Cuando le mostró su última obra, Tomás Calvo se llevó la mano al corazón al tiempo que retrocedía un par de pasos instintivamente.
-Una silla... una silla, por favor – susurró.
Javier Gallardo, pintor, a la sazón el autor, recorrió el cuarto trastero con la mirada. Encontró una caja flamenca. Rápidamente se la acercó a su amigo y este se sentó. Tomás tenía la respiración acelerada y la frente humedecida por una repentina sudoración. Se abanicaba con la mano derecha, con gesto de haberse mareado. Cuando recobró el aliento exhortó:
-Increíble. Increíble. Pensé el año pasado que habías alcanzado la perfección, pero...
-Te lo dije. Había estado practicando para mejorar. No me creíste.
-Realmente está tan bien dibujado... Parece que la naranja... realmente parece que la pudieras tocar... Es... Casi me desmayo de la impresión. Y eso que conozco tus obras anteriores... pero este nivel de realismo... Probablemente es el mejor bodegón de la
Historia. Esto lo vamos a vender por un pastón, amigo, por un pastón... Y, además, el prestigio que te va a dar... ¡Tenemos la vida resuelta!
Tomás se puso en pie. El sofocón inicial había sido superado. Progresivamente se iba entusiasmando y hablaba haciendo cábalas de todo tipo. Javier permanecía en silencio, con los brazos en jarras y una sonrisa de oreja a oreja.
-Ahora vuelvo... ¡esto hay que celebrarlo! – exclamó antes de esfumarse.
Al quedarse solo, Javier se giró hacia el cuadro y lo escudriñó: primero a dos metros de distancia, luego a dos palmos, más tarde a un metro... observaba la obra como quien ensaya un baile: ora un paso adelante, ora dos pasitos hacia atrás... De pronto se detuvo. Juntó los pies, se estiró, torció el morro, puso una mano en el mentón... Se fue hasta la mesilla que tenía en un rincón, abrió el único cajón y extrajo libreta y lápiz. Apuntó: “La sombra de la cortinilla, arriba a la izquierda, desentona”.
-Pero ¿por qué? – murmuró para sí, volviendo su vista al cuadro. - ¿Por qué...?
En aquel instante regresó Tomás con una botella y dos copas de plástico:
-Se puede mejorar... – le comentó Javier.
-Sí, bueno, es cava del barato... – contestó Tomás a modo de disculpa, mientras lo servía.
Pero cuando Tomás alzó sus ojos y trató de ofrecerle una de las copas al pintor se percató de que este no le prestaba atención. Se hallaba completamente abstraído en su obra.
-Ah... el bodegón. ¿En serio crees que puedes mejorarlo?
-Tal vez...
-Este bodegón es perfecto. No me fastidies... Oye, mañana vengo a recogerlo y me lo llevo a la galería.
-No, ni hablar...
-¡No le pongas el pincel encima! Mira, puede que haya algún matiz que no te guste, pero te aseguro que a los ojos de los humanos no es visible. Te lo aseguro, la percepción humana es limitada y este cuadro... Parece... Los objetos parecen reales. Es mejor que una fotografía. Dan ganas de meter la mano y coger algo. – Tomás dejó las copas y la botella en la mesilla. - No lo toques, por favor.
-No voy a tocarlo. No te preocupes, no pienso estropearlo. Sé que podría estropearlo... pero necesito un tiempo para analizar esa sombra...
-¿Cuánto?
-Dame una semana...
-¿Vas a estar una semana observando el cuadro... y no le vas a meter mano? No te creo.
-Quiero saber por qué esa sombra no encaja...
-Te diré una cosa: Si llevo este cuadro a la galería mañana y lo exponemos al público... No necesitarás saber nada de la sombra esa, ni de la luz, ni de nada. Javier Gallardo Cabrera será un nombre propio dentro del mundo del arte. Ya no necesitarás siquiera dibujar bien. Tus pinturas se venderán por ser tuyas.
-Dame una semana.
-La galería estará abierta todo un mes. ¿Por qué no vas allí a observarte y relamerte?
-¡Está bien! Llévatelo.
Al día siguiente Javier paseaba por el parque, dirección a la galería, a eso del mediodía. Realmente quería observar el cuadro y descubrir lo que tanto le intrigaba de esa sombra. Marchaba encerrado en sí mismo, con el abrigo y la bufanda bien apretados para protegerse del frío, cuando descubrió tres caballetes sobre los que descansaban sendas pinturas. En los dos primeros trabajaban aún sus autores. Le parecieron faltos de técnica, mediocres. El tercero era un dibujo a carboncillo. Su autor no estaba presente. El paisaje que trataba de reflejar no tenía mucho que ver con el colindante, pero había algo... Javier se acercó para observarlo mejor.
