sábado, 29 de agosto de 2009

Amos de sus mentes

Una vez, viajando en metro, sus ojos toparon con los de una morena. Fue parpadear y ella desapareció, de modo que nunca supo si aquellos ojos eran reales u oníricos...
***
Había conocido, en la cafetería, a una mujer interesante. Por eso la buscó al salir del trabajo. Según ella misma le contó pertenecía al departamento de marketing y, según otro compañero, los de marketing salían de trabajar quince minutos después que él.
Rodrigo De Vivares Castillejo era un hombre de treinta y pocos años. No hacía ni tres meses que había comenzado el que ya contaba como su treceno laburo. Este trabajo por fin parecía estable y le ofrecía la posibilidad de desarrollar los conocimientos adquiridos durante su época de universitario. El sueldo daba para ir tirando, tenía que vivir por y para la empresa, las tareas eran rutinarias y sin sentido...
Al salir del edificio se detuvo junto a la puerta, viendo marchar a sus compañeros y esperando la forzosa salida de aquella mujer. Un hombre, que también esperaba, le pidió fuego. Él respondió con un encogimiento de hombros.
En eso las puertas se abrieron para dar paso a la muchedumbre, debían ser los de marketing. Rodrigo rebuscó con la mirada procurando encontrarla, hasta que ella apareció justo enfrente suya, pasó sin siquiera verle y besó en los labios al que le había pedido fuego. Seguidamente, cogidos de la mano, se introdujeron en un coche. Rodrigo se sintió ridículo, inmensamente ridículo. Queriendo ocultarse al mundo, permaneció inmóvil hasta que los presentes se hubieron largado.
Todo esto, en el fondo, le daba asco. Por algún motivo sentía que la vida se le escapaba, que no era aquello por lo que había venido al mundo. Deseaba cambiar algo pero ¿el qué? En verdad ni siquiera le gustaba aquella mujer. Aborrecía este trabajo como había aborrecido los doce pretéritos. Se sentía maniatado... Debía volver a casa... pronto comenzaría a anochecer.
Fue entonces cuando comenzó: Un susurro reverberó en su cabeza: 'Por fin te encuentro'. Brazos y piernas parecieron cobrar voluntad propia y al momento se vio trepando por la fachada con una agilidad y un desparpajo inusitados, hasta llegar a la azotea. Allí le esperaba una beldad a la que creía haber visto antes pero que, sin duda, no conocía de nada. Recordó sus ojos...
-Eres real...
Mas al momento rechazó que la realidad se hubiese quebrado. Intentó encontrar una explicación lógica y racional de qué era lo que había ocurrido, de cómo narices su cuerpo se había puesto a trepar y de cómo había llegado hasta allí... y la única explicación que logró darse fue que nada de aquello podía ser cierto.
-Te he estado buscando los últimos treinta y dos años... y te he encontrado... Me gustaría haberte visto siendo un niño, por pura curiosidad, pero creo que para eso es ya un poco tarde... Estás igual, casi, que antes... Pareces un poco más viejo...
Rodrigo no daba crédito. La beldad, una morena de veintitantos, se le acercó y le abrazó con fuerza. Durante un buen rato ninguno de los dos se separó del otro. Rodrigo respondía al abrazo por pura cortesía, pero no tenía ni la más remota idea de lo que estaba ocurriendo. Al fin, ella habló:
-Lo conseguiste... él ya no te persigue... y yo te he encontrado.
-¿Él?
-No recuerdas nada, pero tranquilo, es normal... Al fin y al cabo para eso moriste y volviste a nacer, para vaciar tu mente.
-Yo... ¿qué?
Y, sin embargo, por más que deseaba obtener una explicación lógica de la situación, no la encontraba: Aquello no era un sueño, era real. Por eso su aceptación de los acontecimientos comenzó como un juego, como una forma de averiguar lo que estaba pasando.
-Está bien, señorita... ¿Cómo te llamas?.
Ella se separó, le cogió de la cabeza con ambas manos y le miró a los ojos. Tras comprobar que no quedaba vestigio de amor en estos, probó con un beso en los labios... Pero nada. Aquel hombre no parecía sentir el más mínimo afecto por ella...
-Supongo que tampoco recuerdas el amor...
Volvió a abrazarle con más fuerza, aún. Lloró desconsoladamente durante el abrazo. Se dejó caer de rodillas y prosiguió la guaya. Rodrigo se puso a su altura y le prestó un pañuelo.
-Supongo que tendría que recordar algo... y supongo que te refieres a una vida anterior... o algo así...
Ella se secó las lágrimas y, sin abrir la boca, sin pronunciar sonido, sin siquiera mirarle, hizo reverberar palabras en su mente. 'Soy Zenobia y tú eres Lázaro, siervos de Helios. Vámonos de aquí'. Al parecer aquella zagala podía hacer que Rodrigo, o Lázaro, actuara a su voluntad, pues el cuerpo de este la volvió a obedecer, cargándola a su espalda y poniéndose en marcha.
Lázaro saltó de azotea en azotea hasta que el polígono industrial se hubo acabado y sólo quedaban llanuras. Con la misma agilidad que había subido, descendió y siguió corriendo a velocidades inhumanas, campo a través, hasta llegar a la metrópoli. Allí, Zenobia, siempre sobre su espalda, decidió subir, nuevamente, edificio arriba. Sólo entonces, con el sol besando el horizonte, le dio descanso.
Lázaro jamás había supuesto que su cuerpo poseyera tal fortaleza, agilidad, destreza, resistencia... y, sin embargo, aquello era real.
