jueves, 30 de julio de 2009

La estulticia

En un salón, que de superlativo nada tenía, sentados en el sofá, los pies sobre la mesilla de cristal y mirando al televisor, se encontraban los dos seres humanos, supuestamente jóvenes y vitales, probablemente fémina y varón. En la tele una mujer tiraba de los pelos a otra, mientras se intercambiaban tacos de todo tipo, ante la supuesta impotencia de una presentadora que se simulaba desbordada por la situación que ella misma había provocado. Los dos jóvenes poseían una boca abierta, que les hubiera despojado de todo síntoma de inteligencia, de no ser porque el resto de la cara, y en concreto los ojos, carecía de cualquier atisbo de esta. Si se querían o no era imposible de saber. Lo único que se podía sacar en claro era que tenían un punto común de estulticia.

Poco se podía ver en el piso, anocheciendo en la calle y con la luz propia del televisor como centro gravitatorio de toda existencia.

En sus manos se adivinaban sendos trozos de pizza, cuya caja de cartón se postraba entre las piernas de ambos. Dicha manducatoria dilucidaba algo malsano en aquel lugar, pero ni el más agudo de los ojos podría averiguarlo con total certeza.

Lo cierto es que existen momias con los ojos más cerrados y las mandíbulas menos abiertas, cuyo aspecto es más vital que el de aquellos dos.

El guitarrista de "Guzmán el Bueno"

Que hacía frío en la calle se deducía de sus gruesos ropajes, desatada la bufanda al cuello. Que le gustaba la música de su forma de tocar la guitarra y de su ingenua sonrisa. Aquella que no se le quitaba de la cara ni aun viendo como los viajeros pasaban, en su mayoría, indiferentes. En el suelo postraba la funda de la guitarra, junto al pequeño amplificador que se enchufaba al instrumento. En esta, aunque la soñaba algún día llena, jamás había tenido más de diez euros en monedas. Y eso se deducía, no sólo de que aquel día había un total de siete piezas – dos de cincuenta céntimos y el resto de cinco o menos –, sino, también, por lo roído de los bajos de sus vaqueros, o las deportivas sucias y viejas. Otra deducción que se hacía era que le importaba más su música que su ropa, pues la guitarra relucía a pesar de las muchas horas que la había hecho sonar.

Miraba a los pasajeros con ojos claros de grandes ojeras por sombra. Y de su música recobraban las pupilas la dignidad: La música le permitía mirarles a todos a los ojos, sin malicia, pero con dignidad... allí puesto, justo arriba de las escaleras que bajaban al andén de la línea seis de metro, en la estación de Guzmán el Bueno. De propósito en el lugar por donde tenían que pasar todos aquellos que quisieran hacer trasbordo con la siete.

Los corazones de la gente eran duros como diamantes y, aún así, él se mostraba alegremente amable en cada una de sus facciones, en cada uno de sus gestos, en cada célula, en la propia música que interpretaba. Casi feliz de estar allí. Probablemente su alegría devenía de saber que, por muy impertérritos que pudieran parecer al pasar a su lado, los viajeros guardaban silencio en el piso de abajo, contemplando los letreros que indicaban el tiempo para que llegase el siguiente tren, quizá temerosos de que cualquier sonido pudiera solapar las lejanas notas de blues que manaban de los dedos de un humilde guitarrista, quizá creyendo que el día en que dejase de existir música callejera, en el metro de Madrid, los techos se derrumbarían sobre sus cabezas.

El último deseo

La neblina que lo cubría todo se fue dispersando, lo que dio lugar a un paisaje casi inefable, de vivos colores, ruidos silentes, armónicos y olores de paz. Un hombre anciano se conformó delante suya.

-Pide lo que quieras – dijo. – Sólo un deseo te será concedido antes de la muerte.

Quiso pensárselo bien. El deseo perfecto, la petición adecuada... no se podía desperdiciar aquella ocasión. Pero el alma negó a la razón y los labios terminaron diciendo:

-Quiero volar. Sólo una vez. Sólo unas horas. Quiero volar con los brazos en cruz, dar vueltas en el aire, cabalgar entre las nubes, acercarme y alejarme del suelo... Quiero volar, por una vez, por unas horas...

Todo desapareció de pronto. El despertador llamaba con su timbre horrible antes del amanecer, como cualquier lunes. Ernesto lloró sentado al borde de la cama. Luego desayunó algo y marchó al trabajo. La vida de los adultos.

Aquella noche soñó otra vez. La neblina que se dispersaba, el viejo mago capaz de conceder cualquier deseo, las ganas de no precipitarse... y la precipitación.

-Quiero volar, sólo unas horas, sólo un día, sólo una ocasión...

Pero a la mañana siguiente no voló, sino que fue al trabajo a pie. Maleta en mano, vida de adulto.

En la noche precedente al miércoles soñó nuevamente. Frente al anciano esperó las palabras, pero el mago miraba con rostro severo:

-Te he concedido dos veces el mismo deseo. ¿Por qué no volaste?

Ernesto no dijo nada. Sólo miró al suelo avergonzado.

-Aún permanece en ti – agregó el mago.

Al despertar lloró amargamente. Pero la voz del viejo resonó con fuerza:

-¿Por qué no vuelas?

Supo entonces que serían aquellas sus últimas horas y el corazón se le impregnó de entusiasmo. Un millar de violines, violas y violonchelos interpretaron una dulce melodía, Ernesto volvió a ser un niño por dentro y el mundo... ah, el mundo se arrodilló a sus pies, pues Ernesto volaba, volaba, ¡volaba!, en la última hora de su vida.

El ladrón de joyas

Nos llevó a su casa de la playa en un vehículo de coleccionista. Había sido construido hacía cuarenta años, como deportivo de lujo. Por lo visto era muy caro. Pero yo ni sé de coches, ni quiero hacer publicidad, de modo que el modelo y la marca quedarán en la oscuridad.

Llegamos poco antes del atardecer, así que él mismo se encargó de preparar unos cócteles y servirlos en copas muy finas, para después llevarnos a las hamacas del pórtico. Pero duramos poco allí.

-Pienso dejarlo. Se acabó – dijo.

Hidalgo se incorporó y, mirándole a los ojos, declamó:

-¿A qué te refieres?

-Al trabajo... por llamarlo así.

-¿De qué estás hablando?

-Es una cuestión moral.

Hidalgo y yo nos echamos a reír. Yo le dije:

-¿Pero a qué viene eso de la moralidad, Pachón? Eres ladrón de joyas. No es lo mismo que quitarle el bocadillo a un niño. No has hecho daño a nadie, si lo piensas bien.

-Dejad que os lo explique.

Pachón entró en la casa y se detuvo en mitad del salón.

-¿Recordáis el rubí llamado “Pájaro de fuego”?

-Sí. Fue una operación bastante sonada. La policía estuvo tres meses intentando llevarte a juicio. ¿Por cuánto lo vendiste?

-Las cantidades en sí mismas no dicen nada. ¿Veis ese reloj de pared? Es decimonónico. Está restaurado. Me lo compré con el dinero del “Pájaro de fuego”.

-Es bonito – me acerqué para contemplarlo mejor. Las manecillas brillaban como el oro y los números como la plata. El péndulo amarillo se movía al son del “tic-tac”. Tenía unos dibujos a lo largo de la vara. Eran cuerpos humanos. En realidad toda la maquinaria estaba ornamentada. En las esquinas del armario también había motivos dorados.

-¿Os imagináis con qué delicadeza fue construido? ¿Os imagináis las manos de los artesanos? El esfuerzo que costó acabarlo. El cansancio de los trabajadores... Y, al fin, un maravilloso reloj.

-¿Insinúas que nosotros no trabajamos, no nos esforzamos? – inquirió Hidalgo.

-Oh, sí. Pero el nuestro es un esfuerzo vano.

-¿Cómo que vano? ¿Acaso no fue una obra de arte el robo del “Pájaro de fuego”?

-Hidalgo... ¿De qué sirvió ese robo? Una persona perdió una piedra inútil que acabó en manos de otra persona. ¿En qué hice avanzar a la humanidad?

-¿De qué estás hablando, Pachón? ¿Se te ha ido la cabeza?

.-No, Hidalgo... Al revés. Cada cosa que hay en esta casa, incluso la casa misma, es fruto del esfuerzo del trabajo de alguien. Un trabajo productivo... que yo no he realizado nunca. Es como si hubiera robado el esfuerzo, el sudor, a los que la levantaron. Les he arrebatado las horas que se dejaron en construirla... ¡Yo robé ese reloj de cuco! – finalizó señalando al objeto.

Hidalgo respiró profundamente y se dejó caer en el sofá.

-¿Me puedes traer un cenicero? – rogó, al tiempo que sacaba el tabaco del pantalón. Pachón, tras dejar cenicero en el brazo se sentó enfrente, en un sillón del siglo XVIII, rojo y dorado. Yo me senté al otro extremo del sofá de Hidalgo. El mechero encendió el cigarrillo.

Es de todos sabido lo mucho que el humo molesta a Pachón. Incluso Hidalgo, fumador ocasional, lo sabe.

-Veamos, Pachón.... – dijo el fumante. – Quieres dejar de traficar con joyas robadas... ¿Qué vas a hacer después?

-No lo sé. Me voy a entregar a la policía. Por eso os he mandado venir. La cosa va a estar muy revuelta. Os aconsejo que os marchéis de España por unos meses. Quizá por un par de años. Preferiblemente, a América. Dejad Europa.

-¡No me jodas, Pachón! – gritó Hidalgo, poniéndose de pie de un salto. - ¡No me jodas!

Yo me mantenía en silencio. Prefería no opinar. Realmente era un problema que el colega se entregara. La policía tiraría de la cuerda... Teníamos que marcharnos por un tiempo. Pero no podía reprocharle nada a Pachón.

-¿Te lo has pensado bien?

-Sí, Hidalgo. Pienso en ello a cada instante. Todo lo que tengo es fruto del esfuerzo de alguien...

-¿Acaso tú no te esforzaste en conseguirlo?

-Sí, pero no construí nada, no creé nada, no ayudé en nada a la sociedad...

-Veamos una cosa: Las joyas que robamos... ¿qué son?

-Dímelo tú, porque yo sólo veo piedras inútiles.

-Son el símbolo del robo de los ricos sobre los pobres. Son el símbolo del que quiere sentirse superior al resto. Son un símbolo, en definitiva, de poder... y por tanto, de opresión.

-Eso lo sé. Llevo dos décadas en esto. Más de la mitad de mi vida.

-Bien. Entonces, estarás de acuerdo conmigo, quitarles esas joyas es una forma de luchar contra los poderosos. Contra los fuertes.

-Ahí tengo mis dudas...

-¿Pero no son esas joyas el símbolo de la opresión? Robarlas es ayudar a liberar al oprimido...

-Luego dices, Hidalgo, que soy yo el loco. ¿Qué hacemos con las joyas? ¿Las destruimos acaso? No. Se las damos a otro opresor, a cambio de enriquecernos nosotros. No me hables de revoluciones, Hidalgo. No me hables de revoluciones.

-Bueno, ¿y? Si lo miras bien, estamos ayudando a redistribuir la riqueza. El dinero que era antes de unos pocos, ahora es de algunos más...

-Sí, de ellos y de nosotros... Pero tú sabes bien que eso sólo es una justificación.

-¡No me jodas, Pachón!

-No estás haciendo justicia. No eres Robin Hood. Robas para enriquecerte. Que no le estés quitando el pan a un hambriento, directamente, no significa que no lo estés haciendo de otras formas.

-Pachón, me estás hartando...

-Piensa en lo siguiente: Para que nosotros tengamos lo que tenemos hay otros que gastan sus horas, su vida, en trabajar, en producirlo. Y no sólo eso. Todas las energías que se gastan y las horas que se pierden en buscarnos. ¿No podrían ser empleadas en algo más productivo?

-Así que, según tú, el mundo debe seguir estando como está. Los poderosos legislan para someter a los débiles y los débiles deben obedecer...

-¡Yo no he dicho eso! Sabes bien lo poco que me importan las leyes. Se trata de un problema de conciencia. No estamos ayudando a hacer justicia. Al revés, estamos justificando al opresor.

-¡Calmémonos todos! – grité al fin. – Entiendo ambas posturas. Pero creo, Hidalgo, que Pachón tiene razón.

-Cállate, Gómez.

Hidalgo se salió a la terraza gruñendo. Cerró la puerta tras de sí.

-El problema – dijo Pachón – no es lo que hagan o dejen de hacer nuestras víctimas... Hay otras víctimas. Como los que hicieron ese reloj. No les estamos ayudando, Gómez. No les estamos ayudando.

-Pachón... te agradezco que nos cuentes estas cosas. Pero ten cuidado con Hidalgo. Sabes que siempre tiene su pistola a mano. ¿Ves el bulto que se le forma en la espalda, debajo de la chaqueta?