-No puede ser... con una técnica tan mediocre... – se le escapó en voz alta.
Los dos aficionados se volvieron:
-Oiga, si no le gusta no lo mire – dijo uno de ellos.
-¿Quién ha dibujado esto? – preguntó Javier señalando con la cabeza.
-¿Ese? Merche. Mírala, ahí viene.
Una joven se acercaba al trote. Vestía media falda vaquera y tenía unas medias gruesas de vivos colores que no parecían casar entre sí. Estaba claro que no pertenecían al mismo par. Eso es lo que más le llamó la atención al pintor. “Y yo preocupado por una sombrita de nada...” se dijo. La muchacha sonrió:
-¿Le gusta?
-No, son horribles... perdón. El dibujo... Sí. Me gusta. Tiene... No sé... Realmente hace que uno sienta frío al verlo...
-Sí. Eso quería expresar. Muchas... – la joven se quedó pensativa unos segundos. – ¿Usted no es el pintor este...? El que salía en la revista el otro día, ¿cómo se llamaba? – preguntó a sus amigos.
-¿El que dijiste que hacía pinturas muertas?
-¿Yo dije “muertas”?
-¿Cómo que muertas? Mis pinturas no están muertas. Son técnicamente... ¡Bah! ¿Para qué pierdo el tiempo hablando con aficionados?
Javier se aferró a su abrigo y reemprendió el trayecto.
-¡Espera! – clamó ella en vano.
Durante la tarde Javier olvidó la mancha. Estuvo recorriendo la exposición hasta la hora de cerrar. Miraba en sus propios cuadros y trataba de adivinar si estaban vivos o muertos. De cuando en cuando alguien se le acercaba:
-¿Es usted Gallardo Cabrera?
-Sí.
-Me encanta su obra. Cada cosa que hace es mejor que la anterior.
-Gracias.
Trataba de despachar los comentarios con la mayor presteza, sin hacer caso realmente a lo que le decían.
-Están vivos... – mascullaba. – Están vivos... ¿no?
Hasta aquel día no había visto sus propios cuadros judgándolos por su viveza. Siempre los miraba desde el punto de la técnica. Pero hoy... hoy estaba desconcertado. Era como si no lograse ver los dibujos más que a grosso modo.
Cuando llegó a casa le dolía la cabeza. Estaba irritado, furioso y, muy a su pesar, asustado. A decir verdad sólo estaba asustado: asustado de que sus obras estuvieran muertas. Rebuscó en el cajón de las medicinas, cogió una pastilla para la jaqueca y fue a la cocina a por un vaso de agua. Entre tragos, seguía resoplando aquella palabra:
-Muertas... Muertas... ¡Bah!
Al día siguiente, justo después de comer, salió hacia la galería. Eso se decía a sí mismo, pero mientras caminaba por el parque sentía como si el pecho le fuera a estallar. A cada paso que daba las piernas le temblaban más y más... Había recorrido el mismo camino de propósito. De hecho al salir de casa había pensado en variar su ruta, para no encontrarse con los aspirantes a pintores, pero tirando quizá de orgullo, quizá de valor, se dijo que no tenía por qué cambiar de hábito. No obstante, a medida que se acercaba al lugar de autos del día anterior los escalofríos aumentaban. Cuando ya estaba a punto de doblar la esquina que daba al sitio se detuvo, paralizado por el miedo. Se giró sobre sí, espantado, y... allí estaba la tal Merche, frente a frente, con una dulce sonrisa en el rostro, viniendo de quién sabe dónde.
-Hola – dijo al verle.
-¿Por qué están muertos?
-¿El qué?
-Mis cuadros. ¿Por qué están muertos?
-No lo sé... no tienen por qué estar muertos. Quizá sólo es la impresión que me dieron en la revista. No los he visto de verdad.
Javier respiró aliviado. En cierta manera eso le quitaba hierro al asunto.
-Hoy nos hemos cambiado de sitio. Estamos un poco más allá. Ven, te enseñaré lo que estamos haciendo.
Pasear juntos les sirvió para hablar de cosas más triviales. Javier tenía treinta y dos años. Mercedes María, que era el nombre de ella, diez menos. Javier había estado sobreviviendo en trabajos precarios hasta hacía dos años, cuando sus cuadros se empezaron a vender. Merche estaba actualmente trabajando en una pizzería los fines de semana. En un momento dado, Javier miró hacia abajo y vio que los calcetines que llevaba la chica eran uno verde y el otro rojo, así que preguntó:
-¿Por qué llevas siempre calcetines o medias de distintos colores?