-Tú te has liberado, pero yo no. Por eso te ruego que me vendes los ojos y me lleves a un lugar donde pasar la noche... – le rogó ofreciéndole un pañuelo negro.
-Vivo con un amigo, en un piso, al otro extremo de la ciudad...
Se disponía Lázaro a vendar los ojos de Zenobia, cuando dos sombras se interpusieron entre ellos y el ocaso.
-Hola, Zenobia... Siento tener que hacer esto, pero Helios...
-Sé que no es nada personal... No tenemos que luchar... Podríais dejarnos marchar...
La que saludaba era una mujer de cierto parecido físico con Zenobia. A su lado, una especie de Apolo miraba con morbo a Lázaro...
-Hola Lázaro - dijo "Apolo". - Hoy mediremos nuestras fuerzas.
"Apolo" se acercó a Lázaro y le golpeó en las costillas sin más ni más. Las mujeres, que se encontraban frente a frente, distanciadas por una decena de metros, se sentaron en el suelo con las piernas entrecruzadas y cerraron los párpados.
"Apolo" volvió a sacudir a Lázaro varias veces. Este cayó al suelo de bruces, medio inconsciente. La voz de Zenobia le comenzó a susurrar cosas en la cabeza, pero él era incapaz de oírlas con claridad... Sólo sabía que estaba recibiendo golpes, uno tras otro... Hasta que la voz de la chica se impuso a cualquier otra cosa: 'Obedéceme'. Mentalmente, Lázaro respondió: 'te obedezco, tú mandas...'
"Apolo" había dado varias patadas al yaciente Lázaro y no se cansaba de sacudir. Hasta que en una de esas, Lázaro, "obedeciendo", levantó una mano y le agarró del pie. "Apolo" dudó unos instantes, lo que permitió a Lázaro incorporarse. La mano soltó su presa...
-Parece que estás desentrenado, ¿eh, Lázaro...? ¿Tú eras el temible guerrero? ¿Eras tú el que osó desafiar a Helios...? Pues no pareces un gran rival...
Lázaro se sentía aturdido, todo le daba vueltas: no distinguía las voces que Zenobia hacía resonar en su cabeza de las palabras de aquel otro; se sentía herido en el cuerpo... '¡Ataca!'. Y él lanzó su puño...
El rival lo esquivó, aprovechó para agarrarle del brazo y lanzarle edificio abajo. Mientras volaba sobrevino la primera reminiscencia... Recordó a Zenobia en algún lugar remoto: allí le decía severa, muy segura de sí misma, 'tú los reflejos, yo la estrategia, así seremos uno'; también recordó cómo, en otra vida, había sido lanzado él por los aires y, de manera magistral, había logrado aterrizar con los pies, cual gato, por puro acto reflejo. Ahora caía de una altura de más de cuatro pisos pero, al regresar de la remembranza, apenas quedaban un par de metros para estamparse contra el capó de un coche que permanecía aparcado al lado de la acera. Sin embargo hizo uso de aquellos reflejos recién recordados y, girándose para caer con los pies, logró mitigar el impacto. Tras lo cual las piernas parecían no querer responderle. Era incapaz de levantarse. Se arrastró hasta la pared más cercana con grandes muestras de dolor, aspirando profundamente. 'Levántate. Regresa a la pelea' ordenaba Zenobia y el cuerpo de Lázaro intentaba ponerse en pie, pero no lo lograba.
"Apolo" descendió hasta donde se encontraba Lázaro y se burló de él.
-¿Este era el temible Lázaro? Ya ves lo poco que me has durado. La verdad es que, al principio, estaba un poco asustado. No creía que derrotarte pudiera ser tan fácil... Llegué a pensar, incluso, que mi vida corría un serio peligro.
Se acercó, le cogió del cuello de la camisa, levantándole como un trapo, y alzó el puño para consumar el golpe de gracia. Lázaro cerró los ojos. 'Reflejos', pensó. Al abrirlos se hallaban los dos guerreros en el suelo. Las manos de Lázaro aún seguían pegadas a la cabeza del inerte enemigo. Le había partido el cuello, pero nunca llegó a ser consciente de ello. 'Qué barrio tan extraño... Nadie pasea por las calles' se le ocurrió antes de perder el conocimiento. Aún le dio tiempo de escuchar un alarido proveniente de la azotea, pero ya de manera muy lejana.
Despertó en la cama de un hospital. Un señor de bata blanca hablaba con sus padres, intentando tranquilizarles, mientras con la derecha no paraba de dar vueltas a un bolígrafo.
-Sí señores, difícilmente saldrá pronto de este coma. Vino con el cuerpo completamente descompuesto: Un brazo roto, el hígado hecho polvo, las piernas totalmente destrozadas... Incluso si la cosa va muy, muy bien, le quedarán secuelas. Se ha estabilizado, pero no creo que dé señales de vida hasta dentro de unos meses, como mínimo. Lo normal es que estemos hablando de años...
-Hola mamá. Hola papá.
Al doctor se le cayó el bolígrafo con el que jugaba. Se giró al paciente, estupefacto:
-Santo cielo... ¡Has despertado!
-Sí. Creo que he despertado...
Los padres se abalanzaron sobre él. Su madre le comió a besos, mientras el padre no paraba de felicitarle y felicitar al doctor por su gran trabajo, posando la mano ora en el médico, ora en la esposa, ora en el hijo.
-¿Qué tal te encuentras, Rodrigo? Nos tenías preocupados a tu padre y a mí.
-Me encuentro malherido... pero... - Se sonrió. - He conocido a una chica... que me ama profundamente...
-¿Qué dices? Doctor, ¿está delirando?
