viernes, 11 de diciembre de 2009

Alma de la noche oscura

Cuando se ha visto lo más hermoso del mundo... ¿se puede seguir viviendo sin volver a verlo?
Podemos más cosas de las que creemos... ¡Pero qué inmenso dolor surge del alma!
¡Y que digan los idiotas que se disfrazan de científicos que el alma no existe! Quizá nunca les dolió... quizá nunca tuvieron alma.
Pero que yo sepa, los verdaderos científicos son los hombres apasionados con la vida y el cosmos. ¿No es amar la misma cosa que conocer?
¡Ay, los ignaros que quieren presumir de sabios, que se ponen bata y afirman con rotundidad las más solemnes tonterías en nombre de una ciencia que en realidad no es ciencia, sino sólo un amasijo de retorcidas teorías improbables en todos los aspectos...! Esos quizá mataron su propia alma, para luego decir que el alma no existe, que sólo somos átomos, lechugas desordenadas, o perros sazonados con otra disposición atómica. ¡Y no dudo que seáis eso, vosotros que lo afirmáis!
Pero yo siento un dolor en el pecho y el pecho no me duele. Miro por la ventana, veo que ha anochecido y compruebo que la noche es oscura. No como vosotros lo entendéis. La oscuridad de la noche que contemplo es una oscuridad terrible. Es la oscuridad fría y tenebrosa de los corazones aislados. Y vosotros no lo entendéis. Es la oscuridad que supone haber visto lo más hermoso del mundo... y no poder volver a verlo. Pero vosotros ¿qué podríais saber, si sólo sois una disposición casual en el ordenamiento de los electrones, protones y neutrones? Si conocierais lo bello y sublime de este mundo, sabríais que tenéis alma. Pero no lo conocéis y esa es vuestra maldición.

Silencio en la oficina

Silencio. Apenas ruidos de teclados y ratones, o manos que se frotan. Rostros pensativos mirando pantallas de ordenador. De fondo un zumbido. ¿Aire acondicionado? Tal vez sea eso.

Seis personas en el mismo despacho, separadas por mamparas de apenas metro y medio, que se alzan por entre las mesas.

No hay ventanas. O sí. Lo que ocurre es que todas las ventanas dan a otros despachos, ninguna a la calle. Por eso azules persianas están bajadas. ¿Hace sol en el mundo? ¿Llueve, nieva…? No se sabe.

Junto a una mampara hay una botellita de plástico vacía, con el tapón rojo bien cerrado. No muy lejos, un teléfono. Más allá otro. Y en diferente puesto un refresco en lata, junto al teclado. Hay bolígrafos, lápices, imperdibles, calendarios… un póster, levemente rajado por abajo, de un paraíso remoto y soleado: la imagen de un mar verde, sin olas, que alcanza una costa de palmeras.

Unas hojas pegadas a en la pared tienen escrito: “Solidaridad es compartir hasta lo necesario para vivir (Juan Pablo II)”. Hay más hojas pegadas en los cristalinos canceles: De diversos tamaños y colores, contienen horarios, calendarios, contraseñas y demás.

Apenas se mueven las manos de los seis individuos.

Hay siete ordenadores. Uno de ellos, un portátil, descansa cerrado en su maletín.

Apenas parpadean los trabajadores.

De fondo se oyen palabras de mujer. En otro despacho. En otra burbuja fuera de la realidad. ¿Y cuánta gente hay en el mundo que daría lo que fuera por poder estar así?