de amor ardiente, piensas que es una fantasía. Pero si te cuentan la misma historia, con palabras más científicas y un barniz de racionalismo, entonces te la crees. ¿No ves que es la misma historia con el mismo misterio? Y, sin embargo, los testigos creían en la primera versión.

-Pero ¿cómo van a arder de amor?

-Eso mismo digo yo: ¿Cuánta gente conoces que haya muerto por la electricidad estática? ¿Conoces algún caso aunque sea por boca de terceros? No sólo nadie muere por la electricidad estática, sino que a principios del siglo XX apenas había aparatos eléctricos, por lo que es imposible que murieran de un ataque de malvada electricidad estática.

-Ya, y es más racional pensar que murieron de un ataque de pasión amorosa. Ya veo por dónde va tu lógica. La verdad, no sé que entiendes por “razón”.

Durante largo rato anduvieron en silencio. Ya se había puesto el Sol y refulgían las primeras estrellas, cuando Mateo susurró:

-Te equivocas al pensar que “razón” y “corazón” caminan mejor separados.

Tras ello sopló el céfiro silente, como sentencia.

jueves, 4 de febrero de 2010

¿Enamorados?

Esta noche he visto algo que me ha llamado la atención: Mientras esperaba a las personas con las que había quedado, ha pasado por delante mía una pareja. Me he fijado en ellos porque, como era de noche, no veía bien si se trataba de mis compañeros o no. Antes de que llegaran a mi altura se ha puesto a llover. Yo estaba a buen resguardo, pero ellos no. Se han detenido y han abierto sendos paraguas. Luego se han cogido de la mano y han continuado caminando. Supongo que preferían mojarse la mano un rato que compartir protección. ¿Dónde queda el amor que lo comparte todo? Me he imaginado a las parejas que aprovechaban los días de lluvia para acurrucarse el uno contra el otro, compartiendo techumbre de tela y varillas. Luego les he mirado a ellos, dándose la mano... pero tan separados... y me ha parecido que caminaban en soledad, el uno sin el otro.