-Pu... Pues... No sé lo que ocurre... Según los análisis... Hace un par de horas aposté diez contra uno a que no salía de ésta... Les digo que estoy desconcertado... y además he perdido mil euros... pero eso es lo de menos... Al fin y al cabo es una buena noticia... ¿no?
-Que ¿apostó contra mí?
-S... sí. Pe, pe, pero usted debería haber muerto. Es increíble que siga vivo... Ya me resultó increíble que resistiera las horas más críticas...
-¿Cuánto llevo aquí?
-Llegó clínicamente muerto, hace... no sabría decirle con exactitud. Ya le llevaban al depósito cuando usted movió un dedo... todo esto es muy raro...
-Lo sé.
-¿Cuál es su secreto?
-Lo ignoro... eso me gustaría saber... cuál es su secreto.
Una semana más tarde volvía a salir del trabajo, curadas ya todas las heridas. Volvía a detenerse junto a la puerta esperando a una mujer. Como se acercaba la primavera pudo percibir la alegría viva del sol acariciando su faz y se sintió lleno de esperanza. Sabía que volvería a verla... algún día... y la estaría esperando.
Pasaron varios meses y siempre esperaba Rodrigo. Sus compañeros no lograban entenderlo. En ocasiones todo el personal quedaba para montar una fiesta, pero él no iba. Sólo esperaba. Otras veces le invitaban a tomar una cerveza y él respondía que tenía que quedarse allí.
Resultó que los compañeros comenzaron a alarmarse, pues siempre decía que tenía que quedarse, pero nunca aprovechaba para hacer nada. Le veían salir y permanecer parado junto a la puerta. Algún día volvía determinado compañero, pues se había dejado algo que quería llevar a casa, y le encontraba justo en el sitio donde le había dejado.
Todo esto dio pie al chismorreo, a las habladurías y a las burlas. Pero Rodrigo, que había deseado huir de aquella existencia toda su vida, hacía caso omiso a todo aquello y, aunque había días en los que la esperanza menguaba, al salir jamás dejó de esperar.
Esperaba varias horas, hasta que se convencía de que lo mejor era marcharse, cenar y acostarse, conviniendo que el siguiente día lograría verla.
Así llegó su despido. Aunque su rendimiento no había decaído en lo más mínimo y era uno de los empleados más rentables en la relación productividad-sueldo, toda la cháchara dedicada a menoscabarle que llenaba la oficina surgió efecto en el concepto que de él tenían los jefes. Esto es: de tanto que dijeron que estaba loco, por loco le despidieron.
Ocurrió de un día para otro: El jefe le llamó a su despacho en tono muy grave y sin atreverse a mirarle a los ojos; allí le dijo que las cosas no podían seguir así, de modo que tenía que despedirle. Rodrigo preguntó 'así, ¿cómo?' y la respuesta que obtuvo fue un obtuso 'ya lo sabes'. Sin más dilación le pasó un bolígrafo para que firmara el finiquito.
-Recoge tus cosas de inmediato. Tu sustituto está al llegar y no quiero que se encuentre la mesa llena de trastos.
Aunque aquel día salió más pronto de lo normal, también se detuvo junto a la puerta, a esperar a Zenobia, cargado de los bultos con los que había ornamentado su puesto de trabajo y que, en verdad, no eran demasiados (le cabían de sobra en una bolsa de la compra); pero cayó la noche y no apareció nadie. En esta ocasión Rodrigo no regresó a casa. Se sentó y esperó indefinidamente. Sus compañeros salieron del laburo, le presentaron sus condolencias, se marcharon y él quedó solo. Anocheció, dieron las doce... Sonó el móvil:
-¿Dónde estás, tío? ¿Te ha pasado algo?
Le llamaba su compañero de piso, Juan Ramón Uvero De la Mata.
-Estoy bien... no pasa nada...
-Oye, ¿dónde estás?
-Ehhh...
-Últimamente has estado muy raro... No hagas ninguna tontería... Dime ¿dónde estás?
-Tranquilo, no voy a hacer ninguna tontería... Por cierto, me han echado del curro.
-Oye, puedo irte a recoger a donde estés y nos vamos por ahí, a inflarnos a birras...
-No tengo ganas...
-Escúchame. No creo que sea bueno que estés solo.
-Está bien. Ven si quieres. Me encuentro en la puerta del curro.
Media hora tardó en llegar Juan Ramón. Bajó del coche y se sentó junto a su amigo.
-Rodri, ¿qué ocurrió aquella vez? Sí recuerdas lo que pasó... Sí lo recuerdas, por mucho que lo hayas negado todo este tiempo.
-...
-Sabes que me refiero a lo de hace unos meses... Cuando te tuvieron que ingresar... Y me lo vas a contar...
-La noche es estrellada... presiento que va a venir hoy... Tienes razón, recuerdo perfectamente que, al salir del trabajo, apareció una beldad y que, mediante telequinesia, o algo así, se apoderó de mi cuerpo. Ella ordenaba y mi cuerpo obedecía...
-Ya veo... Eso no se llama telequinesia. Eso se llama libido.
-No hablo de metáforas. De verdad perdí totalmente el control sobre mí. Empecé a escalar esta pared y llegué a la azotea. Allí la encontré... Por lo visto me ama... desde hace mucho tiempo...
-Y las heridas... ¿te las hizo el amor?
-No. Apareció una pareja. Al igual que Zenobia conmigo, la mujer controlaba al hombre. Y combatieron entre ellas...
-¿En barro?
-¿Qué dices? Combatieron entre ellas utilizando nuestros cuerpos.
-Y tú perdiste...
