Cuando los dos amigos llegaron al pueblo, lo primero que hicieron fue buscar dónde calmar la sed. Preguntaron a un anciano por un bar y este les respondió con sorna:
-En la Plaza de los Cuatro Caños podréis echar un buen trago. Hay una buena fuente.
-¿Nos podría indicar cómo llegar? – preguntó Aresio, el más cerebral y práctico.
-Pues mira, os metéis por ese callejón de allí, ¿veis? Y salís a la plaza de los Amantes de Fuego. La atravesáis y continuáis hasta la siguiente calle. La primera, no. La segunda a la izquierda y veréis una plazuca con una fuente en medio. Esa es.
-Muchas gracias –sonrió el mismo Aresio de antes.
Mateo era más tímido y solía ir un paso por detrás de su amigo. Cualquiera que los viera a simple vista, sólo a simple vista, podría pensar que Mateo era la sombra de Aresio.
Al llegar los amigos a la plaza de los Amantes de Fuego descubrieron con asombro una gigantesca estatua en la que estaban representados un hombre y una mujer abrazados, en feliz pose, al tiempo que eran devorados por las llamas.
-¿Quién lo diría, en este pueblo perdido...? – dejó caer Aresio, boquiabierto. Luego, retomando la seriedad, se dirigió al otro: - ¿Recuerdas por dónde dijo el viejo que había que ir?
Mateo se encogió de hombros y viró la cabeza a un lado, con la fortuna de que descubrió un bar. Estiró el brazo para avisar a su amigo y justo antes de tocarle se llevó un fuerte calambrazo.
-Estás cargado de electricidad estática, compañero – le soltó, jocoso, Aresio.
-Ahí hay un bar – indicó Mateo con la frente, todavía observándose la mano.
-Es verdad. Pues mejor. Vamos allá.
Una vez en el bar se sentaron junto al ventanal. Mientras les servían, lanzaban miradas a los Amantes de Fuego. Cuando el camarero, un hombre de mediana edad, trajo el refrigerio, comentó:
-Veo que os llama la atención la estatua. Los que venís de fuera nunca esperáis una cosa así, en un pueblo como este.
-Le seré sincero: No lo esperábamos en absoluto.
-No te preocupes. Es un pueblo pequeño y medio abandonado. Es normal. Yo he estado viviendo unos años en una ciudad grande, como Burgos. Os comprendo perfectamente.
-¿A qué se debe la estatua? – inquirió Mateo.
-Es una leyenda. Aunque algo de Verdad debe haber en ella, porque la contaban nuestros abuelos con todo convencimiento, y se ponían como testigos de la misma. Es una historia sencilla, breve. Nos decían que esos que están ahí representados eran dos jóvenes de este pueblo que se amaban ardientemente. Cuando iban a casarse, a él le mandaron a la guerra de Marruecos. Y durante un periodo de tres años se estuvieron anhelando el uno al otro. Muchos amantes habrían perdido el interés después de tanto tiempo pero, según dice la leyenda, en ellos la separación obró de acicate, e incrementó el deseo y el ardor. Al parecer se escribían largas cartas y, según insistían los ancianos en contar, cada carta era más intensa y apasionada que la anterior. Así que, cuando él volvió, se fundieron en un abrazo tan caluroso, tan ardiente... que ardieron, literalmente... y murieron incinerados.
-¿Ocurrió de verdad? – preguntó Mateo, mirando la estatua con los ojos abiertos como platos.
-Bueno, eso dice la leyenda... Las tumbas están en el cementerio, a la entrada del pueblo. Sí que murieron el mismo día, según la inscripción... – el paisano observó la sonrisa de Aresio y tras un sutil estertor cambió de tono. – Pero yo creo que no fue el amor, sino la electricidad estática. En este pueblo siempre ha habido mucha electricidad estática. Por alguna razón, la electricidad estática debió ser mayor de lo habitual y el calambrazo prendería alguna muselina o alguna tela que llevaran puesta y que ardiera con facilidad... Y los desgraciados ardieron. Eso es lo que pienso, pero primero cuento la leyenda porque gusta más a los turistas.
-Hace bien – contestó Aresio. – Mi compañero siempre ha sido un poco crédulo, pero su explicación tiene mucha lógica y la leyenda no deja de ser curiosa. Pobres desgraciados, después de tres años... En fin...
Aquella misma tarde los amigos partieron hacia el Ocaso y, mientras caminaban, recordaron la historia que les habían contado.
-Como fantasía hay que reconocer que es bonita – soltó Aresio.
-Mira que eres ingenuo. Luego dices que yo soy el crédulo.
-Hombre, si hubieras visto la cara de bobalicón que se te puso... como si de verdad creyeras que ardieron por amor....
-El camarero lo creía así, pero al verte a ti rectificó y dio una explicación aparentemente racional.
-¿Aparentemente? Tú me pegaste un calambrazo antes de entrar al bar. ¡Claro que hay electricidad en este pueblo!
-¿De verdad crees que la electricidad estática era tan grande a principios del siglo XX? Si te hablan de amor ardiente, piensas que es una fantasía. Pero si te cuentan la misma historia, con palabras más científicas y un barniz de racionalismo, entonces te la crees. ¿No ves que es la misma historia con el mismo misterio? Y, sin embargo, los testigos creían en la primera versión.
-Pero ¿cómo van a arder de amor?
-Eso mismo digo yo: ¿Cuánta gente conoces que haya muerto por la electricidad estática? ¿Conoces algún caso aunque sea por boca de terceros? No sólo nadie muere por la electricidad estática, sino que a principios del siglo XX apenas había aparatos eléctricos, por lo que es imposible que murieran de un ataque de malvada electricidad estática.
-Ya, y es más racional pensar que murieron de un ataque de pasión amorosa. Ya veo por dónde va tu lógica. La verdad, no sé que entiendes por “razón”.
Durante largo rato anduvieron en silencio. Ya se había puesto el Sol y refulgían las primeras estrellas, cuando Mateo susurró:
-Te equivocas al pensar que “razón” y “corazón” caminan mejor separados.
Tras ello sopló el céfiro silente, como sentencia.
miércoles, 10 de febrero de 2010
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