lunes, 15 de febrero de 2010

Y no eran amigos

Ni las altas temperaturas podían apartar a la gente de allí. La puerta del “saloon” estaba destrozada. En torno a ella se amontonaban hombres y mujeres. Había otros que preferían mirar a través de las ventanas. Uno de ellos era John “el Frío”, quizá el sheriff con mejor fama de la zona. Rápido con el revólver, compasivo, valiente... Por eso los vecinos le preguntaban:

-¿Va a entrar ahí?
-¿Qué piensa hacer?

Pero John sólo devolvía una mirada silenciosa. Sin embargo, los demás insistían e insistían, por lo que terminó gruñendo:

-¿Queréis dejarme pensar tranquilo? Ya me gustaría poder resolver esto como de costumbre: sacar al individuo a la calle, retarle a un duelo, desarmarle de un disparo... y decirle que se marche y no vuelva más... Pero, ¿cómo voy a retar a...? ¡Eso! ¿Cómo voy a sacarlo de ahí? ¿Cómo creéis que podría hacerlo...?

Entonces se montó un revuelo:

-Pero usted es el sheriff, tendría que saber...
-¿Qué tendría que saber? Ni siquiera sabía que estas cosas existían... Ese... Las alas de ese bicho miden como... como... ¡Rayos!, su cabeza es más grande que un hombre.
-Y ¿por qué no se lo toma como si fuera un toro?, un toro muy grande... muy, muy grande...
-O mejor, una especie de encierro...
-Pero... ¡pero estáis locos! ¿De qué cuernos habláis?

Los habitantes estaban tan ensimismados que no vieron acercarse a un hombre montado a caballo. El recién llegado, cuyos rasgos faciales adivinaban su origen oriental, vestía como un cowboy, incluido el sombrero, llevaba revólver al cinto y fumaba tranquilamente un cigarrillo. Desmontó, ató al caballo junto al abrevadero y fue andando hasta el “saloon”.

-Yo entraré – dijo tirando el cigarrillo y pisando la colilla.

Le abrieron un pasillo entre murmullos:

-Un chino...
-¿De dónde demonios habrá salido?
-Papá, ¿por qué tiene esos ojos tan raros?

Una vez dentro, saltó la barra y se sirvió un whisky con hielo. Volvió a saltar la barra, puso los brazos en jarra y echó un vistazo al local. El ingente dragón reposaba ocupando la mitad del espacio. Las mesas y sillas habían sido derribadas o destrozadas a su paso, de modo que el hombre tuvo que levantar una mesa para poner la bebida. Seguidamente acercó una silla y se sentó a horcajadas, con el respaldo por delante.

-¿Por qué tuviste que escapar? – le preguntó a la criatura.
-Sabías bien que no podía aguantar más allí.
-Tómate tu tiempo y volvamos. Eres la mejor atracción. Sin ti perderemos clientes...
-Yo no soy un animal de circo. Quería volver a ser libre... Pero ese... Hizo que me dispararan dardos...
-¿Y qué pueden hacer unos dardos a una criatura de quince metros de grande? – preguntó mientras se llevaba el vaso a la boca.
-Envenenarlo... – La mano del whisky se detuvo.
-Ya veo... – Tras respirar profundamente bebió un buen trago y se giró hacia la mesa donde había dejado la botella. Recargó la copa al tiempo que el dragón decía:
-El dueño siempre tuvo mano dura...
-Pero tú eres la mayor atracción del circo.
-Me estoy muriendo, Pistolero Infalible, lo creas o no...

El Pistolero Infalible se bebió otro trago.

-Me gustan estos whiskys... Creo que es el clima: hace que cualquier cosa sepa bien – comentó. Luego cambió el tono – Entonces habrá que buscar a alguien que te sustituya... ¿Cuánto tiempo crees que tardarás en morir?
-¿Cómo puedes ser tan cruel...?
-Cuando tú mueras tendré que volver... Si no lo hago, mandará a Mc Clain... y ese tío no hace prisioneros.
-¿Es que no quieres volver...?