-¿A qué te refieres?
-¿Por qué uno es verde y el otro rojo? – señaló con la cabeza.
Merche se detuvo, alzó un pie y lo miró, luego inclinó el tronco hacia delante, levantándose los pantalones hasta las rodillas...
-¿Cuál es el rojo? Es que soy daltónica.
-Venga ya. Pero si eres mujer...
-Sí. Me lo dicen con frecuencia. Pero soy daltónica.
Javier se echó a reír. Esto terminaba de explicarlo todo. Merche le observó contrariada.
-Perdón, no es por ti. Es sólo que... bueno, esto lo explica todo.
-Me ofendes.
-¿Cómo que te ofendo? No me refiero a tu daltonismo, es que ahora está claro por qué dices que mis cuadros están muertos.
-Pues sí que es ofensivo.
-Pero ¿qué dices?
Merche aceleró el paso, alzando la barbilla de forma altanera. No hablaron más.
Javier se dirigió a la galería con la mente puesta en la sombra aquella que no le gustaba. A la entrada encontró una ambulancia atendiendo a un par de personas. Su representante andaba rondando por allí.
-¿Qué ocurre? – preguntó el pintor.
-Hoy es el primer día que exponemos el bodegón.
-¿Ayer no estaba?
-No, no. Ayer fue día de papeleo.
-¿Y qué tiene que ver la ambulancia con todo esto?
-Es por los desmayos. Se producen con cierta regularidad. La impresión es demasiado fuerte para algunos. Quizá el bodegón debería estar en una sala aparte, con un cartel avisando del peligro... Temo que ocurra una desgracia.
Javier fue a ver el cuadro, a meditar sobre la imperfección del bodegón. Allí estaba, al fondo de la galería. Y allí estaba, también, la sombra. Esa sombra que evitaba que la pintura fuera como él deseaba. Javier se plantó delante del cuadro, firme, con los brazos entrecruzados, meditabundo. Pasó una hora sin pestañear siquiera. A su alrededor llegaba la gente, miraba y reaccionaba: Algunos exclamaban un “oh” admirativo y quedaban fuertemente impresionados. Otros retrocedían de la conmoción y el vértigo que les producía aquella perfección artística. Los había que se mareaban... Finalmente estaban los que se desmayaban. Hubo dos desmayos en aquella hora. Cuando esto se producía los camilleros llegaban de inmediato, tratando de no mirar el bodegón, y se llevaban al espectador en cuestión a la ambulancia.
Pasada la hora sucedió que una anciana se acercó, miró y dijo con desprecio:
-Sí. Muy buena técnica, pero igual de triste que el resto.
Y acto seguido abandonó el lugar.
A Javier se le quedaron metidas estas palabras en la cabeza. No había visto a la vieja. Ni siquiera se había molestado en mirarla. Sus ojos sólo le pertenecían a la sombra defectuosa. Pero sí que la había oído. Sí que había escuchado esas palabras malévolas. “Triste. ¿Triste...? ¿’Triste’ no querrá decir... ‘muerto’?” No tardaron en llegarle a la mente los recuerdos de otras personas que, a lo largo de su vida, le habían repetido lo mismo de un modo u otro. Se trataba de observaciones puntuales, fuera de la norma, que resultaban ser de alguna manera similares. Aquella anciana acababa de añadir una más a la lista. “Frío, triste, melancólico, solitario, desanimado...”, todas esas palabras habían sido empleadas en alguna ocasión para definir sus cuadros. Y todas venían a significar, más o menos, lo mismo: “Muerto”. Pero Javier no podía aceptar tal evidencia. No ahora que iba lanzado a la cumbre. No después de toda una vida pintando y amando la pintura... No podía aceptar aquella Verdad. Y, sin embargo, tampoco era capaz de engañarse contumazmente. Esa noche se acostó temprano.
Al día siguiente fue al parque de mañana. Intuía en qué zona se pondrían los aficionados, de modo que buscó un banco a unos cien metros, donde poder observarlos sin ser visto. Hasta pasado el mediodía no llegaron. Javier miró el reloj, “las dos y cuarto”, cuando los vio venir, todos juntos, cargados de bártulos. Primero se sentaron a comer en la cespedera. Mientras comían, señalaban a distintos lugares. Parecía que estuvieran discutiendo sobre qué pintar. Después de diez o quince minutos, recogieron los de comer y prepararon lo de pintar. Estuvieron allí cosa de hora y media; pasado ese tiempo desmontaron el campamento y se fueron, cada cual con su equipaje a cuestas y por un camino distinto. Merche escogió el que transitaba justo por donde estaba Javier, el cual se giró para no ser reconocido. Mas, cuando la joven pasó por delante suya, sintió vergüenza de sí mismo y se levantó de golpe, llamándola:
-¡Merche!