-Pues no estoy seguro del final... Está todo tan borroso... ¿Tú qué piensas de esto?
-Yo creo... creo que algo gordo te pasó aquella vez, pero no te entiendo en absoluto...
Durante un rato los dos guardaron silencio, hasta que éste fue violado por algo que acontecía sobre sus cabezas. Miraron hacia arriba y divisaron la figura de una mujer descendiendo, ágilmente, por la pared. Saltaba de prominencia en prominencia, o se apoyaba en el alféizar de una ventana, galinda la fachada. Al fin aterrizó frente a los amigos, que se incorporaron del susto o, quizá, por cortesía.
-Ella es la mujer de la que te hablo.
Juan Ramón dio dos besos a Zenobia y, simulando torpemente no estar completamente desconcertado, se dijo encantado de conocerla.
-¿Cómo no me has dicho que no estabas sólo? - inquirió ella enfadada.
-¿De qué forma te lo podía decir?
-Me has estado llamando todos los días. Hoy has insistido con especial fuerza en tu llamada... Perdóname, pensé que lo hacías conscientemente, seguramente no seas capaz de controlarlo...
-¿Yo también puedo llamarte sin pronunciar palabra, como tú lo haces?
-¿Por qué querías verme?
-Porque quiero descubrir quién soy. Quiero saber cuál es mi historia. Quiero saber porqué has estado treinta y dos años buscándome. Quiero saber quiénes eran los que aparecieron el otro día. Quiero saber cómo pude caer desde una altura de quince metros, ya estando herido, y sobrevivir. Quiero saber qué pasó con aquel que luchaba contra mí... nosotros. Quiero... poder corresponderte. Quiero llegar a amarte...
-Tu historia... No tenemos tiempo para eso. Hay que huir. Pronto llegarán los siervos de Helios. Y serán más esta vez.
Al terminar de pronunciar tales palabras una nueva voz interrumpió la conversación.
-Ya hemos llegado los primeros... hermano Lázaro.
Había aparecido una pareja junto a Juan Ramón, que dio un respingo y retrocedió unos pasos. Rodrigo, o Lázaro, recordó algo lejano. Conocía a aquel hombre de barbas rubias y ojos claros que le hablaba. Conocía, también, a la mujer que le acompañaba.
-Los nórdicos... A vosotros os llamábamos "los nórdicos".
-Siempre te fue más fácil recordar mi mote que mi nombre. Soy Thorold y ella es Skarya - dijo tendiendo una mano a Juan Ramón, que la aceptó.
-¿No venís a luchar, Skarya?
-Sí, pero no contra vosotros. Helios ha mandado a muchas de sus tropas... En cuanto lleguen les retendremos...
-¿Vosotros también pensáis traicionar a Helios?
-¿Acaso no sabes lo que ha ocurrido en estos treinta últimos años, Zenobia?
-He estado huyendo...
-Desde que Lázaro desafiara a Helios muchos somos los que nos hemos rebelado... Estamos aquí para ayudar... Marchad. Nosotros los entretendremos...
-Os matarán...
-También mataron a Lázaro y volvió a nacer... Marchad, sólo Lázaro puede enfrentarse a Helios. Sólo él escapa a su poder... Por su victoria brindaremos nuestras vidas...
No mucho más tarde, Zenobia, Rodrigo y Juan Ramón viajaban en coche hacia el piso que compartían los dos amigos. La chica cerraba los ojos tratando de evitar saber hacia dónde se dirigían. Juan Ramón no salía de su asombro.
-¿Qué es esto? ¿Una especie de juego de rol? Yo no quiero participar en... - iba diciendo mientras conducía.
-Cuéntame quiénes eran esos. Quién es Lázaro. Quién es Helios...
-Helios, el gran hechicero, el brujo, el poderoso mago... ¿no te suena?
-No.
-Helios nació hace mil o dos mil años, nadie lo sabe. Prometió vida eterna a aquellos que aceptaran servirle... y nosotros aceptamos. Durante siglos fue reclutando servidumbre, siempre de forma escrupulosa. Sólo sus siervos conocen su existencia y su poder... Al principio fue generoso con todos aquellos que aceptaban someterse a él. Compartía las riquezas y no poseía ningún control sobre ellos. Además dotó a los varones de una destreza, fuerza, agilidad, resistencia... sobrenaturales... A las mujeres sólo nos concedió la agilidad y la resistencia... Hasta que uno, traicionándole, le robó algo. Qué fue lo que le robó es cosa que se ignora. Lo único cierto es que desde entonces Helios perdió la mayor parte de su poder. Aun así logró lanzar un potente hechizo: Helios percibe todo lo que ven, oyen, huelen, sienten... sus siervos. A las mujeres, además, nos controla cuando estamos cerca suya. Y a los hombres os controla por medio de nosotras... Así nadie puede rebelársele.
-Por eso puedes usar mi cuerpo a tu antojo...
-Sí... pero tú te rebelaste. Moriste y volviste a nacer. Él perdió su control sobre ti y tú, como habías planeado, seguiste poseyendo la misma fuerza, siempre y cuando yo guiase tus músculos...
-Hay muchas cosas que no entiendo... pero ya me las explicarás...
Zenobia vivió un tiempo en casa de Rodrigo, decurso durante el cual aprovechó para entrenarle y prepararle para el ineluctable futuro que se avecinaba. Juan Ramón, por su parte, tuvo numerosas ocasiones de comprobar las habilidades de su compañero, de ir aceptando poco a poco que los acontecimientos no eran oníricos y de ver crecer su deseo por ayudar al compañero en aquella... en lo que fuera aquello.
-Siempre estaré con vosotros - llegó a decir.