-Tú tienes un arma igual en el mismo sitio.

-En serio, ¿lo has pensado bien?

-Lo haré el mes que viene. En treinta días. Tenéis ese tiempo para preparar la huida y desaparecer.

-Yo tengo motivos para pensar que estoy en deuda contigo. Pero Hidalgo no. ¿De verdad crees que...? – en ese momento entró el susodicho.

El arma había sido desenfundada.

-Me voy a casar. Ayer me prometí – decía. – ¿Y mis padres? ¿Y mis hermanos? ¿Y mis amigos? Todo porque a ti te da un pronto... Todo a la basura...

-¿Y qué piensas, que con tu vida eso va a perdurar? ¿Cómo crees que he conseguido yo que no me cojan en veinte años? ¿Crees que puedes tener amigos? A día de hoy tus únicos amigos somos nosotros dos.

-¿Amigo? ¡Qué cínico!

En ese momento la ira le pudo. Hidalgo disparó contra Pachón hasta que se le acabaron las balas. Luego me miró aterrado y fui yo el que descargó su pistola contra él. Me abalancé, seguidamente, sobre Pachón. Aún respiraba. Tenía la mirada perdida y el cuerpo empapado en escarlata.

-Y luego dice que no hemos hecho ningún mal... ¿será posible? – tuvo tiempo de expirar.

Las palabras de Pachón estuvieron toda la noche martilleándome. A las cinco de la mañana hice una llamada contando lo ocurrido. Mientras esperaba a que llegara la policía, miré la copa que me había pasado Pachón horas antes. Ni siquiera la solté mientras disparaba a Hidalgo. Era una copa muy bonita. “¿Qué manos la habrán construido?” Miré mis manos y lloré.