El Infalible miró el vaso.

-Creo que este whisky ya no me sabe tan bien...

El dragón mostró su última sonrisa:

-Me gustaba el número del Pistolero Infalible. ¡El más rápido del oeste! ¡La mejor puntería! Trataba de verlo siempre que podía, mirando entre alguna rendija... Te las apañarás bien sin mí, Infalible.
-Siempre me las apañé bien sin ti... Tan sólo te conocí hace dos años. No es suficiente para forjar una verdadera amistad. La amistad necesita más tiempo... ¿verdad?
-¿Y cuánto tiempo necesita? – El otro no respondió, de modo que el dragón pasó a un nuevo tema. – Mi religión dice que cuando los dragones morimos, nos convertimos en estrellas... Pero, ¿qué hay de cuando mueren las estrellas?
-Vaya preocupación más absurda. Probablemente yo muera antes que tú. Seguro que Mc Clain ya está en camino. Y si no lo estuviera... es lo mismo. Ya he vivido demasiado. Digan lo que digan, treinta y cinco años son suficientes para mí...
-¿Qué estás diciendo?
-Mientras entraba aquí los curiosos me llamaban “chino”... Estoy tan lejos de mi tierra que ni siquiera me llaman extranjero. Me llaman “chino”. ¿Qué tengo yo de chino?

Ambos guardaron silencio unos instantes.

-Gracias por venir – dijo el dragón. – No quería morir solo.
-Pues morirás solo. Ya he perdido muchas cosas en mi vida. Tú no serás una más. No te daré tiempo. Dicen que el sheriff de este pueblo es rápido. ¡Comprobémoslo!

El Infalible salió del “saloon”. El dragón trató de seguirle, pero apenas pudo alcanzar la puerta: las patas ya no le respondían.. En aquellos momentos nadie le prestaba atención. Todas las miradas se centraban en “el chino” que, poniéndose en mitad de la calle, gritaba:

-¡Sheriff! ¡Sheriff! ¿Dónde está el maldito sheriff?
-Estoy aquí, chico...
-¡Vosotros habéis envenenado a mi amigo!

El dragón trató de decir algo, pero la voz no le salió.

-¡Vosotros le habéis envenenado y yo tomaré venganza! – clamaba el Infalible. - ¡Sheriff, si no sales al centro de la calle para tener un duelo en condiciones, empezaré a disparar contra las mujeres y los niños!

John el Frío hizo lo conminado. Todo el mundo guardaba silencio. Aquel era un pueblo pequeño, en mitad del desierto. El sol golpeaba con fuerza en las cabezas de todos. Una calma tensa surcó la calle... Y entonces un par de rápidos movimientos, el sonido como de dos truenos muy seguidos... El revólver del Infalible voló por los aires. También el sombrero del sheriff.

-¡Ha muerto! – dijo un niño. - ¡El dragón ha muerto!

El Infalible se dejó caer de rodillas. Se miraba la mano con rabia.

-A la mano... Me ha disparado a la mano... ¿Quién le manda dispararme a la mano? – gritó antes de ser golpeado por la culata de un rifle.

Los ayudantes del sheriff le arrastraron hasta su caballo y le montaron en él. Luego lo espolearon, despidiéndose al grito de:

-¡Y no vuelvas nunca más por aquí, maldito chino, o el sheriff no tendrá piedad de ti la próxima vez!

John buscó su sombrero. Mientras lo recogía se le acercó una mujer:

-Menos mal que usted es el más rápido.

El sheriff le mostró el agujero de bala que tenía el sombrero.

-¿El más rápido? ¿Usted cree? Ese chino falló el tiro aposta.

El gruñón ignorante

Cuando llegué a aquel pueblo tropecé con un anciano que iba mascullando su mala suerte y me le quedé mirando.