-Pero ¿qué ganas tú?
-Saber que estuve al lado de un amigo. Saber que luché por algo.
-Pero tú, si te comparas con Lázaro o con cualquier otro, eres tan frágil como una brizna de hierba. No tienes su poder...
-No. No lo tengo. Pero tampoco me controla Helios, ni ninguna de sus siervas. Además, yo también necesito salir de esta vida de mierda e introducirme en otra que logre entusiasmarme...
-Pero ¿y tu familia? ¿y tus amigos?
-El mejor de mis amigos es Rodr... Lázaro. Y mi familia... volé del nido paterno pero sigo siendo soltero. Necesito un motivo por el que levantarme cada día, ir a trabajar cada mañana, soportar a un jefe déspota... un motivo que sea otro que el mero alargar la existencia.
Durante ese tiempo Lázaro no logró recordar nada más que alguna que otra imagen de Zenobia en un pasado remoto y, sin embargo, su atracción por el misterio que se ocultaba tras ella y todo lo que le contaba, la magia que se escondía en cada uno de sus propios músculos y lo demás, fue en aumento.
Y llegó el momento de partir, de salir en busca de Helios y vencerle o morir. La noche anterior a la partida Lázaro y Juan fueron a ver a los padres de Rodrigo, a despedirse de su familia. Como Zenobia no podía salir a la calle por no dar pistas al enemigo, se quedó en casa.
Lázaro insistió a Zenobia en que convencería a Juan de que sus caminos se separaban y él tenía que proseguir con su vida. Dijo que aprovecharía el trayecto a casa de sus padres para lograrlo. Cuando volvieron Juan traía la cabeza gacha, se abrazó a Zenobia y deseó buena suerte a la pareja. También arguyó que se despedía aquella misma noche porque si continuaba con su vida normalmente, a la mañana siguiente, cuando ellos se levantaran, él ya se habría ido a trabajar. Efectivamente, al nuevo día encontraron su habitación vacía.
Según Zenobia explicó a Lázaro, para llegar al mundo de Helios había que viajar a través del espacio-tiempo. Por eso fueron al metro, compraron un par de billetes sencillos, traspasaron los rodillos y descendieron al andén. Llegaron hasta el final del mismo, saltaron a la vía y se introdujeron en el túnel.
En la caseta donde se compran los billetes sonó el timbre de alarma. Un viajero llamaba a través del interfono, con voz alertada.
-¡Un par de individuos han saltado a la vía y se han marchado por el túnel! ¡Ahora está saltando un tercero! ¡Acaba de sacar una escopeta de debajo de la gabardina!
Así las cosas, Juan Ramón caminaba con paso firme por el oscuro túnel, escopeta en mano, escuchando a lo lejos cómo eran llamados los guardias de seguridad por los altavoces. Apenas se veía allí dentro. Acababa de perder el rastro de sus amigos de modo que buscaba alguna pista que le dijera hacia dónde iban. Al llegar a un desvío de los que conducen a cocheras, creyó escuchar el eco de voces humanas, por lo que se adentró en él.
Al cabo de andar un tiempo todo era oscuridad. Juan Ramón redujo la velocidad de su marcha, pues avanzaba a tientas y procuraba asegurarse de estar pisando una traviesa antes de levantar el otro pie. Cambió la escopeta de mano y extrajo un mechero. Al encenderlo pudo ver mínimamente el lugar en que se hallaba. No mucho más tarde la llama fue apagada por una corriente de aire que provenía de la pared, a su derecha. Él se giró y encendió nuevamente. Colgándose la escopeta al hombro protegía el débil fuego con la mano que quedaba libre. ¿Qué sentido tenía aquello? Allí no había más que una pared.
-Bueno, no es la primera cosa rara que veo últimamente - se dijo, se encogió de hombros y atravesó lo que resultó ser sólo una imagen.
Medio segundo antes de hacerlo una linterna le enfocó. Eran dos miembros de la empresa de seguridad. Tuvieron el privilegio de presenciar cómo un hombre atravesaba una "pared". Corrieron hasta el lugar de los hechos y tocaron en la zona. Comprobando que sólo era una imagen decidieron seguir a Juan Ramón.
El de la escopeta se hallaba en un espacio completamente iluminado, frente a un altar. Sobre el altar encontró una pluma, un tintero y un libro abierto por la mitad. De las páginas que quedaban expuestas una había totalmente anegada de firmas. A la otra le quedaba, aún, hueco para un nombre. Cuando, armándose con la pluma, decidió reflejar su grafía allí por ver qué podía pasar, los dos guardias fueron a parar a su lado.
-¿Qué es esto?
-No lo comprenderían. Yo mismo no lo comprendo muy bien. Les aconsejo que se marchen, es peligroso...
-¿Nos está amenazando?
-Os estoy advirtiendo.
Uno de los guardias desenfundó:
-Deposita el arma en el suelo muy despacio y entrégate.
-...
Juan Ramón sonrió, untó la pluma y firmó. Al instante su cuerpo se evaporó y desapareció con todo lo que llevaba encima, escopeta incluida.
Dos nuevos personajes aparecieron en escena. Uno de ellos llevaba una cámara. El otro, que en realidad era fémina, un pase de prensa y un micrófono. Los guardias todavía no salían de su asombro, pero advirtieron a los periodistas:
-¿Cómo han llegado hasta aquí?
-Somos periodistas, perseguimos la noticia allá donde salte. Y saltó en un andén de metro.
-Les hemos seguido porque nuestro olfato nos dice que aquí se masca algo gordo.
-¡Lárguense! Esto no es un juego.