El amigo albino

Desde siempre arde en mí la llama de la literatura. Amo escribir. Es por eso que a mis veinticinco años acepté la invitación de un compañero de la infancia.
Por aquel entonces veía las cosas de otro modo. Tras terminar unos estudios universitarios que no me prepararon para la vida laboral, entré a trabajar en uno de esos empleos de horario por turnos que terminan convirtiendo la vida en una noria al servicio de la empresa. Unas veces entras por la mañana, para lo que has de madrugar. A la semana siguiente por la tarde, por lo que se acaban los madrugones, y a la otra por la noche, por lo que has de dormir durante el día. Llega un momento en que no sabes si duermes o si estás despierto, si es la hora de cenar o la del desayuno. Y yo deseaba serenidad para poder escribir. ¡Infeliz! Ahora ya no me es posible la serenidad.
No resulta fácil aceptar que nuestro mundo, nuestro Universo, no es el único. Hay otros mundos, otros universos y no sabemos lo que aguardan. Pero incluso cuando la teoría es fácil de asimilar, no ocurre así en la realidad. ¡Cómo voy a serenarme!
Por aquel entonces me enteré por la prensa de que un amigo mío de la infancia, que padecía albinismo, había ganado el Premio Nacional al Mejor Científico Joven, galardón otorgado por el Ministerio de Ciencias cada cuatro años. Ciencias... ¿qué saben los científicos acerca del bien o del mal? ¡Nada!
A pesar de que la nueva me alegró profundamente, pronto desapareció de mí mente. Pasaron algunos meses antes de volver a tener noticias suyas. Fue a través de un conocido común, que en una conversación casual dijo no sólo conocer a Enrique Heras Pozo, nombre de mi amigo, sino haber trabajado con él hacía poco. Así pude ponerme en contacto telefónicamente.
Al principio mi intención fue únicamente la de felicitar al galardonado, mas la conversación se alargó y a los pocos días nos intercambiábamos numerosos correos electrónicos.
Transcurrió algún tiempo. Yo le solía contar el pesar y las ganas locas de poder dedicarme por unos meses a mi verdadera pasión: escribir. Él me hablaba de sus proyectos y de cómo había logrado rejuvenecer sus pálidas pupilas gracias a investigaciones y descubrimientos propios; aunque cuando empezaba a hablar de química, física o biología, temas en los que parecía saberlo todo, yo me perdía.
En cierta ocasión me comentó que estaba buscando un lugar donde llevar a cabo un proyecto muy ambicioso. Quería que fuera, básicamente, un sitio tranquilo, lejos del mundanal ruido, donde no llamar la atención, a la par que poder concentrar todas las energías en el trabajo, sin distracciones de ningún tipo.
No tardó en informarme de que había encontrado la sede perfecta. Se trataba de un caserón ruinoso en un pueblo cuyo nombre me ha llevado mucho esfuerzo olvidar. Era una aldea prácticamente abandonada, eso lo recuerdo bien, en la que gastaban sus últimos días cinco octogenarios, situada en la ladera de una montaña. Resultaba difícil llegar, pues había que atravesar valles y bordear precipicios, se viniera desde donde se viniera. Lo mejor era el paisaje, con montañas y bosques de un verdor espléndido... que arderían misteriosamente poco después de mi partida.
De haber sabido lo que ocurriría, nunca habría aceptado la invitación de Enrique, pero ¿qué podía intuir yo sobre los sucesos venideros? Me propuso colaborar con él y acepté.
Por haber recibido varios premios de gran relevancia tenía ahorros, además de que le resultaba sencillo conseguir subvenciones para investigación. Era alucinante el gran prestigio que se había labrado dentro de los círculos científicos. Y eso que tenía sólo veinticinco años. Pero veinticinco años pueden ser toda una vida.
Enrique se quería dedicar tan plenamente al proyecto que necesitaba a alguien que le ayudara a limpiar, a cocinar, a fregar... No hacía falta atender toda la casa, que estaba que se caía. Solo el baño y la cocina, y aquellas zonas que quisiera mantener limpias porque el mismo ayudante deseara usarlas con frecuencia. Del laboratorio y su dormitorio (que serían estancias contiguas) se encargaba él personalmente, y no quería que nadie entrara allí. Me dijo:
-Si vienes, tú te encargas de las tareas domésticas y yo te pago por ello. No hace falta que prepares platos exquisitos, no me importa comer precocinados o conservas de lata. Y en cuanto a la limpieza sólo haz lo imprescindible. Ni siquiera planches la ropa, pues ¿a quién le va a importar que vayamos arrugados en un pueblucho perdido de la mano de Dios?
Me pareció una buena idea. Podría organizar mi tiempo de la mejor manera posible, encontrar un momento del día en el que leer y otro en el que escribir... Mi cuerpo recuperaría sus biorritmos y así podría ejercer la tarea que más amo en el mundo. Sobre la duración del proyecto, Enrique me dijo que ignoraba si le llevaría dos días o una vida entera, pero que no me preocupara por nada, dado que tenía garantizadas las subvenciones por muchos años y que en caso contrario, el de llegar al fin del proyecto exitosamente con rapidez, el logro sería tan grande que los dos podríamos vivir del cuento para el resto de nuestras vidas. Con tales circunstancias y argumentos, me despedí del trabajo, hice las maletas y marché lo más veloz que pude al caserón donde aguardaba el albino Enrique.
A propósito del proyecto, cuando traté de entender en qué consistía confieso que no lo comprendí. Hoy me parece increíblemente sencilla y clara la explicación:
-Quiero – decía él – curarme extrayendo el mal que hay dentro de mí. Si lo logro conmigo, podré lograrlo con cualquier enfermo, no sólo con albinos... Será la medicina perfecta. La cura para todo...
Cuando llegué no hubo sorpresas. Había recibido fotos y descripciones del lugar. Se trataba de una mansión, a las afueras del pueblo, de aspecto decimonónico, que seguramente había pertenecido a alguna antigua familia nobiliaria. Las vigas del dintel de la entrada estaban carcomidas, el escudo carecía de forma y color, casi todas las ventanas estaban destrozadas y en los cristales, sin excepción, reposaban varias capas de polvo, musgo, telarañas... Los suelos de madera crujían al andar y las escaleras parecían a punto de hundirse bajo los pies. Pensé que daba cierto miedo subir o bajar por ellas... ¿Miedo? No sabía yo lo que era el verdadero miedo.
Mi amigo esperaba a la puerta del edificio, con su piel sonrosada, el pelo blanquecino tirando a amarillento y mirada clara, aunque profunda.
-No hay luz ni agua. Durante las dos próximas semanas vendrán a reparar lo imprescindible unos albañiles que he contratado. Mientras, una vecina nos ha habilitado el antiguo gallinero que hay tras la casa de ahí al lado. Ese, ¿lo ves?
Cuando Enrique decía cosas como esta, parecía vivir en otro mundo. Estaba tan subsumido en su proyecto que la realidad, las incomodidades y privaciones mundanas eran algo ajeno a él. En cierta manera consiguió contagiarme de su entusiasmo y pensé que merecería la pena. Aquel lugar sería en el que yo definitivamente me hiciera escritor.
-Dime la verdad, ¿te han cobrado por la mansión? – le pregunté aquella tarde, mientras la contemplábamos desde el hediondo gallinero, viendo como comenzaban las obras cinco hombres decididos.
-Los vecinos la valoran como algo histórico, por lo que me dejan vivir en ella a cambio de que yo vaya reparándola poco a poco. Por ahora sólo quiero que refuercen las escaleras que van al segundo piso, reparen las ventanas, hagan una buena instalación de luz y agua corriente... Contando que son pocos y ancianos, con suerte se habrán muerto antes de yo tener que invertir grandes sumas en reparaciones... Es broma, hombre.
Las primeras dos semanas, el tiempo que vivimos en el gallinero, fueron las mejores, quizá, de toda mi vida, pues nunca más volverá aquel sosiego. Nos habíamos hecho con dos colchones y él había llevado un par de sacos de dormir. Las bolsas, maletas y libros (de estos últimos habíamos llevado en abundancia), los amontonamos con poco o ningún cuidado al fondo de la estancia, tras las vacías jaulas para gallinas ponedoras. No teníamos teléfonos móviles ni nada que sirviera para comunicarnos con el mundo exterior. Para escribir, yo había llevado un ordenador portátil que no se podía conectar a Internet en aquella aldea y que, hasta que no terminaran la instalación eléctrica en la mansión, no podría usarlo, ya que su batería era muy limitada.
Por las mañanas, temprano, al poco de salir el sol, armados con toallas, acudíamos a un río cercano a bañarnos en gélidas aguas. Esto provocaba la reacción del cuerpo y nos despertaba totalmente. Después del baño íbamos a desayunar con Jacinta, la octogenaria vecina que nos había preparado el gallinero. Tras el desayuno regresábamos al dormitorio, buscábamos sendos libros que leer y nos sentábamos contra la ventana que daba a la mansión. Cuando nos cansábamos de la lectura, nos distraíamos poniéndonos de pie y asomándonos para contemplar cómo marchaban las reparaciones. Luego regresábamos a los libros. Los míos eran en su mayoría de literatura, pero también los había de historia, economía, ciencias políticas, filosofía.... Los de mi amigo eran todos de física, química y biología. Todos excepto uno, enorme, negro, antiquísimo, de gruesas tapas y con páginas amarillentas, desgastadas, escrito por amanuenses siglos atrás. Lo supuse una curiosidad, una distracción del albino, pues, por lo que él me contaba, trataba de ritos y supersticiones. Se titulaba “El nigromante”.
A mediodía volvíamos a visitar a la anciana y tras comer charlábamos un rato, dejando que nos contara sus batallitas de juventud. A media tarde regresábamos a la lectura, hasta que se ponía el Sol. Sin luz eléctrica, preferíamos no continuar forzando la vista, por lo que aprovechábamos para salir a dar una vuelta por el campo, hasta la hora de cenar, cuando visitábamos nuevamente a Jacinta. Durante la cena charlábamos y reíamos hasta que se hacía tarde y volvíamos al gallinero a dormir.
Un día aconteció un pequeño suceso que fue lo primero que me hizo sentir extraño. Antes de eso nada había pasado, pero aquel día, un hecho tan nimio que nadie lo valoraría como maligno, fue lo que causó todo lo posterior. Yo leía con tranquilidad, cuando mi amigo se levantó ruidosamente, distrayéndome. Sujetaba “El nigromante” entre las manos. Se dirigió hacia la zona de las jaulas. Tras posar cuidadosamente abierto el libro en el suelo, rebuscó entre las maletas y bolsas, hasta que encontró un pequeño cuaderno con un bolígrafo enganchado. Abrió el cuadernillo, se giró hacia “El nigromante” y copió algunos pasajes. No fue la última vez que tomó apuntes de aquel libro.
-No me digas que un científico como tú cree en las supersticiones de ese libro – me jacté.
-Los hechos son los hechos. En base a ellos se elabora la ciencia. Las supersticiones son malas y superficiales interpretaciones de los hechos. Pero los hechos son los hechos y los hechos son ciencia. ¿No eran los chamanes los más sabios de sus tribus?
No le entendí. Tampoco creo que a él le importase lo que yo entendiera o dejara de entender. Desde el principio separó el trato de amistad de la investigación científica. Aparte de aquella ambigua explicación referente a expulsar el mal de su cuerpo para curar el albinismo, jamás comentó nada referente al proyecto.
Las dos semanas transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Entonces se marcharon los trabajadores y nosotros nos instalamos en la mansión. Ciertamente, tras vivir dos semanas en un gallinero, aquel viejo caserón gravemente deteriorado pero con agua corriente y luz eléctrica, algunas mesas y armarios, sin olor a animal enjaulado y otras muchas pequeñas ventajas, nos parecía el paraíso.
Fue aquel martes, el día siguiente a nuestro traslado, cuando el hombre más anciano del pueblo falleció. Tuvimos que esperar al viernes para darle sepultura, por carecer de cobertura telefónica, ya que alguien había robado quince kilómetros de cable de la línea que unía el pueblo con el resto del mundo. Estos robos son más comunes de lo que se cree, ya que el cobre del cable se vende al peso. Allí se lo tomaban con resignación, pues los ancianos decían que no estaban para jaleos, y llegaban a estar meses aislados, incluso años.
Al morir Juan Francisco, decía, hubo que esperar tres días para darle sepultura. Los jueves venía el furgón de un hombre que se dedicaba a aprovisionar a los pueblos más pequeños y remotos de la comarca. Traía un poco de todo: comida, productos de limpieza, periódicos... y si se lo encargabas de una semana para otra, cualquier cosa que pidieras. De hecho, con frecuencia Enrique le solicitaba piezas mecánicas, productos químicos o libros. El comerciante siempre cumplía, aunque en ocasiones elevaba el precio desvergonzadamente.
Se le encargó, pues, avisar al sacerdote y a los de la funeraria, que aparecieron al día siguiente y le dieron sepultura al muerto.
El mejor amigo de Juan Francisco, Indalecio, pareció enfermar y perder las ganas de vivir desde entonces. Cada vez salía y comía menos. Su arrugada piel fue palideciendo. Jacinta tenía que prepararle la comida y dársela. Enrique enfurecía porque decía que ahora los viejos le estaban dificultando las tareas. Sin embargo, se ofreció a ayudar a Jacinta. Pero por más cuidados que pusieron (Enrique llegó a desatender completamente sus obligaciones), el anciano marchitó. Nuevamente hubo que esperar al comerciante con su furgoneta. Nuevamente aparecieron los de la funeraria y nuevamente hubo un triste sepelio desde la casa de un vecino hasta el cementerio que se encontraba en lo alto de la montaña. La necrópolis consistía en pequeño jardín, rodeado de una vetusta tapia de lo más sencilla, levantada en tiempos remotos con piedras apiladas unas sobre otras y una pequeña ermita en un rincón. Por el resto del jardín se distribuían no menos de un centenar de cruces y ataúdes o montones de arena que servían de tales. Los que habían sido ricos poseían amplias cajas de mármol que se alzaban sobre ostentosos pilares, adornadas con cruces fuertes y hermosas, debidamente ornamentadas. Los más pobres descansaban bajo la tierra abultada y su nombre marcado en una cruz formada por dos ramas gruesas atadas entre sí. Enrique hizo vaciar un antiguo nicho de alguien que sin duda había sido verdaderamente rico, y allí se introdujo el féretro del desgraciado Indalecio.