-Ese, el Perico, siempre se está quejando. Es un gruñón y un ignorante – me dijo un oriundo.

Siempre me ha gustado, cuando llego a algún sitio, antes de ir a ver los grandes monumentos y construcciones, buscar el lugar de reunión popular. Y así descubrí “El Cobertizo”, que era el barucho donde se juntaban los más burros de la vecindad.

Mientras hablaba y bebía con los trabajadores del campo, apareció nuevamente “el Perico”, gruñendo y maldiciendo su mala suerte.

-Buenos días, Perico – le dijeron desde la barra.

-Buen ánima a todos – contestó él.

No tardaron en arrimarse a mi oído y susurrarme:

-¿Ves qué ignorante, que no sabe decir “buen ánimo” siquiera?

-¿Hoy tampoco te quedas un rato? – le preguntaron.

-¡Qué más quisiera! Yo es que tengo muy mala suerte. Todo me ocurre a mí. Vengo para tomarme un trago y descansar un minuto que, si no, no llego.

Se tomó una copa de orujo de un trago, soltó un suspiró y puso pies en polvorosa.

Como me habían hablado tanto de él, me picó la curiosidad y decidí seguirle. Pronto se percató de mi presencia y preguntó:

-Ay hijo, ¿qué es, que me estás siguiendo?

-Sí, bueno... esto... yo...

-Nada, nada, si no es ná malo lo que estás haciendo. Que me viene bien que me acompañes, a ver si me echas una mano, tú que eres joven.

-Si me dice primero de qué se trata...

-Si no tienes buen ánima no vengas, ¿eh?, que los vagos no me sirven.

-Está bien, no se ponga así, yo le ayudo.

-¡Pero con buen ánima!

-Con buen ánimo, querrá decir.

-Ay, hijo, yo no sé lo que es eso. Yo sé que es el ánima, pero no sé lo que es el ánimo.

-¿Y qué piensa usted que es el ánima?

-Pues esa cosa que te mete Dios pa’l cuerpo, que como es cosa divina, si está bien todo está bien, y ya más ná necesitas. Pero como esté mal, todos los dolores te duelen.

-Pues me dicen que usted se pasa el día gruñendo.

-Ay, si es que me pasa todo a mí. Que no puedo ni descansar un rato.

-Pues cuénteme, ¿qué es lo que le pasa?

-Vale, pero andando, que no llegamos... Mira, te pondré un ejemplo de lo que me ha ocurrido esta mañana. Iba yo a tomar un trago a “El Cobertizo”, pa’ jugar a las cartas con la gente, y esas cosas... Que a tol mundo le gusta. ¿O no? A ti también, ¡pájaro! Pues ¿no voy y me encuentro con el abrevadero partío por la mitad? Que esta es una región ganadera. Mira, ¿ve allí en aquel monte? Vacas ¿Y allí? Más vacas. Pero esas son pa’ la leche. Y ¿dónde beben todas? En el abrevadero de este pueblo. ¿Y no voy yo y tengo la mala suerte de verlo roto?

-Pero hombre, eso no es problema suyo...

-¡Ay que no! Si no lo hubiera visto, no lo hubiera sido. Que cuando muerto, me hubiera preguntado el Señor: ¿Perico, por qué no arreglaste el abrevadero? Y yo le hubiera contestado: No lo vi, Señor, es que no lo ví... Pero es que sí lo vi. Sí que lo vi. Y cuando muera, ¿qué le digo yo al Señor? Porque él lo sabe todo. Y sabe que yo vi que el abrevadero estaba roto y alguien tenía que arreglarlo, y yo no quise... ¿Qué le dirías tú? Na`, pues claro. Así que me fui a la carpintería, a por materiales pa’ arreglarlo. Y allí estaba la Martuca, la pequeña de Camposanto, y me dice que todavía no se sabe los colores. ¡Fíjate qué mala suerte la mía! Aunque también habría que preguntarle a los profesores, que esa niña no es muy lista, pero ya tendrían que haberle enseñado los colores. Pues nada, toda la mañana me la pasé para enseñarle el rojo, el amarillo y el azul. Y mañana me toca más, porque se le habrán olvidado... y tendré que enseñarle alguno otro, como usted comprenderá, porque con tres colores no se pué vivir... Así que a mediodía no pude irme a casa, porque todavía me faltaba el abrevadero. Que tuve que rehacerlo casi entero, porque el agua se colaba por los lados, y allí las vacas no podían beber.