-¡La gente tiene derecho a saber!
-¿?
-Además tenemos un pase de prensa y una cámara...
Ante esto tuvieron que ceder los guardias. Contra un pase de prensa apenas se puede competir, pero una cámara... Uno de los de seguridad dijo al oído del otro:
-La cámara parece auténtica... Creo que no podemos impedirles seguir adelante.
Juan Ramón había llegado a un oscuro lugar donde los árboles crecían muertos, la luz era una anécdota dentro del día y una utopía en la noche, los grises nubarrones la hoja perenne del cielo y el aire se agitaba como las aguas de un lago, respirándose denso, cálido. Un mundo arisco en sus formas y colores.
Lo primero que hizo fue esconderse. En lontananza avanzaban los amigos, en pos de un monte ridículo coronado con las ruinas de lo que antaño fuera un hermoso castillo. El conjunto de todo, no obstante, transpiraba un millón de historias pretéritas y, a pesar del mortecino aspecto del paisaje, también algo de vida.
Los guardias de seguridad se hicieron presentes.
-¡Dita sea! ¿Me teníais que seguir?
-La curiosidad... ya se sabe.
-Está bien. Dejemos una cosa clara: Esto no es el metro. Ni tan siquiera las afueras de Madrid. Y vuestras vidas corren peligro. Si me ayudáis yo os ayudaré a vosotros. Como podéis ver, aquí no hay ni pluma ni libro. Salir de este lugar será difícil.
Los guardias accedieron. Es más, se presentaron: uno se llamaba Felipe, el otro Fernando. El trío se puso en camino, cada cual con su arma en ristre.
Algo más tardaron en aparecer, en aquel mundo, los periodistas, que se habían recreado estudiando el libro de firmas. Cuando lo hicieron, Zenobia y Lázaro casi estaban llegando al pie del monte con el trío perseguidor a medio camino, todos bastante lejos.
Desde lo alto del castillo en ruinas vigilaba una zagala.
-No para de salir gente... Que cierren el vórtice. Puede ser peligroso.
Una flecha de fuego fue lanzada al aire. Todos los caminantes la observaron.
-Grábalo, grábalo - decía la reportera y el cámara grababa.
Tan ensimismados estaban que no advirtieron cómo tras ellos avanzaba un nutrido grupo de hombres llevando, cada uno, una mujer a la espalda. Fue llegar esta tropa y cercenar una daga la vida del cámara. La reportera vivió lo justo y necesario para lanzar un grito de terror, no más. Por lo visto, en otros mundos no le dan importancia al hecho de que uno tenga pases de prensa o cámaras de video.
El grito se pudo escuchar a lo largo de la llanura. Todos los caminantes volvieron la vista y, al comprobarse perseguidos por un grupo de siervos de Helios, pensaron "pies para qué os quiero".
Zenobia y Lázaro llegaron al momento al portón del castillo. Inmediatamente la chica se alejó del chico, dejándole a él frente a la entrada, escondiéndose ella entre rocas y matorrales secos. Allí se sentó, cerró los ojos, e hizo reverberar su voz sin palabras en el interior del guerrero.
El portón se abrió y surgieron cinco furiosos mancebos armados con palos y armas blancas. El primero en llegar a la altura de Lázaro portaba una daga en cada mano. De poco le sirvieron: Lázaro fue mucho más rápido que él y, en media décima de segundo, le golpeó una vez la boca del estómago y otra en la sien, haciéndole caer al suelo medio inconsciente. Seguidamente una espada estuvo a punto de atravesar su rostro, pero en acto reflejo Lázaro movió la cabeza, evitándolo. La embestida quedó reducida a un pequeño corte en la mejilla. Sin embargo, sus rivales eran demasiados. No podría esquivar mucho más. Por suerte para él, el sonido de las armas de fuego abarcó la atmósfera hasta que hubieron sido abatidos todos los rivales.
Zenobia salió de su escondrijo e invitó a entrar a Lázaro, Juanra y a los dos desconocidos que le acompañaban. Una vez dentro cerraron el portón lo más aprisa que pudieron. No tardó mucho en escucharse a los perseguidores.
-Aquí no pueden entrar – dijo Zenobia.
-Pero si escalan pueden hacerlo desde arriba – replicó Lázaro.
-No. El castillo está protegido por un conjuro de Helios. Él protege sus fortalezas con conjuros.
-Y ¿por qué nos han abierto?
-Helios probablemente no contaba con las armas de fuego, por eso daría la orden de abrir y atacar. En el cuerpo a cuerpo tenías todas las de perder, Lázaro. Eres el más rápido que he visto en mis quinientos trece años de existencia. Pero cinco enemigos son mucho... Y ellos – añadió mirando a los pistoleros – no hubieran supuesto rival. Las capacidades de un siervo de Helios en combate son verdaderamente superiores a las de cualquier ser humano normal.
-¿Me has traído hasta aquí sin plan alguno?
-Bueno... Tenía un plan... entrar en el castillo y esperar a que te sobrevenga algún recuerdo... Aquí vivimos durante varios siglos.
-Hay un claustro... – dijo Felipe, que se había puesto a investigar el interior de aquel lugar.
-Juan ¿no dijiste que no nos acompañarías?
-Lo siento, Zenobia, fue idea mía. Él quería ayudarnos y, como bien dijo, cuenta con la ventaja de que Helios no le controla.
-¿Y me teníais que engañar?
-Todo lo que tú ves, escuchas, hueles... lo ve, escucha y huele Helios. Que tú no supieras que él venía armado ha sido lo que nos ha permitido penetrar en el castillo...