Cuando por fin los despedimos a todos, mientras nos dirigíamos él y yo a la mansión, el albino murmuró:
-Es un engorro, esto es un engorro... así se mueran todos de golpe y pueda trabajar en paz.
Desde que nos trasladamos al caserón, excepto por hechos como aquellos y las horas de comida, Enrique no salía de su laboratorio, al que me prohibió entrar, so pretexto de que le distraía. También se esforzó en dejar claro que sólo le llamase a la puerta cuando hubiera asuntos de verdadera importancia que atender. Me dijo, clavándome los ojos sin pigmentación, cuyas escleróticas apenas se distinguían de la pálida piel:
-Por tus muertos te pido que no me distraigas. Los domingos descansaremos y charlaremos y pasearemos por los aledaños del pueblo. Pero el resto de la semana es de vital importancia que no me distraigas.
Mi amigo, por aquellos días, empezó a comportarse como un arisco. No obstante, yo hacía mi trabajo de amo de casa y siempre sacaba algunas horas para leer y escribir, e incluso para quedarme contemplando los pájaros que se posaban en el alféizar. Como me había dicho que no le importaba comer precocinados o comida de lata, eran estos alimentos los que más abundaban; con el consiguiente uso y abuso del microondas. Los jueves durante el desayuno, Enrique me daba una lista de las cosas que necesitaba comprar para continuar sus experimentos. A la lista le agregaba yo todo lo que necesitábamos para subsistir, hasta un pantalón pedí una vez, y a mediodía volvía cargado a casa con bolsas. Enrique, durante la comida, examinaba con detenimiento si todo lo que él había pedido se había traído y en qué condiciones había llegado. Siempre acababa satisfecho y me sonreía.
-Esto va viento en popa – se jactaba.
Yo había elegido como cuarto de estudio un habitáculo pequeño, luminoso, al extremo opuesto del laboratorio de Enrique. Él, además, trabajaba en el segundo piso y yo en el primero. Quizá fue por eso por lo que tardé en percatarme de los extraños ruidos que provenían del laboratorio, así como el olor que desprendía. Además, si algún sonido lejano me distraía, procuraba volver la atención al poemario que andaba escribiendo.
Creo que fue la noche de un jueves cuando crujidos de la madera bajo los pies de algún intruso jadeante me despertaron. Levantándome recorrí la casa de arriba abajo, hasta que encontré a mi amigo convenientemente abrigado contra el frío exterior, como si fuera a salir a dar una vuelta o volviera de hacerlo. Estaba rígido frente a la puerta de su laboratorio.
-¿Qué te ocurre, Enrique?
-Nada... tanto darle vueltas al coco me ha desvelado.
-¿Vas a algún sitio?
-No. Regreso de dar una vuelta. Voy a acostarme.
El cuarto de Enrique era justo el de enfrente de las escaleras según se sube, mientras que el laboratorio estaba a la derecha. Por eso le pregunté:
-Si tanto necesitabas distraerte, ¿por qué vas directamente al laboratorio?
-Eso digo yo... Por manía, supongo – sonrió.
-Creo que estás obsesionándote. ¿Por qué no vamos mañana a visitar a los viejos a la plaza? No estaría de más tomarse un día libre.
Enrique vaciló, pero al final logré convencerle de que a la mañana siguiente fuéramos a charlar con los vecinos.
Los tres ancianos que quedaban solían reunirse en la plaza de la fuente a eso de las doce del mediodía, y miraban al frente mientras comentaban lo primero que se les venía a la cabeza. Cuando nos vieron acercarnos, saludaron con un:
-Muchachotes, qué bien se os ve.
-Buenas, señores y señora – respondí yo. – Tampoco a ustedes se les ve mal.
Tras algunos comentarios jocosos, Rómulo, que había permanecido callado y serio todo el tiempo, se hizo con la palabra:
-Esta mañana he ido a visitar a Indalecio y a Juan Francisco... No es gracioso lo que encontré.
Enrique se apresuró a responder con nerviosismo:
-¿El qué?
-Algún bandido ha profanado y vaciado sus tumbas.
A mi mente sobrevino el rastro de barro seco que había encontrado a primera hora de la mañana en el suelo y que iba desde la entrada hasta el segundo piso. A primera vista lo había considerado el rastro natural de las pisadas de mi amigo, tras darse un garbeo por las laderas circundantes. Pero ciertamente aquello eran más que huellas de pisada. Había como un rastro de arenilla. Como si Enrique hubiera arrastrado algo. Por un instante me imaginé a mi amigo llevando los cuerpos de los ancianos muertos a su laboratorio y sentí un escalofrío. Luego la idea me pareció absurda. Enrique no habría podido con dos cadáveres, tal vez uno, pero no los dos (aunque nadie dijo nunca que los hubieran profanado a la vez, yo me lo figuré así). Finalmente me reí por la ocurrencia. Mientras, el diálogo continuaba:
-¿Estás seguro? – preguntó el albino.
-¿Qué insinúas, jovencito?
-Sólo pregunto que si has comprobado que las tumbas están vacías.
-No me hace falta. Conozco demasiado bien ese cementerio para saber si alguien lo ha profanado. Me bastan pequeños indicios.
-Viejo loco... – suspiró el investigador.
-Sí, un poco loco sí – añadió Jacinta.
-¿A quién llamáis loco?
Entonces se produjo una discusión divertida, que terminó en una invitación para almorzar juntos en casa de la anciana.
Pero en la mansión todo se iba volviendo siniestro. Ya no me era posible ignorar la peste que salía del laboratorio de mi amigo, ni los repetitivos cánticos que escuchaba a través de las paredes. Pensé que se estaba volviendo loco, que el libro negro aquel le había hecho perder el juicio. La cosa empezó a preocuparme verdaderamente cuando trasladó los cantos rituales al horario nocturno. Ya empezaba a ser molesto. Un día, durante el desayuno, intenté sonsacarle. Le hablé de lo curioso que eran los cantos que me había parecido oír y de lo pestilente que se estaba volviendo la casa.
-Lo siento, – se limitó a decir – necesito emplear ciertos productos químicos. No puedo prescindir de ellos.
Y como mi dormitorio y mi estudio estaban a la otra punta de la mansión, no le di más vueltas. Si llegaba un poco de olor, abría las ventanas y listo. Aunque tuve que poner una redecilla para que no entrasen las moscas, ni otros pequeños animalillos, como gorriones o ratones de campo. Ocasionalmente trepaban hasta el alféizar distintos tipos de criaturas. Llegué a encontrarme una culebra golpeando su cabeza contra el cristal, decidida a entrar, aunque peor fue la noche que subieron un par de grillos y se pusieron a hacer su ruido favorito.
Cierto jueves, cuando fui a recoger las compras semanales, el transportista me dijo:
-He conseguido todo lo que me pedisteis, menos el medallón del siglo quince.
A partir de ese momento comencé a observar con detalle la lista que me pasaba puntualmente Enrique. No solía hacerlo hasta entonces. Me limitaba a añadir las cosas que yo necesitaba, así como alimentos o productos de limpieza necesarios para ambos. Aquel mismo día miré la lista con detenimiento. Aparte de un puñado de ingredientes químicos, había un diente, tres escamas de caimán negro y materiales para hacer un pararrayos (lo explicaba abajo: “de no encontrarse alguno de estos elementos, tener en cuenta que trato de fabricar un pararrayos, por lo que trata de encontrar sustitutivos”). Antes de que el hombre se fuera, le pregunté si las cosas que mi compañero le pedía no le resultaban extrañas.
-Yo vendo lo que me piden, ese es mi trabajo. No me planteo más cuestiones. Hay mucho loco por el mundo. Lo que me resulta extraño es que tú aguantes a su lado.
Minutos más tarde le entregaba lo suyo a Enrique y le transmitía lo de que el medallón no había sido encontrado. En la lista de la siguiente semana pidió una réplica del medallón y un anillo egipcio de tiempo de los faraones... o una réplica.
Las únicas pistas de qué hacía el científico albino en su laboratorio, descontando el inefable olor y los cánticos, las encontraba en las bolsas de la compra, de modo que en ellas centré mis pesquisas. Olfateé los productos que pidió, con la intención de averiguar de dónde provenía la pestilencia, pero fue en vano. Casi todos eran inodoros y los pocos que olían eran muy suaves de aroma. Pensé que debía tratarse de alguna combinación entre ellos.
A la cuarta semana que yo llevaba estudiando las compras, Enrique dejó de pedir. Al parecer ya tenía todo lo necesario y más. Los últimos quince días, no obstante, había pasado la mayor parte del tiempo construyendo el pararrayos, que salía directamente de la ventana del laboratorio. Apenas había tenido tiempo para otra cosa y, sin embargo, la pestilencia no sólo continuaba, sino que aumentaba.
La noche del veinticinco de noviembre, sexto mes desde mi llegada, ocurrió un hecho que debía haberme precavido, pero mi contumacia resistió a toda lógica y precaución. Enrique, tras cenar, subió al segundo piso y comenzó a hacer ruidos. La cocina, que era donde comíamos habitualmente, se hallaba debajo del laboratorio; por lo que mientras recogía y fregaba pude escuchar claramente como rayaba el suelo y trasladaba objetos pesados de un lugar a otro. Al acabar la tarea, dispuse a saciar mi ya incontenible curiosidad. No había alcanzado las escaleras cuando Enrique principió sus cánticos. Llegué al segundo piso y me detuve. Enfrente mía se encontraba el dormitorio del albino. Consideré que quizá era una buena ocasión para espiarle. Abrí. Estaba todo a oscuras. Mi corazón palpitaba velozmente y los pelos de la piel se me erizaron. Busqué la luz a tientas, pero en el cuarto de al lado se produjeron varios ruidos repentinos y temí ser descubierto, por lo que me batí en retirada.
Intenté convencerme de que todo aquello era absurdo por mi parte. Enrique era un brillantísimo y prestigioso científico, que no podía haber perdido el juicio de la noche a la mañana. Era alguien demasiado inteligente y cabal. Estuviera haciendo lo que estuviera haciendo, seguro que todo tenía una explicación razonable y meramente científica. Era yo el que estaba montando una montaña de un grano de arena. La soledad de aquel lugar, a quien parecía estar volviendo loco era a mí y no a él. Con todo esto en mente, me fui a dormir.
Apenas me había tapado con las mantas, cuando unos relámpagos iluminaron todo el valle instantáneamente. El aire se volvió denso. El viento comenzó a soplar con tal fuerza que temí que las ventanas se rompieran. Por más que lo intentaba no lograba relajarme. Cada vez me iba poniendo más nervioso. Los relámpagos volvieron a repetirse y ya no aguanté más. Me puse en pie y empujé las ventanas, como intentando aguantar para que el viento no las rompiera. En esa pose vi, a lo lejos, que los tres vecinos del pueblo tenían las luces de sus cuartos encendidas y que estaban asomados, probablemente mirando a nuestra casa. También me fijé en los árboles que las luces de sus cuartos iluminaban. Aquellos árboles no se movían lo más mínimo. El viento no los balanceaba... Allí no había viento.
Poniéndome el abrigo, salí descalzo a la calle. Quería saber lo que estaba ocurriendo. Apenas giré la manilla cuando las puertas, impelidas por el viento, se abrieron de par en par. Costosamente avancé hacia afuera, enfrentándome con la fuerza eólica. Apenas podía mirar, pues los compañeros del vendaval eran yerbecillas, hojas y ramillas que me obligaban a taparme la cara para salvar los ojos de posibles impactos. Aún, por encima del zumbido del aire, oía las voces repetitivas que lanzaba Enrique, como ajeno a todo aquel extraño fenómeno. Los primeros pasos afuera resultaron igualmente difíciles, pero apenas habría recorrido unos cien metros cuando alcancé la zona donde ya no soplaba viento alguno. Entonces volví mi vista hacia la ruinosa mansión decimonónica en la que había vivido el último medio año y quedé aterrado. Un huracán parecía envolverla. Sobre ella, una nube negra se había conformado como una espiral, de cuyo centro salían continuas centellas que se precipitaban sobre el pararrayos que el investigador había preparado en su ventana. Durante breves instantes, la nube fue creciendo y el huracán creció en virulencia y tamaño, obligándome a retroceder unos cuantos metros para permanecer a salvo. Pude escuchar claramente cómo se rompían algunas ventanas. Al que ya no se oía era a Enrique, merced al estruendo de la tormenta de relámpagos y viento. Cuando aquello alcanzó una intensidad insoportable, por el ruido y la luz cegadora de un rayo que no se apagaba nunca, y que unía la casa con el nubarrón, se hizo el silencio, la calma, la noche. Todo cesó repentinamente.
Temeroso por mi amigo, corrí a su encuentro. Había olvidado el pestazo, que me volvió a embriagar mientras subía las escaleras y giraba a la derecha, dirección al laboratorio. Al llegar golpeé con fuerza.
-Enrique, ¿qué ocurre? Enrique...
Él salió con rostro preocupado, pero asegurándose bien de que yo no pudiera ver el interior. Me puso la mano en el hombro, se giró para cerrar el laboratorio con llave, y murmuró:
-Muy cerca. He estado muy cerca.
-¿Qué ha ocurrido?
-La maldita puerta apenas se ha abierto. No basta con una línea. Necesito un cuadrado... quizá un pentágono... Buenas noches.
Y sin más se introdujo en su dormitorio, que era el cuarto de al lado.
El veintiséis de noviembre Enrique se levantó temprano. Cuando fui a desayunar él ya se estaba marchando.
-¿Adónde vas tan temprano?
-Después de lo de anoche necesito ir a dar una vuelta.