-Pero comió por la tarde...

-Ay, hijo... ¿Que no voy para casa y oigo un lamento? Que estaba la plaza con otras personas y yo pregunté: “Pero ¿es que no oís el lamento?” Pero se ve que en ese momento estaban todos con el ánima mala, y nadie quiso ir a ver de dónde venía. Así que tuve que ir yo. Y es que resulta que la viuda del Andrés se había puesto mala. Y como a mí me ha tocado atender ya a más de una viuda enferma, pues sé lo que hay que hacer en estos casos. Pero, fíjate mi mala suerte, que va la mujer y se muere. Que yo le dije a Dios: ¿pero Señor, no podías haberte esperao un poquito, que tiene mi esposa la comida ya fría en la mesa? Pues nada. Que yo no sé lo que hago mal, que el Señor me está poniendo tol día a prueba. Y otra vez que me tocó preparar el entierro. Ya he llamado al cura y a los de la funeraria...

Cuanto más hablaba el hombre más escamado estaba yo. Pensaba que este exageraba, que, por como lo trataban, tenía que estar mintiéndome. Pero entonces llegamos a una casa y en una habitación reposaba el cadáver de una anciana, vestida de negro. Perico puso los brazos en jarras, aunque no duró mucho así.

-Necesita un Rosario, pa’ ponerle entre las manos. Seguro que tiene alguno en algún lugar. Tú busca por el comedor, que yo miro en esta habitación... ¡Pero con buen ánima, eh!

Al cabo de un rato de búsqueda infructuosa, me preguntó si tenía yo alguno. Mi respuesta fue negativa.

-¡Pero será posible! Ni un poquito de buena suerte... – dijo mientras se marchaba.

-¿Adónde va?

-¿Pues a dónde va ser? A por el Rosario de mi mujer, que ya le compraré otro.

Esperé junto al cadáver. A su regreso, Perico trajo consigo a la esposa, la cual puso un Rosario entre las manos de la muerta. También le acompañaba el sacerdote y no tardaron los de la funeraria. Dimos sepultura a la anciana aquella misma tarde. Perico fue el que corrió con los gastos.

Había caído la noche cuando acabamos.

-Muchacho, muchas gracias. Pero ahora te tengo que dejar. ¡Que me cago en mi suerte! ¿No voy y me encuentro que la casa del cojo Juan tiene goteras por un agujero en el tejado? Y tenía que ser el cojo, que no puede subirse allí arriba...

Algo se removió en mi interior. Sentía vergüenza y alegría a un tiempo, por haber conocido al viejo Perico.

Cuando regresé a “El Cobertizo” y les solté:

-¡Aquí hay mucho gruñón y mucho ignorante, pero nada de eso es Perico! – empezaron a caerme palos por todos los lados, hasta el punto de que en dos minutos me habían sacado del pueblo a patadas. Todavía les quedó tiempo para espetarme:

-Mira que dejarte convencer por este zoquete... Eres el viajero más tonto que hemos conocido.

No me volvieron a dejar entrar, pero yo, cada vez que mi camino pasa cerca, me quedo un rato mirando con la esperanza de ver, siquiera a lo lejos, al santo gruñón.

No quiero fuegos artificiales

Los fuegos artificiales, las sonrisas de plástico y las luces de neón
me dan ganas de vomitar.
No quiero fiesta, sino alegría.
No quiero sonoras carcajadas, sino buen humor.
No quiero un “te quiero”, sino un amor.