-Una pregunta quiero hacerte, Zenobia... Tú manejas a Rodr... Lázaro. ¿Dónde están las que manejaban a los cadáveres de ahí fuera?
-Es verdad, no debemos bajar la guardia, aún no estamos a salvo. Vayamos en dos grupos. Los que estáis armados por un lado. Lázaro y yo por otro. Al menos tienen que ser cinco. Esperemos que no haya más...
-No creo que sea necesario buscar mucho... Aquí hay cuatro de ellas – afirmó Felipe, regresando de sus pesquisas. - ¿Sólo hay mujeres hermosas en este mundo?
-Helios se rodea de belleza. Belleza física – replicó Zenobia. – De hecho, la belleza es un añadido al regalo de la vida eterna por servirle.
Condujo al grupo al atrio: en el centro del mismo, rodeando una fuente seca, se sentaban cuatro beldades de ojos tristes. Zenobia las conminó a levantarse y las llevó a los calabozos, pero luego cambió de idea y las obligó a abandonar el castillo. De los calabozos podrían escapar, pero entrar al castillo era cosa de magia. Antes de todo esto se cercioró de que los dos de seguridad se quedasen vigilando la entrada. Faltaba una quinta por aparecer aún y si lograba abrir la puerta estaban perdidos.
La buscaron durante horas, pero nadie halló rastro alguno. Alguien dedujo que, posiblemente, habría corrido a informar a Helios de lo ocurrido. Zenobia aclaró que a Helios no, pues no hacía falta, pero quizá sí a los miembros de otros castillos. Aun así debían permanecer alerta, por si acaso.
El castillo poseía una gran despensa, con grandes cantidades de carne bien curada. Había un pequeño huerto interior que proporcionaba, además, alimentos vegetales. Y, en una esquina del atrio, un pozo con agua. Por todo ello pensaron que no sería mal quedarse algunos días allí. Al menos hasta que Lázaro recordase lo que tenía que recordar.
-¿Y qué es lo que tengo que recordar?
-Todo lo posible. Cómo hiciste para morir y volver a nacer. Cómo pensabas enfrentarte a Helios, pues me dijiste que volverías para derrotarle... y, personalmente, desearía que llegaras a recordar lo que sentías por mí
Pasaron algunos días y los cinco habitantes de la fortaleza fueron bajando la guardia. Aun así, casi siempre permanecían reunidos junto al portón. Afuera seguía acampada la horda enemiga. Felipe y Fernando se fueron dando cuenta de dónde se habían metido y tuvieron instantes de desánimo. Encontráronse por momentos fuera de lugar. Pero sus ánimos florecieron cuando Zenobia les explicó por qué luchaban ella y Lázaro.
-Helios es un tirano. Nuestra lucha es la búsqueda de la libertad. Queremos ser libres... aunque el precio a pagar sea perder la inmortalidad. Si vencemos a Helios, liberaremos a todos los siervos. Incluso a aquellos que hay ahí fuera acampados. Por eso ‘los nórdicos’ sacrificaron su vida... Por eso hemos de vencer.
Muchas explicaciones tuvo que dar Zenobia aquellos días a sus dubitativos compañeros.
También tuvo que animar a Lázaro en los momentos en que llegaba a desesperar, pues no lograba recordar. Y fue, precisamente, por su constante dedicación y fe en él, por lo que Lázaro comenzó a sentir que Zenobia era alguien especial: En ocasiones se desvelaba por la noche y al abrir los ojos encontraba las pupilas felices de Zenobia, alegre sólo por tenerle cerca. Una noche que ocurrió esto ella se sonrió y llegó a decirle: “soñé que me amabas”. Sumando todas las circunstancias, Lázaro, que no era de piedra, fue viendo cómo se incrementaba su afecto por la chica.
Para dormir se habían asignado un cuarto por cada uno. Todas las noches los revisaban entre varios, antes de acostarse, para evitar encontrarse con una posible inquilina y, después de entrar, cerraban con llave. Pero como con el paso del tiempo se fueron convenciendo de que la quinta mujer había huido de allí, Felipe cometió la imprudencia, una vez, de irse solo, sin que nadie le acompañara. Al entrar en el cuarto una bonita joven le esperaba recostada sobre la cama. Le miraba con una atractiva dulzura sazonada de melancolía. Musitó, ella:
-Abrázame, por favor.
Cuando, a la mañana siguiente, entraron en su habitación para despertarle, hallaron el cadáver desangrado, tendido sobre la cama. Entonces se encendieron las alarmas. Fernando juró y perjuró vengar a su colega. Juan Ramón se pasaba el día metiendo presión a Lázaro, murmurando con reiteración “este castillo es una trampa mortal, tenemos que salir de aquí cuanto antes...”. Y Zenobia organizaba búsquedas constantes, pero aquella enemiga no aparecía por ningún lado.
Dos días más tarde Fernando decidió jugársela a una carta. Dado que Felipe había sido apuñalado de frente, dedujo que la mujer quería venganza y que no atacaría por la espalda, pues lo que deseaba era recrearse viendo la faz de su víctima. Y con tal arriesgada apuesta convenció al grupo de que le dejaran partir solo en busca de aquella. Como su propia deducción conllevaba que de portar una pistola en la mano difícilmente aparecería su enemiga, se llevó un pequeño cuchillo de cocina.
Al cabo de unos minutos los tres amigos que quedaron junto al portón vieron aparecer a una mujer malherida, con el pequeño cuchillo ensangrentado en una mano. En su último hálito de vida atacó torpemente a Zenobia sin llegar, siquiera, a acercarse a al objetivo. Tras lo cual expiró.