Yo no había pegado ojo. Quería alejarme de aquel lugar, pero ahora que todo lo que tenía, incluso mis perspectivas de futuro, se había centrado en aquel caserón ruinoso y endemoniado, carecía del valor suficiente como para regresar al mundo urbano. Además, no tenía vehículo de transporte. Debería esperar al jueves, para ir con el comerciante hasta donde este quisiera llevarme. Había decidido no comentarle nada a Enrique. Actualmente, mi amistad hacia él había trocado en una mezcla de temor y lástima. Pensaba que se había vuelto loco. Pero, ciertamente, el fenómeno ocurrido la noche antes había sido real. ¿Hasta dónde llegaba verdaderamente la locura? ¿Estaba cuerdo? ¿Es que acaso podía explicar de algún modo científico la magia negra? Me sentía demasiado aturdido. El insomnio me bloqueaba. Los pensamientos no eran del todo racionales.
Primero recogí los cristales de las ventanas que habían reventado la noche anterior y tapé los agujeros respectivos con cartones. Seguidamente hice con pesadumbre las tareas diarias y me dirigí al estudio, con intención de escribir; pero al encender el portátil y verme ante la página del procesador de textos me quedé en blanco. No sabía qué poner. No logré concentrarme, así que lo apagué. Entre medias, debí quedarme a duermevela durante un rato. Todo era muy espeso aquella mañana. Entre ensoñaciones me pareció escuchar un grito de terror, lanzado a lo lejos, quizá proveniente de la plaza del pueblo, mas ¿cómo distinguir la realidad de lo onírico en mi estado de somnolencia? Pero algo que sí me angustió fue que el grito aquel, que quizá había sido producto de mi imaginación, se trataba del único sonido que había logrado escuchar durante aquella mañana. No había animales en el alféizar de la ventana, ni parecía haberlos en las cespederas y arboledas circundantes. Como si lo ocurrido la noche anterior los hubiera espantado y prevenido.
Pensé que leer quizá me relajaría, así que busqué entre los libros algo de literatura. Sin embargo, al volver a sentarme y abrirlo, los ojos se empezaron a cerrar. Hice un esfuerzo y conseguí leer alguna que otra página, pero terminé quedándome profundamente dormido. Me despertó Enrique con muy buen humor:
-¿Qué, no comemos?
-¿Qué hora es?
Eran las dos y media. Con razón sentía que el respaldo del asiento se me clavaba en las costillas. Por suerte, aquellas tres o cuatro horas de sueño me valieron para estar despejado el resto del día.
-¿Qué tal los ancianos? ¿Les has visto?– pregunté mientras nos dirigíamos a la cocina.
-Sí, les he visto. Se han marchado a media mañana. Estaban asustados por lo de anoche, así que han llamado a sus familiares, que les han venido a recoger, y se han ido.
-Pensé que aún no habían repuesto el cable de la línea.
-Pues al parecer sí estaba repuesto.
Tenía tanta hambre que ni me molesté en comprobar si las palabras de Enrique eran ciertas.
-Esta tarde vas a estar encerrado en tu estudio, ¿no?
-Sí. Quiero aprovechar la tarde porque he perdido la mañana.
La comida consistió en abrir un montón de latas y devorar sus contenidos. Cinco minutos después reposábamos sentados a la mesa, con cierta placidez física.
-Te has manchado la camisa – dije, señalándole un manchón rojo. Aquel día no caí en la cuenta de que a pesar de que habíamos deglutido mejillones en vinagre, anchoas en conserva, y otros productos con su correspondiente aliño, ningún caldo de los que estábamos trasegando podía prestarse a hacer una mancha roja.
Como había prometido, pasé la tarde en el estudio. Enrique me interrumpió varias veces para decirme que salía a dar una vuelta o que ya había regresado. Se pasó horas haciéndolo, entrando y saliendo. Con el tiempo comprendí que ésta era su manera de comprobar que yo seguía encerrado en el estudio y que no tenía intención de salir. Durante toda la tarde hizo ruidos y me pareció que estaba tratando de subir objetos pesados al segundo piso. ¡Tan evidente era todo en aquellos momentos! Tendría que haber salido corriendo. En vez de eso, con el ocaso avanzado en el horizonte, ya impaciente por tanto trasteo, salí de mi cuarto a curiosear.
El albino estaba terminando de trasladar uno de aquellos pesados objetos al laboratorio, mientras yo comenzaba a subir las escaleras. En el descansillo me sorprendió el enésimo aviso al que ignoré: un zapato de señora. Más concretamente, un zapato como los que solía calzar Jacinta. Enseguida bajó Enrique hasta el punto donde yo estaba. Al verme se detuvo, tenso, empalidecido su ya de por sí pálido rostro. Mirándome a los ojos descendió un par de escalones más con lentitud. Recogió el zapato y volvió a subir.
-Los ancianos me han pedido que guarde sus pertenencias hasta que venga un camión a recogerlas.
-Ya – respondí igualmente tenso. No me moví del sitio. Enrique sabía que yo le seguía mirando mientras él subía, así que se dio la vuelta y me dijo:
-Estoy muy, muy cerca. Mañana lo comprenderás todo.
Y se introdujo en la puerta de la derecha, la del laboratorio. Al abrirla, salió una bocanada de humo, mezclado con aquella peste intensísima a la que ya casi estaba acostumbrado. Yo permanecí inmóvil unos instantes. Un minuto más tarde, empezaron a sonar los cánticos rituales. Impelido de una insana curiosidad, subí las escaleras lo más silenciosamente posible. Por nada del mundo quería interrumpirle. Con el mayor de los sigilos alcancé la puerta del laboratorio y miré por el ojo de la cerradura. Quedé completamente espantado por la visión. Lancé un gemido que sin duda mi amigo oyó. Había colocado, en mitad de la habitación, cinco sillas en círculo. Y sobre cada silla había un cadáver más o menos sentado, atado con una cuerda para que no se cayera. Pude reconocer el cuerpo de Jacinta y los otros dos, a pesar de las sangrientas heridas reseca que recorrían sus cuellos. Había un par de cadáveres más acerca de los cuales, aunque eran irreconocibles por estar en avanzado estado de descomposición (tenían los músculos, tendones y parte de la calavera, al aire y medio podridos), me hacía una idea de quién se trataba, no sólo escrutando sus ropajes funerarios, sino porque aún podía recordar aquel comentario de uno de los que ahora les acompañaban: “Algún bandido ha profanado sus tumbas”.
Ciertas ideas se empezaron a conformar con claridad. Primero dos muertos, luego sus tumbas profanadas. El esmero de Enrique por enterrar a uno de ellos en un lugar de fácil acceso (en vez de bajo tierra), las frases que decían que con una línea no bastaba (una línea que se forma con dos puntos), que mejor resultaría un cuadrado o un pentágono... Y la peste que había invadido la casa, en la medida en que los dos primeros cadáveres se habían comenzado a descomponer.
Tan sumido y aterrado estaba, que no me di cuenta de que Enrique había dejado sus pócimas y había salido por la puerta que había a la izquierda de la estancia. Yo continuaba mirando, perplejo, aterrado, sin saber cómo reaccionar, cuando el asesino me sorprendió por la espalda, saliendo de su dormitorio vestido con medallones, anillos y otros estrafalarios ornamentos.
-Bueno, ya lo sabes. Yo les maté. Sólo la muerte puede abrir las puertas de los Mundos Perversos. Y cuanta más muerte, más grande es la puerta.
-Te denunciaré. Te pudrirás en la cárcel – le dije, aterido de miedo, sin ponerme en pie.
-Está bien, haz lo que quieras. No hay teléfonos, ni transportes. El próximo pueblo está a más de cincuenta kilómetros. Para cuando la policía venga yo ya no seré albino. El ritual habrá concluido. No podrán reconocerme. Incluso me habrá dado tiempo a limpiar el laboratorio. ¿Qué crees que lograrás? El crimen ya ha sido perpetrado. No hay vuelta atrás... Pero yo siempre te he considerado mi amigo, por lo que te invito a ver el espectáculo más fascinante del mundo – dijo, abriendo la puerta del laboratorio. – Serás mi testigo de excepción.
Yo me dejé caer de espaldas, contra la pared el pasillo. No podía evitar contemplar el dantesco espectáculo. Los muertos parecían más terribles sin una puerta de por medio. Indalecio, al que reconocí por sus ropas, tenía el rostro descompuesto, había más calavera que otra cosa, pero uno de los globos oculares aún permanecía en su sitio y parecía mirarme. Tras él había una extraña máquina que cubría toda una pared.
Enrique entró en el laboratorio entonando palabras impronunciables, haciendo gestos con el cuerpo y la cabeza, como si de un chamán de los antiguos nativos americanos se tratara. Se dirigió al centro del pentágono que había marcado en el suelo y sobre cuyos vértices, amarrados a sillas, se postraban los boquiabiertos cadáveres de los ancianos. Allí tenía varios tazones de madera, antiquísimos, que contenían líquidos humeantes. Sin dejar de danzar y cantar, recogió un tazón y vertió un poco de líquido sobre la cabeza de Jacinta, que miraba fijamente al techo. Luego hizo lo propio con los otros cadáveres y al concluir tiró el recipiente fuera del polígono. Seguidamente repitió la operación con otro tazón, y luego otro y otro más... hasta que se acabaron las existencias.
A medida que el ritual avanzaba, la tormenta se reproducía en el exterior. Los vientos huracanados azotaron las ventanas con fuerza y no tardaron en romperse los primeros cristales. Los rayos caían sobre el pararrayos que se entreveía al fondo del laboratorio, asomado al diminuto balcón, encendiendo la extraña máquina destinada a generar algún tipo de energía espectral; y todo se iluminaba y oscurecía a cada instante.
Cuando Enrique terminó de verter el contenido del último tazón sobre el malogrado Indalecio (que me continuaba mirando con su ojo desorbitado), un denso humo negro empezó a elevarse desde las testas de cada uno de los cadáveres, hasta el centro de la estancia, justo encima del chamán, que seguía cantando, ahora con la cabeza inclinada hacia atrás y los brazos extendidos.
Entonces el humo negro comenzó a conformarse y a iluminarse por dentro, dejando de ser humo y transformándose en algo similar a una ventana. Una ventana ovalada, de aproximadamente un metro de ancho por uno y medio de largo. La casa crujió, las vigas y las paredes chirriaron bajo el empuje de la tormenta; pero nada de eso importaba a Enrique, que observaba cómo el portal a los Mundos Perversos de los que había hablado se estaba abriendo.
Yo era incapaz de moverme. Estaba tan aterrado como fascinado. Sabía que aquello no debía ser contemplado, que el ritual estaba dando lugar a algo terrible, pero me resultaba imposible hacer otra cosa que observar.
Al otro lado del portal se abría un mundo cuyos colores predominantes eran el rojo, el amarillo y el negro: El fuego y la tiniebla. Un mundo atestado de espantosas criaturas que guerreaban entre sí sin propósito ni meta. Gigantescos seres con formas ligeramente humanoides se desplazaban de un lugar a otro, para arrancarle un brazo a un semejante o morderle un pie. En el cielo, unas criaturas similares a pterodáctilos amorfos, volaban chocando unas contra otras, devorándose mutuamente. Y bajo todo aquel infierno casi inefable, un humo parecido al que había conformado el portal, brotó del cuerpo del albino y se introdujo en aquel mundo infernal. El pelo blanco del chamán se volvió azabache, sus ojos claros trocaron en castaños y la piel cobró un color entre beis y anaranjado. Tras esto, Enrique dejó de cantar y bailar. Se miró y, una vez comprobado que ya no padecía albinismo, rió de buena gana. Pero el portal continuaba abierto. La tormenta seguía arreciando y las estructuras de la mansión resonaban como si todo se fuera a venir abajo de un momento a otro.
-Debería haberse vuelto a cerrar – protestó, mirando con indignación al vórtice.
Decididamente se dirigió al pararrayos y, arrancándolo de la máquina, lo tiró ventana abajo. La tormenta cesó, pero el portal continuó abierto y la casa aún crujía. Podía sentir el calor que traspasaba de un mundo a otro. Y ver cómo las abominables criaturas se despedazaban mutuamente sin piedad. Pero lo que no me esperaba era que una de ellas descubriera la ventana, sintiera curiosidad, se acercara a mirar, introdujera su inabarcable brazo y atrapara con la mano a Enrique, como quien atrapa un insecto. Sólo su cabeza sobresalía en parte de aquellas enormes garras. El brujo gritó de terror, pero los gritos fueron acallados por un chasquido terrible, que sonó a tripas y huesos rotos. La mano soltó al inerte chamán y regresó a su mundo. Del individuo sólo quedaba una indescriptible masa de carne sangrienta, de la que no se distinguían bien las distintas partes.
Entonces, el monstruoso demonio asomó su rostro para observarme. Tenía unos dientes como estalactitas, carecía de nariz (en su lugar tenía dos agujeros como fosas), y sus ojos eran totalmente negros, sin distinción del iris, pupila o cualquier otra cosa. Y esas negruras me miraron por unos instantes. Luego se apartaron para dar espacio a la garra del engendro y el miembro fue a por mí. Fue aquel momento, cuando impelido por el instinto de supervivencia, reaccioné. Rodé varias vueltas por el suelo hasta llegar a las escaleras, me incorporé y las bajé de cuatro en cuatro. Veloz lo más que pude, salí del edificio y no paré. No estaba a cien metros de distancia, cuando la mansión se vino abajo estruendosamente. Apenas volví la vista. Una densa humareda lo cubría todo. ¿Continuaba el portal abierto? No quise averiguarlo. Corrí y corrí, durante horas y horas. Se hizo de noche y volvió a amanecer, pero yo continué corriendo campo a través. Al final, las fuerzas me abandonaron por completo y caí exhausto, inconsciente, sobre la tierra de un camino montés.
Desperté en la casa de un buen samaritano. Por las noticias de la televisión supe que el lugar se había incendiado misteriosamente, arrasando el pueblecito y varios cientos de hectáreas. No quise saber nada más.