Ella se volvió y sonrió.
-Hola – dijo él.
-Hola – contestó Merche, esperando algo.
-Sólo quería saludarte... ¿Has estado pintando?
-Sí.
-¿Cómo haces para no confundir los colores?
-Dibujo en blanco y negro.
-Qué sencillo... ¿Quieres venir a ver mi exposición?
-Ahora no puedo, estos trastos son pesados... – dijo ella mirando al caballete.
-Yo te los llevo.
-Es que... Está bien. Toma.
Merche se despojó del caballete y la mochila, que pasaron a ser portados por Javier.
La ambulancia seguía atendiendo gente en la puerta de la galería. Merche preguntó que qué sucedía, pero Javier se limitó a restarle importancia. Una vez dentro hicieron un recorrido minucioso, desde las obras más antiguas a las más nuevas. Estuvieron en silencio hasta llegar al bodegón. Allí, Merche soltó un leve: “oh”. Eso intrigó a Javier, que llevaba mordiéndose la lengua desde el principio, esperando que ella fuera la que empezara a hablar. No pudiendo contenerse más, preguntó:
-Bueno, dime de una vez qué te parece.
-Técnicamente eres muy bueno. Y has mejorado mucho los últimos años...
La chica dejó la frase sin terminar. Javier forzó que la tortura acabase de una vez:
-¿Pero?
-Les falta vida...
-Muertos.
-Bueno, expresado así...
-Da igual. Es lo mismo. Faltos de vida es lo mismo que muertos. Están muertos... ¡Estos cuadros están muertos!
Un hombre que rondaba por allí con larga barba y grueso bigote, se le acercó a Javier y le dijo:
-Cómo se nota que usted no entiende de pintura. Esto son auténticas obras de arte. Algunas personas incluso se desmayan de la impresión... Pero ignorantes hay en todas partes.
Javier, todavía con la mochila en la espalda y el caballete al hombro, se giró hacia Merche:
-Te acompaño a casa.
Cuando llegaron al portal la noche había caído. Sin apenas despedirse, el pintor siguió caminando. Estuvo callejeando durante largo rato. Paseando sin saber a dónde dirigirse. El viento no era muy fuerte, pero sí muy frío. A Javier no le importaba. Incluso sentía que le ayudaba a pensar.
De pronto se detuvo. Dio media vuelta y se dirigió a su hogar-trastero. Lo hizo con paso firme, decidido, pisando con fuerza, dando grandes zancadas, presto. Al llegar se quitó el abrigo y, sin más, buscó un lienzo. Aquella noche dibujó, dibujó con rabia. Pintó de memoria, con lágrimas en los ojos...
Un día fue a visitarle Tomás. Tenía llaves de aquel cuarto trastero casi habilitado como apartamento, así que entró sin llamar. Se encontró al pintor sentado sobre la caja flamenca, mirando un dibujo. “Un boceto” pensó el hombre de negocios.
-Traigo buenas noticias – dijo alegremente.
El pintor le lanzó la vista. Sabía que las “buenas noticias” significaban algo relacionado con el dinero y la venta de sus cuadros, con lo que ni siquiera entró al trapo.
-¿Qué te parece? – contestó, volviéndose hacia el dibujo.
Se trataba del rostro de una mujer. No era tan perfecto como sus últimos cuadros y estaba pintado en blanco y negro.
-Me parece un buen boceto... Hay algo distinto, como una fuerza... Dan ganas de besarla... Para ser un boceto...
-No es un boceto.
-¿Piensas dejarlo así?
-¿Le falta algo?
-Hombre... creo que eres superior a esto.
-Pero ¿no acabas de decir que tiene fuerza?
Tomás carraspeó y cambió el tono:
-¿Quieres oír las buenas noticias? Te he conseguido una gira a nivel europeo. Tus cuadros van a estar dos años exhibiéndose en los más importantes museos de Europa. ¿Qué te parece? Y el contrato... ¡Te vas a llevar una pasta gansa!
-No sé si podré aceptarlo. No sé si sería honrado vender pinturas muertas... En serio, ¿qué te parece el dibujo?
Aquel mismo día Javier acudió al parque en busca de los aficionados. Llevó una rosa que le regaló a Merche nada más llegar. Esta se sorprendió y le miró con cara inquisidora. Él se exculpó:
-He dibujado tu rostro y estoy contento de cómo me ha quedado. Es la primera vez que una obra mía está viva.