Aquello


Extrajo el papel del bolsillo antes de llamar. Una vez confirmado que se trataba de la dirección exacta pulsó el timbre. Un hombre bastante joven le abrió la puerta.
-¿Basilio?
-Sí.
-Le estaba esperando. Podemos empezar ya. Venga, siéntese donde le parezca más cómodo.
-Este es su piso – adujo Basilio mirando en derredor.
-Sí. ¿Algún problema?
-No, ninguno.
-Bueno, cuénteme. ¿Ya sabe cual es la tarifa?
-Sí.
-Bueno pues entonces ya podemos empezar.
Basilio Cáceres De la Hoz se había acomodado en un sillón y el psicoanalista Federico Javier Romero Bueno en una silla plegable enfrente suya, cuadernillo y bolígrafo en mano.
-Pues verá...
-Esto... ¿No le importa que tome apuntes?
-No. Para nada.
-Si no quiere, no los tomaré.
-Oh no, tómelos.
-De acuerdo. Pero que sepa que si en un momento dado...
-Entiendo.
-¡Huy, me olvidaba! – Federico se levantó rápidamente, abrió un cajón y sacó una caja de pañuelos, que dejó en una mesa cerca de Basilio. – Es por si acaso. Si necesitara usted desahogarse en un momento dado...
-Ya, pero, doctor...
-Fede, llámeme Fede.
-Prefiero llamarle doctor.
-Como desee. Cuando quiera, ahora sí, podemos empezar.
-De acuerdo. Comenzaré mi historia.
“No vengo aquí para soltar mis neurosis. Vengo para contar una historia increíble, en el sentido más literal de la palabra. Necesito soltársela a alguien y como se la cuente a quien se la cuente me tomará por loco, he decidido venir a contársela a usted.
Mi vida era sencilla. Yo trabajaba de taxista y, créame, había oído las cosas más increíbles del mundo. Nada comparado con lo que habría de sucederme. Le parecerá una paranoia o como quiera que sea el término exacto, pero el caso es que desarrollé un don. Por algún motivo, soy capaz de percibir el alma de quien tengo a mi lado. Ahora mismo puedo percibir su alma. Pero no crea que esto significa que soy capaz de leer la mente, ni nada por el estilo. Eso es ficción... Tiene gracia que aún sea capaz de hablar de ficción y realidad... Lo que quiero decir es que, de algún modo, percibo que usted es un hombre, joven y vital... Probablemente sea yo el primer cliente que tiene. Seguro que está empezando a ejercer de psicoanalista. Sin embargo, a mí no me importa. De hecho lo prefiero así, pues cuanta más necesidad tenga de clientela, más atención le prestará a mi historia.
Yo me casé bastante joven. Y mi esposa es más joven que yo, todavía. Ella tenía veintidós años y yo veinticuatro. Sé que en otro tiempo este matrimonio no se calificaría de joven, pero en los tiempos que corren la gente se casa más bien cerca de los treinta. Usted mismo no creo que tenga pensado casarse hasta, por lo menos, dentro de siete o diez años.... Pero yo me casé joven. Y no es que me arrepienta, ni mucho menos. Pero quizá si mi esposa y yo hubiéramos tenido algo más de madurez nada habría pasado. Sin embargo, esta inmadurez la aprovechó el Maligno para actuar en nuestra contra.
Un día volvía de trabajar, cuando me encontré a mi esposa hablando con un hombre. Pero no era un hombre, sino un Diablo. Una encarnación del Demonio. Podía percibir claramente la negrura de su alma. No había claridad allí, sólo mal, sólo tinieblas... Lucifer...”
-Un momento, por favor... – el psicoanalista apuntaba cosas en la libreta - negrura... tinieblas...Lucifer... Prosiga, por favor.
“No es una locura. Ya le digo yo que no lo es. Pero apunte si quiere: El Mal encarnado. Eso era aquel hombre. No tenía aspecto de demonio, ni siquiera en sus finos modales podía percibirse nada reprobable. Era un Falso Amigo de mi esposa. Una de estas personas con las que puedes pasar una buena tarde, viendo una película o charlando sobre fútbol. Pero alguien a quien no le pedirías que se jugara una mano por salvar tu vida, pues él no se jugaría ni un mechón de su cabello.
El Diablo no tiene forma ¿sabe usted? Es sutil, muy, muy inteligente. Se disfraza de bien, de bondad, de amor, de verdad... pero tras el disfraz sólo hay mal, maldad, rencor, mentiras... Y para atacar a mi familia se disfrazó de Falso Amigo. Buscó nuestras debilidades y por ahí introdujo el Mal. Por eso es importante lo de nuestra juventud.
Teníamos entonces veinticinco y veintitrés años, y una hija de uno. El Falso Amigo tenía más o menos nuestra misma edad. En nombre, falso, de la amistad, se dedicó a repetir, una y otra vez, que éramos jóvenes, que todavía estábamos a tiempo de vivir como jóvenes, de divertirnos, de conocer mundo...
-Estuve en Grecia – dijo -, el mes pasado. Allí conocí a una griega espectacular. Una morena de densa guedeja, mirada profunda, tez clara y un cuerpazo increíble. Pasé tres noches aplacando su pasión, tres inolvidables noches, tras las cuales ella me pidió que desapareciera y que sólo la tuviera, desde entonces, en el recuerdo. Así lo hice. No me até a ella. Gracias a esto, visité Francia y pude conocer a una gabacha, también morena, pero de ojos azules... de ascendencia inglesa. ¿Para qué contar más? He viajado y he sido libre. Comí la mejor pasta en Italia y los mejores filetes en Argentina y las mejores salchichas en Alemania. Bebí vinos franceses que superan incluso a los mejores vinos de nuestra querida España. Y también he bebido los mejores vinos de este país, por lo que sé de lo que hablo. ¿Cómo deciros...? Como amigo, veo que os estáis perdiendo la mejor época de la vida. Sois jóvenes y la vida es algo más que trabajar y cambiar pañales. El mundo está ahí fuera esperándonos. No os encerréis en este piso enano... En nombre de la amistad, os digo que aprovechéis vuestra juventud.
A mí, aquellas palabras no me hicieron ningún efecto. Yo, por muy joven que fuera entonces y por muy joven que sea ahora, cinco años más tarde, no deseo ni deseé nunca viajar. Ni comer salchichas...”
-Un momento... comer... salch... Puedes continuar.
“Tampoco me parecen tan entusiasmantes los viajes que contó. Tengo a la mujer más hermosa del mundo, que me ama y que comparte su vida conmigo. Juntos hemos engendrado a una hija preciosa y actualmente está embarazada... ¿Para qué necesito yo a una beldad griega? No me atrae. Ni siquiera el exotismo que este Falso Amigo quiso darle... Por cierto, desde aquel día desapareció de nuestras vidas. Aunque el mal estaba hecho. Como digo, Lucifer no se disfraza de sí mismo, sino de su contrario. Él pone el mal en el plato y nos acerca la cuchara. Luego deja que seamos nosotros quienes nos comamos la sopa. Y no creas que la sopa está fría. Humea y desprende un olor sabroso. Es muy difícil resistirse.
Mi esposa siempre fue más joven que yo. Y no me refiero sólo a los dos años de edad que nos diferencian. Me refiero a su forma de ser. A ella sí le atraían aquellos viajes exóticos, la aventura, los paraísos lejanos... Desde que el Falso Amigo emponzoñara su corazón, ella siempre venía mirando folletos de viajes, pensando en coger el avión para ir un fin de semana a un sitio, un mes a otro... Hasta que un día me la encontré con la maleta hecha y una frase en la boca:
-Soy muy joven. Quiero vivir y gozar de mi juventud.
Y así nos abandonó a Clara y a mí.
Pensarás llegado este punto que el dolor producido por el abandono de Marta es el que me hace hablar del Diablo y el Mal. Pensarás también que mis posibles neurosis o paranoias o lo que sea... tienen que ver con ello. Pero, doctor, le repito que nada más lejos de la realidad. Estoy tan cuerdo como usted.
Quizá dude de las leyes de la física, de la biología y demás ciencias. Pero nada tiene que ver con la locura. Si usted supiera lo que aconteció después, ni tan siquiera se atrevería a hablarme de ciencia, de realidad, de ficción...
El mundo que yo conozco es muy distinto al suyo. Lo que sucedió posteriormente deja pequeños estos hechos. Por muy difícil que me fue soportar el abandono de mi amada esposa... por mucho que me costó seguir adelante con mi pequeña y adorada hija, nada se puede comparar con... Aquello. Le repito que lo que sucedió después va más allá de lo que los hombres cuerdos creen posible o real. Pero doctor, sé que si se lo cuento de golpe será como hablarle a una pared. Tengo la impresión de que por hoy ya he dicho bastante.”
-Bueno, apenas llevamos cuarenta minutos. Si lo desea todavía podemos continuar un rato...
Don Basilio Cáceres De la Hoz no hizo caso y se empeñó en marcharse. Quedaron para el jueves de la semana siguiente. Don Federico Javier Romero Bueno aprovechó para buscar clientes, repartiendo octavillas por los buzones de los edificios colindantes. Había uno en concreto que le llamaba la atención. En mitad de la fachada, la cual estaba anegada de ventanas de pisos, había un trozo que parecía más nuevo que el resto. Los ladrillos estaban como más limpios y la ventana parecía haber sido reconstruida recientemente. Aunque no pensaría en ello hasta un tiempo más tarde.
Tuvo suerte de encontrar a tres neuróticos que deseaban tratamiento. Pero a pesar de que ya no se trataba de su único cliente, esperó la llegada del jueves con nerviosismo.
-Hola Basilio. Acomódese. ¿Quiere usar el lavabo? ¿Quiere un té, un zumo, un vaso de agua?
-No, nada, gracias.
-Cuando desee empezar...
-Continuar querrá decir.
“Durante unos seis meses me sentí sólo, vencido. A pesar de ello encontré fuerzas para seguir adelante. Mi hija empezaba a hablar y la palabra que más repetía era ‘mamá’. Yo la llevaba a la guardería antes de coger el taxi y la sacaba una vez finalizada la jornada. Pero mis jornadas dependen de la clientela. Hay días en que llegaba a recogerla cuando todos se habían ido. Y para colmo soy un pésimo cocinero.
Cuando se cumplía el sexto mes, una mañana, me llamaron al taxi desde la central. Que había ocurrido algo en la guardería, que fuera a recoger a mi hija. Y ahí empezaron los horrores. No me fijé entonces, pero según averigüé después aquella mañana el cielo había estado cubierto por densos nubarrones. Creo recordar que por la tarde llovió con fuerza. Lo que sí guarda mi memoria es que fue un día con escasez de luz, porque tuve que llevar las luces del taxi encendidas y la mayor parte de los coches hicieron lo mismo.
Al llegar sacaban a la tutora entre dos personas, dirección a una ambulancia. Se encontraba fuera de sí. Lloraba y temblaba, convulsionándose al tiempo que repetía:
-Las garras, las garras...
Algunos niños de la clase de mi hija también lloraban y los empleados de la guardería no daban abasto para consolarles. Según me explicó la directora, algo había chocado contra la ventana del aula. Me mostró cómo había quedado la pared, hundida hacia el interior, con la pintura completamente desconchada y algunos ladrillos partidos. Los cristales y el marco del ventanal se esparcían destrozados por el suelo. Había una escoba y un recogedor, pero por lo visto alguien aconsejó dejarlo todo tal cual para que la policía pudiese investigar. La guardería fue cerrada durante unos meses y mi hija estuvo alterada las tres o cuatro semanas siguientes. Tuve que dejar el taxi. Lo hablé con el coordinador y me dijo que si lo deseaba podía tomarme unas vacaciones, que me lo descontarían en verano. Acepté y cuando mi hija se hubo calmado decidí coger la carretera en dirección a Valencia, donde vive mi hermano con su esposa. Unas vacaciones cerca de la playa podían estar bien. Ni que decir tiene que la policía no llegó a resolver nada. La pobre mujer que cuidaba de los niños cuando aquello pasó fue ingresada en un manicomio. Aún sigue allí. Puede comprobarlo si quiere. Déme su cuaderno....”
Basilio escribió una dirección y un número de teléfono.
-Son los datos de la guardería. Ahí le confirmarán lo que digo. Aunque mucho me temo que no querrán hablar de ello. Durante el viaje a Valencia ocurrió el siguiente episodio, pero opino, doctor, que será mejor dejarlo para la semana que viene.
-He de confesarle algo, Basilio. De los cuatro clientes que tengo, es usted quien me cuenta las cosas más extrañas. Creo que no debería decírselo, quizá sea mi falta de experiencia, pero realmente su historia me intriga. Seré sincero: No sé si se la está inventando o realmente me cuenta lo que piensa que le ha ocurrido. Esperaré ansioso su próxima visita.
-¿No desea comprobar lo que le digo sobre la guardería?
-No creo que sea necesario, pero quizá lo haga... ya veremos.
Federico Javier aguantó bastante poco. El lunes se presentó en la guardería. Le atendió una mujer joven. Llevaba escaso tiempo allí. Le explicó que era psicoanalista y que tenía un paciente que le estaba hablando de unos hechos acontecidos haría casi cinco años. La joven llamó a la directora, quien fue inmediatamente a recepción, a encontrarse con Federico. Se trataba de una mujer de mediana edad, enérgica.
-¿Es usted el psicoanalista? Sígame.
Le condujo hasta un patio vacío y allí le preguntó por el motivo de su visita.
-Según un paciente mío, hace cinco años algo se estrelló contra la fachada, justo contra la ventana de un aula donde estaba una cuidadora con algunos niños. La mujer perdió el juicio y, según cuenta mi paciente, continúa encerrada en el psiquiátrico.
La otra respondió con gravedad.
-Comprendo su curiosidad. Pero le aconsejo que no remueva las cosas o encontrará Aquello que nadie desea encontrar. Dígale a su paciente que lo olvide. Es lo mejor para todos. No le haré perder más el tiempo. Sepa que ningún testigo desea recordarlo.
-Al parecer mi paciente sí.
-Se equivoca. Su paciente lo que quiere, seguramente, es soltarlo. Desprenderse de la pesadilla. Y ahora, por favor...
“Decidí salir de madrugada, para evitar los atascos. Serían las seis y cuarto, aún de noche, cuando ocurrió. Llevaba ya unos cuantos kilómetros recorridos por la nacional. Clara dormía en el asiento para niños. Apenas la desperté al meterla en el coche. Yo llevaba en pie desde las cuatro. Primero bajé las maletas y luego la cogí en brazos, procurando que siguiera durmiendo. Sólo un momento abrió los ojos para mentar a su madre y al verme sonrió y se volvió a dormir. Pero el eco de su voz resonó por el garaje y... ¿Recuerda el don del que hablé el otro día? Puedo sentir el alma de los demás. Pues me pareció sentir el de mi esposa en algún lugar no muy lejano. Me había pasado más de una vez. El sentimiento de que mi esposa me aguardaba, me había perseguido durante un tiempo. Yo pensaba que se trataba de la melancolía que me producía su ausencia. Pero en aquel instante no fue melancolía. Y probablemente nunca lo fue. Creo que mi esposa nos aguardaba, de un modo u otro. Pero como digo, lo importante ocurrió cuando ya llevaba un buen rato de viaje, bajo el cielo de Castilla.
Como había previsto, encontré la salida de Madrid despejada. Y al coger la carretera nacional nada cambió. Iba a una velocidad de ciento quince quilómetros por hora, más o menos. Nunca supero los ciento veinte. Y mucho menos con mi hija en el coche. Como ya se habrá dado cuenta, soy un hombre prudente, de placeres pequeños y tranquilos, alejado del prototipo de juventud actual, alocada, ebria y aventurera, amiga del riesgo inútil... Para mí, ir a ciento quince por una autovía es mucha velocidad. De hecho, iba tan rápido por los nervios. Sentía alejadamente la presencia de mi esposa, la cual se iba acercando. De algún modo eso, en vez de alegrarme, me inquietaba. Sabía que lo que sentía no podía ser real. Nunca he sentido una presencia de ese modo. Imagínese que usted, de pronto, fuera capaz de oler lo que se cocina a quinientos o mil metros de aquí. Yo, normalmente, sólo siento la presencia de las almas cuando las tengo cerca. Incluso en ocasiones ni las percibo hasta que no veo a la persona y centro mi atención en ella. Sé que parece absurdo hablar de un don así. Es usted libre de opinar como quiera.
El alma de mi esposa iba acercándose. Nos encontrábamos en mitad de las llanuras castellanas, bajo un cielo estrellado, sin luna. Fue cuando miré el reloj y vi que pasaban de las seis. Entonces las estrellas parecieron perder su brillo y una sombra tapó la carretera. Fue una suerte, porque frené y eso hizo que el inminente impacto fuera más leve. Tras el choque todo fue caos... Apenas recuerdo lo que ocurrió y no quiero recordar más. De hecho a veces me espanto de lo poco que mi memoria me revela. Sé que sonó un grito, profundo, como de mil voces que eran una sola. Agudo y grave a la vez. Clara se despertó sobrecogida. Luego una sacudida brusca, un impacto seco. Entonces debí perder el conocimiento. Lo siguiente que recuerdo es dolor y sangre por todo el cuerpo, mientras me arrastraba afuera del coche, que se hallaba volcado, saliendo por la ventanilla del copiloto. Me costaba respirar y apenas lograba ver a través de la sangre que debía manarme de la cabeza...”
Basilio se levantó el flequillo y Federico Javier pudo entrever la cicatriz de unos cinco centímetros de longitud.
“Lejano, como de otro mundo, sonaba el llanto de Clara, que aún estaba encerrada en el interior del vehículo. El corazón bombeaba con fuerza, alterado. Pero a pesar de todo el aturdimiento, de todo el dolor y de toda la sangre, podía percibir el alma de mi esposa sobre el coche. Reconozco, y no me avergüenzo de ello, no me considero un cobarde por tal cosa, que en un primer momento no quise darme la vuelta. No quería ver qué había encima del coche. No quería saber qué era aquella presencia que en lo más hondo de mi corazón conocía tan bien. Pero me giré. Incluso en los instantes más aterradores la curiosidad puede vencer al miedo. Y entonces vi la cosa más monstruosa que la imaginación humana puede llegar a concebir. Un ser desproporcionado, enorme, que movía el coche buscándola. Pero sus garras eran tan grandes que no podía abrir la puerta. Las formas negras y difusas se confundían con las tinieblas de la noche. Ni el mejor de los pintores sería capaz de dibujar Aquello. No tenía ni principio ni fin. Sólo las garras que salían del cuerpo y sacudían el coche, poniendo en peligro a mi hija.... y unos ojos. Unos ojos amarillos que me miraron durante un segundo atroz... Pero entonces, cuando todo hablaba de muerte y de infierno, despuntó el sol en lontananza. La Cosa alzó el vuelo y yo terminé de perder el conocimiento.”
-Bueno, supongo que se detiene porque prefiere continuar la semana que viene.
-Así es. Por cierto, ¿ha pasado usted alguna vez por la Calle del Ajo?
-Sí.
-¿Se ha fijado que en uno de los edificios hay un piso con la fachada y la ventana más nuevas que el resto?
-Ahora que lo dice... Sí. Claro, ahora que lo dice...
-Ahí vivo.
A la semana siguiente Basilio contó:
“Salí del hospital antes de que me dieran el alta. Conozco a mi esposa y estaba convencido de que si ya había intentado llevarse a su hija dos veces, habría una tercera. A pesar del terror que me producía, tenía que enfrentarme a ella porque estaba convencido de que fuera a donde fuera no había lugar en el mundo que escapara a su alcance. Podía sentir su presencia. Por eso saqué a mi hija del ala de psiquiatría y me la llevé a casa. Hablaban de stress post-traumático. Ignoraban que llevándomela les estaba haciendo un favor. Por suerte Clara sólo tenía un par de rasguños.
Si le soy sincero nunca me consideré un hombre especialmente valiente. No obstante, mi hija era lo más importante de mi vida y por eso tuve el valor de llevármela a casa y atrincherarme allí. Pasé unos días horribles.
En el hospital me habían recetado una serie de pastillas contra el dolor. Apenas podía mover el cuello sin ver las estrellas. Cuando ponía el pie izquierdo en el suelo era como si estuviera pisando sobre fuego, pero cuando ponía el derecho era aún peor. Con los brazos no me era posible hacer ciertos movimientos. Ni tan siquiera era capaz de aguantar dos minutos de pie sin que la espalda me doliera. Con todo, decidí no tomar las pastillas. No podía permitirme estar drogado. Además, a los tres días ya no me molestaba tanto la espalda y casi podía apoyar el pie izquierdo con normalidad.
Ignoraba cuando vendría a excepción de que lo haría sin sol, por lo que velaba a mi hija por las noches y dormía por el día. Pero era difícil. Había que bajar de cuando en cuando a comprar algo de comida. Además un día decidí adquirir un arco y tres flechas en una tienda de deportes. Como no podía cargar con mucho peso, me fue imposible abastecerme de golpe. Esto, junto con los dolores, llevaba a que realmente tuviera pocas posibilidades de dormir.
A la semana de vigilia empecé a sorprenderme quedándome dormido en la silla, pues había puesto una junto a la cama de Clara, frente a la ventana por la cual vendría ella. Siempre tenía la flecha y el arco a punto. Me parecía inhumano estar armado mientras a medio metro dormía mi niña, soltando leves, dulces, ronquidos. Por lo menos no era una pistola.
Perdí el empleo de taxista. Pensaban que se me había ido la cabeza. No paraban de hacer piadosas llamadas, intentando convencerme de que visitara a un profesional. Hasta que arranqué el teléfono.
Llegó la noche en que la presencia se intensificó. Ya casi podía mover los brazos sin sentir nada, así como girar el cuello. Pero andaba mal de sueño. Los párpados se me cerraban y las manos se aflojaban. A la una, aproximadamente, tuve que recoger el arco del suelo, pues me había dormido. Sabía que vendría antes del próximo amanecer. El encuentro tenía que ser definitivo. Pero ¿y si venía Alguien más? Pensé entonces en el Falso Amigo, en el Satanás que se la llevó de casa. Sin duda, había algo más poderoso y maligno, más aterrador que el monstruo infernal al que esperaba esa noche. El Mal en estado puro, si es que el Mal puede poseer pureza. La Oscuridad, la Eterna Tiniebla, el Fuego Negro del Tártaro... Algo absolutamente más aterrador que cuanto yo había visto y vivido. Tenía miedo. Estaba aterrado. Al lograr espabilarme por un rato, a eso de las dos, lloré como un cobarde.
Me hallaba en pleno llanto cuando la voz oída días antes en la carretera rugió hasta ensordecerme. Fue como si el infierno abriera su boca y avisara de que tragaría a cuantos alcanzara. En los pisos vecinos se escucharon ruidos y voces asustadas. Clara se despertó sobresaltada y yo me abalancé sobre ella, soltando lo que tenía en las manos y cogiéndola entre brazos. Fue algo estúpido, irracional, instintivo. Tenía la intención de sacarla de allí y llevarla a un lugar seguro... ¡ridículo!
Una vecina gritó como si le fuera el alma en ello. Yo presentí a mi esposa, cuya alma parecía más oscura que nunca. La sentí tan cerca que me quedé paralizado, sin terminar de salir de la habitación, apretando a Clara contra el pecho. Miré por la ventana y descubrí un enorme ojo amarillo. Pensé que no cabía, que no podría cogernos, que estábamos fuera de su alcance. La ventana era demasiado pequeña para ella. Al momento un fuerte golpe hizo temblar al edificio entero y yo perdí el equilibrio, con la suerte de caer de espaldas, sin daño alguno para Clara. No la soltaba por más que la niña llorase. Rogué a Dios que tuviera piedad de mí. Ella había arrancado la pared entera de la habitación. Seguía siendo un hueco pequeño para la criatura, pero cabían las garras. No sabría si decir pata o mano, pues no tenía forma de lo uno ni de lo otro. Eran garras, como dedos, medio de carne, medio de aire, medio sólidos, medio líquidos... La mano, que ocupaba la habitación entera, se acercó con la intención de arrebatarme a Clara. Yo grité:
-¡Pero acaso te has olvidado de que es tu hija?
Y todo cesó de golpe. Las garras, el ojo, las tinieblas... Mi hija lloraba y no era la única. Más de un vecino la acompañaba. A través de las paredes se seguían escuchando las guayas de las gentes aterradas. Yo permanecía mudo, mirando por el hueco que había dejado, por la pared que ya no estaba. La presencia de mi esposa había desaparecido. Nunca más volvió bajo esa forma. Tenía la seguridad de que había acabado. Pero me quedaba el sabor de que aquello sólo había sido un capítulo más en la Historia del Maligno. La famosa punta del iceberg. ¿Qué había detrás?
A la mañana siguiente la policía encontró a Marta desnuda en un pajar. No recordaba nada. Ni siquiera recordaba al Falso Amigo. Y creo que es lo mejor que le podía ocurrir. Por desgracia, encontraron el cadáver de éste en el mismo pajar. Estaba despedazado. Algo le había destrozado el cuerpo, esparciendo sus restos. Supe que era él porque la cabeza, cortada, se había mantenido intacta.
Durante más de dos años han intentado relacionar a mi esposa con el difunto. Incluso me han intentado relacionar a mí. Finalmente, al no hallar pruebas de ningún tipo, concluyeron que ni mi mujer ni yo podíamos haberle matado.
Si continúo viviendo en el mismo lugar y si no he tratado de hacer recordar a Marta, todo ha sido para protegerla. Cuantas menos preguntas se haga acerca de lo que ocurrió, mejor. Creo que Clara olvidará los hechos, aunque algunas noches aún se despierta sobresaltada. Estoy convencido de que con el tiempo los considerará una mala pesadilla en una noche indigesta. Yo, cada vez que me pregunta, niego que tales cosas hayan sucedido. Pero me cuesta mucho mentirle. Y la pared y algunos dolores y cicatrices que aún perduran en mi cuerpo... son vestigios de lo que ocurrió realmente, nunca los podré borrar. Pistas que ponen en peligro el secreto.
De vez en cuando no puedo evitar preguntarme: ¿Qué había detrás de todo? ¿Qué convirtió a mi esposa en Aquello? Todas las noches rezo y pido no llegar a descubrirlo.”

Nadie en la ciudad

Nadie en la ciudad, sólo un coche negro que cruza silenciosamente, como si de un fantasma se tratara. Madrid, las 4:30 de la madrugada. Dos grados centígrados bajo cero. Los árboles del Paseo de la Castellana mueven las ramas con nervio. El vehículo cruza una plaza tomando la glorieta por el lado contrario, el jinete de la estatua ecuestre es el único testigo.
Todo en silencio. Los edificios decimonónicos, los bancos, los centros comerciales... silencio, luces apagadas. Aparte de las perennes farolas sólo hay una hilera de luceros verdes, que se apaga al tiempo que se enciende una de rojos. Un minuto después vuelven los semáforos al verde. En silencio.
Como un rayo avanza el vehículo por la Castellana. Ya ha llegado a la altura del insigne campo de fútbol. En su interior, se desparrama una botella de güisqui. Se le ha caído al copiloto, que se ríe y pide más velocidad. Dentro del vehículo hace calor y la música está muy alta. Afuera el frío es impulsado por el viento, silenciosamente.
Un mendigo duerme en una parada de autobús, arropado por telas sucias y cartones, en la Plaza de Castilla. Hacia allí sube el vehículo negro. Pero va demasiado deprisa y su conductor está ebrio. Por despiste casi se pasa el desvío, a punto ha estado de meterse por debajo, pero un volantazo de última hora manda al coche al lateral y de inmediato tiene que volver a girar para no salirse del asfalto. Entonces la inercia puede al vehículo, que derrapa quejumbrosamente un par de segundos, se inclina, vuelca, comienza a dar vueltas con estruendo... El ruido despierta al mendigo. Una mole negra se acerca girando sobre sí misma. Fin. Las almas abandonan el lugar de los hechos. Los cuerpos se quedan. Todo vuelve al silencio. La misma historia con otros protagonistas.

La beldad dormida

En una casa, en mitad del bosque, dormía una beldad con profundo sueño. Su pelo era largo y vestía un traje azul que le llegaba hasta más allá de los pies. El bosque estaba protegido por una cúpula invisible. Nada ni nadie podía atravesarla. No se podía entrar ni salir.
El príncipe viajero había estado buscando a la beldad durante toda su vida. La amaba, pues había sido embrujado por poderes superiores a los de los hombres. El príncipe, sabedor del lugar donde dormía su amada, viajó hasta los límites de la cúpula. Intentó atravesarla con su lanza y la lanza se rompió. Luego lo intentó con la espada, hasta que el filo se partió. Finalmente principió a golpear con los puños, intentando romper la cúpula. Pero la cúpula se resistía. Él lo intentaba, lo deseaba, se esforzaba... pero no podía... ¡No podía! Y entre golpe y golpe soltaba un lamento... Y no comprendía por qué amaba a una beldad dormida.

Charla entre el carpintero y el poeta


Tras comer comenzaron una distendida charla los dos amigos. Hacía tiempo que no se veían y tenían mucho de lo que hablar. Empezaron por lo más importante.
-Pues sí, sigo queriéndola como el primer día... quizá más. Pero últimamente la veo poco. Creo que está saliendo con un francés. No lo sé, prefiero no saberlo. Bien sabes que vendería mi alma por estar cinco minutos con ella... – afirmaba el carpintero.
-Ya sabes que son ellas las que eligen – incidió el poeta.
-Lo sé... lo sé... Lo sé perfectamente. ¿Qué me vas a decir a mí?
-No deberías obsesionarte con ella. Hay más y mejores mujeres en el mundo.
-Pero ninguna me conoce como ella. Ninguna me ama como ella.
-Pero ella está con otro...
-¿Y tú te consideras poeta? ¿Acaso no sabes distinguir entre el corazón y la cabeza? ¿Acaso no sabes qué diferencia hay entre actuar por amor y actuar por orgullo...? Yo lo aprendí tarde, ahora sé que el orgullo mata. El orgullo extermina el amor.
El carpintero se levantó alicaído y se dirigió a la terraza. Hacía una temperatura agradable y el céfiro sabía dulce. El sol comenzaba el ocaso alargando sombras. El poeta siguió a su amigo, que le ofrecía un sillón allí, a su lado. Parecía que el carpintero quería decir algo, pero necesitaba digerirlo primero. Por eso el poeta calló. Le miraba fijamente. El carpintero se hallaba sentado con el trasero en el borde del asiento, hundido sobre el respaldo, contemplando los claroscuros del horizonte.
-La perdí por orgullo... – dijo por fin. – Un poco, sólo un poco de humildad habría bastado. Pero fui demasiado orgulloso para humillarme... ahora me arrastraría ante ella, le diría: “soy tu siervo”...
-¿Crees que es feliz?
-¡Qué preguntas! Por supuesto que no. Siempre eligen ellas, tú mismo lo has dicho. No fui yo quien la eligió a ella. Aunque hubo un tiempo, imbécil de mí, en que así lo creía. Pero me equivocaba. Son ellas las que eligen. Y si una mujer te ama... de algún modo quedas ineluctablemente atrapado en su merced...
-¿Quieres decir que ella te sedujo?
-Quiero decir que nadie me ha mirado como ella. Nadie me ha sonreído como ella. Nadie me ha acariciado como ella. Nadie se ha reído conmigo como ella... y nadie se ha enfurecido conmigo como ella.
-¿Acaso la cantidad de furia puede demostrar amor?
-No es eso. No ha habido en sus disgustos más o menos furia que en los que tú y yo hemos tenido a lo largo de los años. Es la manera, es el cómo... Muchas personas me han pedido una mesa, una silla, un mueble... ella me dijo: “Hazme una mesa”. Pero ella no quería una mesa. Ella quería que yo hiciera algo por ella. Lo que fuera, pero que fuera por ella. Por eso dijo: “Hazme una mesa” y eso no me lo ha dicho nunca nadie.
-Yo recuerdo habértelo dicho.
-No. Tú me pediste una mesa. Ella me pidió que hiciera.
-Pero utilicé las mismas palabras...
-Utilizaste las mismas palabras, pero en ellas no había amor. Tú querías una mesa. Y yo te di una mesa. Ella, en cambio, quería mi atención... y yo, imbécil, le di una mesa. Y ahora vendería mi alma por estar cinco minutos a su lado.
Se hizo el silencio, el sol había descendido un poco.
-No sé qué escribir, amigo. Siento que lo he perdido todo – afirmó el poeta.
-¿Te falta inspiración?
-Estoy perdido. No sé lo que busco, ni dónde encontrarlo. Las palabras se agolpan en mi cabeza sin ningún rumbo, sin ningún sentido. Quieren salir. Yo sé que desean hacerlo. Pero no las entiendo. No sé lo que buscan. No sé hacia dónde quieren caminar.
-¿Cuánto hace que no escribes?
-Una semana o diez días... No lo sé. Pensarás que es poco tiempo, pero he de decirte que en realidad llevaba escribiendo muy poco los últimos meses. Imagina una chimenea y en la chimenea una hoguera. Cuando hay madera nueva para arder la llama sigue viva, gigantesca, abrasa con sólo mirarla. Pero a medida que la madera se consume la llama pierde vigor. Llega un punto en el que ni siquiera hay llama. Lo que arde son las brasas, que aún están al rojo vivo... pero sin llama. Y poco a poco las brasas también se van apagando. Finalmente, las cenizas dejan de emitir calor... Eso es lo que temo... Sólo quiero llorar...
-¿Qué fue lo último que escribiste?
-Me escondía en la noche, con un spray en el bolsillo, y allí donde nadie miraba escribía la frase: “Que sólo te guíe el amor”. Pero temo que ya no tengo la fuerza de antaño. Ya no le complico la vida a las personas...
-¿Qué estás diciendo?
-Eres mi amigo desde hace mucho tiempo. Conoces perfectamente lo que escribo y sabes que mis palabras sólo tienen un propósito... zarandear la vida del lector. Que aquel que me lea se vea cuestionado por su propia conciencia. Que al leerme pueda ver un reflejo de sí mismo y en dicho reflejo aparezcan todos los defectos que nunca quiso ver. Quiero que quien me lee sienta angustia de sí mismo... la misma angustia que siento yo al escribir.
-¿Y crees que has perdido la fuerza?
-Creo que mis palabras ya no le estropean la vida a nadie. La gente que me lee sigue con su vida igual que antes de leerme. Algunos me dicen que soy genial y otros me muestran su respeto, afirmando que disfrutan con mi obra... pero sus vidas... sus vidas siguen siendo las mismas, con las mismas miserias, con las mismas penas... y eso no puedo soportarlo. No quiero entrar en sus vidas como el viento que entra por una ventana y sale por otra, por muy refrescante que sea. De hecho ni siquiera deseo entrar en sus vidas. No quiero que se acuerden de mí... no quiero que sepan de mí. Lo único que deseo es que al leer algo mío su visión del mundo quede trastocada... Pero no lo logro. Sólo logro felicitaciones o críticas... Nadie me ha dicho: “mi vida era sencilla, fácil, reconfortante... hasta que te leí. Desde entonces siento que me falta el aire”... y yo sólo quiero llorar. Ya no sé qué más escribir... ¡se me acabó la madera, carpintero, no puedo seguir alimentando las llamas!
El sol comenzaba a ocultarse tras la montaña y los dos amigos escuchaban la escena.
-Al menos – dijo el carpintero – está siendo una tarde apacible.
-Sí, echo de menos las tardes cuando, infantes, nos sentábamos en las ramas de los árboles a ver anochecer... y mirábamos durante horas, preguntándonos por aquel inmenso misterio... y éramos felices porque no deseábamos nada más que aquello que nos era dado...
-Pero crecimos.
-Y eso nos complicó la vida, como si hubiésemos leído a un gran poeta.
-¿Es eso lo que buscas, hacer infeliz a la gente, como somos infelices tú y yo ahora?
-Ya no sé lo que busco. Te digo que no sé qué dirección darle a las palabras que se me amontonan en la cabeza...
En estas estaban cuando alguien llamó a la puerta.
-¿Quién osará perturbar nuestra plácida melancolía? – protestó el carpintero mientras se levantaba y acudía a abrir.
El poeta cerró los ojos deseando que el dolor que le embargaba acabase pronto. Mientras, escuchaba de fondo:
-¿Tú? ¿Qué haces aquí?
-Mi vida era plácida. Estaba con un hombre... un hombre francés... él me hablaba con su dulce acento... Y yo creía que era feliz. Pasaba las horas y los días con él. Y también las noches... y me convencía a mí misma de lo feliz que era... No me daba cuenta de lo absurdo de todo... ¡Cómo podía ser tan triste mi vida! Cada noche me acostaba y me repetía que era feliz y me argumentaba a mí misma lo feliz que era y lo bien que me iba. Y a veces también lo hacía durante el día. Y no sólo me lo decía a mí misma, sino que me pasaba el día demostrándole a la gente lo feliz que era... porque nada me reconfortaba más que luego estas personas me comentaran: “te veo feliz”, “eres afortunada”, “has tenido suerte en la vida” y cosas por el estilo. El francés tenía un montón de virtudes. Era más fuerte y más ágil que tú. Tenía más dinero y comprendía este mundo, esta sociedad, mejor de lo que tú la comprendes y la comprenderás nunca. Sabía vestir a la moda, trabajaba de informático, tenía un coche con las últimas tecnologías... Y yo me convencía de que te superaba en todo.
-¿Y acaso no era así? Yo no tengo carné de conducir.
-Nada era así. Podemos engañar a nuestra cabeza, enmudecer nuestra conciencia, acallar nuestro corazón... pero la verdad es la que es y nada de eso puede cambiarla.
-El orgullo...
-Sí, el orgullo maldito.
-Te quiero. Hace un rato le decía a mi amigo que sería capaz de arrastrarme por ti y que sólo quiero servirte...
-Me haces feliz con esas palabras... pero no quiero que tú me sirvas, ni que te humilles por mí. Sólo con tu compañía basta.
Unos segundos de silencio.
-¿Y por qué ahora quieres estar conmigo?
-Porque un maldito, maldito y mil veces maldito... un maldito poeta escribió en una pared: “Que sólo te guíe el amor”. Y desde que lo leí no he podido conciliar el sueño. No he podido convencerme de que era feliz. Ni siquiera me parecía tan dulce el acento del francés. Le miraba y sólo veía a un extraño con quien no quería pasar ni un segundo más. Y miraba a la sociedad en que él se movía y tampoco me gustaba. Y echaba de menos estar con un carpintero que nunca sabría encajar con todo aquello. Por culpa de un maldito poeta, al que ni siquiera conozco, mi vida se ha venido abajo... lo cual me ha traído hasta tu puerta, a decirte que te quiero.
El poeta lo escuchaba todo con los ojos cerrados y se imaginaba lo demás. Probablemente su amigo ahora mismo se encontrara abrazado a la mujer que siempre había amado. El poeta sonreía con lágrimas en las mejillas.
-¿Acaso se puede ser más feliz? – murmuró justo antes de que el sol terminara de ocultarse.

Los gemelos de Vladimir



Vladimir levantó la vista al ver pasar a los gemelos y les llamó. Estos se sentaron junto a él. Vladimir había utilizado un tono severo para dirigirse a ellos, por lo que agacharon la cabeza.

-¿Le habéis retirado la palabra a vuestra hermana? – preguntó.
-Sí, Ira se comporta como una auténtica cretina – dijo uno de ellos.
-Es cierto, tiene cinco años más que vosotros... ¿Cuántos tenéis vosotros?
-Doce.
-Entonces Ira tiene diecisiete...
-Dieciséis... aún no los ha cumplido...
-Bueno, vosotros tenéis doce años e Ira dieciséis... Hace, entonces, nueve años de lo que os voy a contar.

Uno de los gemelos, el de la cicatriz en el rostro, miró al techo. El otro se rascó el muñón que tenía en lugar de brazo derecho.

“A una niña de siete años la encontraron unas monjas en una chabola. De los padres biológicos nunca se supo. La niña cuidaba de sus hermanos, ambos de dos años. Iba a por agua a la fuente, robaba comida para ellos... Los hermanos estaban heridos, seguramente por los malos tratos a que habían sido sometidos con anterioridad. Sólo sabían llorar de dolor. A uno de ellos hubo que amputarle un brazo. Las monjas los llevaron a una residencia, curando las heridas de los pequeños. Dieron preferencia en la adopción a aquellos chiquillos. Pero los adoptantes se negaban a llevárselos a todos. Hasta que unos esposos, llamados Aliona y Vladimir, toparon con la organización que se encargaba de tramitar las adopciones de la residencia donde se hallaban los tres hermanos. Querían adoptar una niña y cuando les presentaron a una tal Irina quedaron encantados con ella. Les dijeron que si querían adoptarla, tenían que llevarse a los gemelos también. Pero los gemelos tenían un aspecto desagradable. Sus marcas en el cuerpo, ese brazo amputado, esa mirada oscura de miedo y tristeza... No, el matrimonio quería a una muchacha bonita, tímida, obediente... Se trataba de un par de caprichosos... ¡Qué monstruosos podemos ser los humanos! ¡Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra...!

Como tenían dinero, Aliona y Vladimir consiguieron la adopción de Irina, saltándose muchos de los trámites. Pero la niña amaba a sus hermanos. Había ejercido de madre, les había salvado la vida no tanto tiempo atrás... Según el taxi se alejaba de la residencia, Irina miraba el camino que quedaba atrás, totalmente seria. Aliona y yo tratamos de alegrarla inútilmente. Al cabo de un rato, como veíamos que todo era inútil, intentamos comprar su alegría... Aliona y Vladimir pensaban que el amor se medía en dinero... Le ofrecimos regalos y cosas. ¿Quieres esto? ¿Lo otro? ¿Qué te parece si...? Quien esté libre de pecado... Mirad los techos de madera de esta casa. Hace nueve años Aliona y Vladimir vivían en una casa lujosa.

-Quiero hacer pis – nos dijo. De modo que paramos el taxi y bajamos con ella, que se fue tras un matorral. Nosotros estuvimos esperando a que acabara... y esperando y esperando...

Encontramos a Irina desandando el camino tres kilómetros más atrás. Nos pusimos a hablarla, a intentar hacerla comprender. Quisimos abrir sus ojos... Nosotros éramos tan, tan listos... Pero aquello ya nos dolía. La niña no quería estar con nosotros. Por más que lo negásemos era así y nuestras conciencias se removían por ello.

Al final, metimos a la niña en el taxi y fuimos al hotel donde nos alojábamos, en espera del avión del día siguiente. Al amanecer siguiente la niña no estaba. La buscamos por todo el hotel, por la ciudad... Es curioso, porque la buscamos allí donde sabíamos que no la encontraríamos.

Finalmente decidimos, con todo el dolor de nuestro corazón, ir a buscarla a la residencia. La habían encontrado las monjas, llorando al pie de una cama en la habitación de los gemelos. Eso nos rompió el alma. Enfurecimos, insultamos a las monjas, insultamos a la organización y a los que trabajaban en ella, les acusamos de engañarnos...

-¿Pero de qué os hemos engañado? – nos decían.

Aliona y Vladimir estaban ciegos. Con la furia buscaban donde no podían encontrar. Renunciaron a la adopción de la niña. Incluso pusieron una denuncia a la organización, incluyendo nombres y apellidos propios. Pero un día le contamos la historia a una sirvienta que teníamos en casa y ella nos respondió:

-¿Y por qué no adoptaron a los hermanos también?

Eso nos descolocó. Peor fue cuando, un mes más tarde, Aliona y Vladimir vieron cómo la sirvienta había comenzado los trámites para la adopción de esos niños. Entonces tocamos fondo. Aquella mujer cobraba una nimiedad en comparación con nuestros sueldos. No tenía nada que ofrecer a los tres hermanos. Con ella y con sus cinco hijos, huérfanos de padre, sólo obtendrían pobreza y sufrimiento...”

En este punto, Vladimir interrumpió el relato y se puso a llorar, pidiendo perdón a Dios. Él, que nunca había tenido fe; que creía en la Ciencia.

-Hijos míos – consiguió decir. – Hijos míos, yo... Sólo puedo pedir perdón. No tengo derecho, siquiera, a teneros como hijos.... No merezco vuestro amor...

“Cuando aquella noche mi esposa y yo estuvimos dialogando, todo terminó en lágrimas. Nos abrazamos y lloramos el uno sobre el otro. Hasta que vuestra madre decidió cambiar. Me propuso repartir nuestras riquezas, una parte para la sirvienta y sus hijos. Otra para reformar y ampliar el hogar de los niños huérfanos y abandonados... Lo vendimos todo... y decidimos adoptaros. A los tres.

Margarita, la sirvienta, a la que vosotros conocéis como ‘tía Rita’, recibió la noticia con gran alegría. Nos llamó mucho la atención que por el dinero dio las gracias secamente y, en cambio, cuando le dijimos que no os adoptase, que os adoptaríamos nosotros... ¡Nos abrazó! Se volvió loca de alegría...”

Llegado a este punto Vladimir besó a sus hijos en la frente, uno detrás del otro, se levantó y se fue. Los gemelos aún permanecieron un buen rato en silencio.