Muerto encontraron a Fernando, postrado en el suelo de un pasillo.
La comida empezaba a escasear, el grupo había ido reduciéndose, afuera parecía haber más gente con cada día que pasaba y Lázaro apenas logró recordar algunas escenas fútiles.
Fue la mañana en que las cosas pintaban peor que nunca cuando una barahúnda les hizo recobrar la esperanza. Resonaba lejos. No. No eran las tropas apostadas en derredor del castillo las que lanzaban gritos de guerra. Se asomaron los tres a la ventana y divisaron una nube de tierra levantarse a no más de un kilómetro de distancia.
-Los guerreros de Aicnamún – murmuró Zenobia.
-¡Aicnamún! – Aquel nombre le trajo de golpe, a Lázaro, un buen surtido de recuerdos. – Hacia Aicnamún debemos dirigirnos. La clave para morir y nacer de nuevo se encuentra allí.
-¿Qué es Aicnamún?
-Una ciudad rebelde. Allí se hallan encerrados los siervos que han ido desertando de servir a Helios a lo largo de los siglos. Es el único lugar del universo donde el poder del brujo no tiene efecto alguno. Pero la maldición es que nada cambia entre ellos: Siguen siendo inmortales y ellas pueden controlarles.
-Lo de que ellas les controlen... Es cierto, me parece una putada muy gorda, una verdadera maldición. Pero ¿qué maldición hay en ser inmortal? – preguntó Juan Ramón.
-La muerte y el nacimiento son los dos extremos de una misma cosa. Sin muerte no hay nacimiento.
-¿Quieres decir que sois estériles?
-Sí... En Aicnamún hay muchos jóvenes inmortales, pero no hay viejos, ni tampoco niños. Todo el mundo “tiene” mi edad...
-Y ¿por qué no han atacado nunca a Helios?
-Se limitan a resistir, a sobrevivir. Para ellos bastante victoria es la de estar libres del brujo.
-¿Yo también soy estéril? - preguntó Lázaro.
-Supongo que tú no, puesto que has nacido, crecido y... envejecido. Estás un poco más viejo que antes de morir.
-Gra... Te iba a dar las gracias, pero ignoro el significado de tu última frase.
Las tropas de Aicnamún establecieron combate con las apostadas en los alrededores del castillo y esto lo aprovecharon los del interior para salir corriendo en busca de la ciudad maldita. Juan Ramón iba el primero abriéndose paso a base de pistoletazos. Los otros dos, más rápidos en eso de correr y más hábiles en eso de golpear, armada ella con la otra pistola y él con la escopeta disparaban o atizaban a todo aquel que se acercaba, cubriéndole las espaldas a Juan Ramón. No tardaron mucho en salir de la batalla, en parte porque los de Aicnamún se sacrificaban haciendo de escudos humanos.
Poco más tarde marchaban a paso ligero, solos los tres, en la oscura inmensidad, sin poder quitarse de la cabeza las atroces imágenes vistas al salir del castillo: Los cuerpos caían, desangrados, desmembrados, desalmados, a sus pies. Unos porque fracasaban en su intento de agredirles, otros porque regalaban sus vidas por ellos... Durante todo el trayecto nadie habló...
Cayó la noche, que en aquel lugar equivalía a perder la vista hasta la mañana siguiente. Se echaron a dormir allí mismo, pues no existía el frío en el mundo de Helios. En cuanto amaneció, si es que la llegada del ápice de luz correspondiente al día puede llamarse amanecer, continuaron su marcha.
Los cuerpos les pedían descanso: la boca seca, el estómago vacío... cuando divisaron una enorme manta de humo sombrío, que iba desde el suelo hasta las nubes del cielo y que sólo fueron capaces de distinguir del horizonte al tenerla bastante cerca suya. Zenobia y J.R. vacilaron, pero Lázaro siguió adelante, sin dudar, incluso alegrando su paso. Los otros le siguieron. Él, con la misma firmeza con que llegó al pie de la cortina, la atravesó.
Al otro lado se descubría un paraíso luminoso: verdes los montes; azul un riachuelo de ignoto origen e igual desembocadura; aves disfrutando, en su volar, del céfiro... Lo que manchaba aquella imagen primaveral era que todo el lugar, de varios kilómetros de diámetro, se veía circundado por aquella cortina de humo que marcaba sus límites. Tampoco lo embellecían otras cortinas negras, más pequeñas, que formaban tubos de un centenar de metros de diámetro, que también partían desde el suelo y subían hasta alcanzar las nubes que ocultaban la bóveda celeste. Era unas diez o doce distribuidas aleatoriamente a lo largo y ancho del oasis. Por demás, la localidad estaba mágicamente iluminada.
Finalmente, en el centro, una inmensa columna de granito ascendía hasta tocar el techo gris y atravesarlo. La columna era rodeada por una escalera de caracol, escalera hacia el cielo.
Juanra se desplomó y, tumbado en la cespedera, arrancó un manojo de hierbecillas para olfatear su frescor. Seguidamente se adormeció... hasta que el olor de carne asada le despertó. Desconocía cuanto podía haber estado allí tirado, el caso es que ahora tenía frente a él un inmenso banquete, depositado sobre una mesa oblonga a lo largo de la cual se sentaban una veintena de personas a comer. Una muchacha se volvió y le invitó:
-¿Ya has despertado Juan? Vente a comer con nosotros. Todo esto es en vuestro honor. No habrá fracaso esta vez...
Los tres amigos comieron hasta la saciedad, luego descansaron y observaron su situación con la ayuda de un barbudo guerrero de Aicnamún, llamado Sabrab. Por lo visto había sido muy amigo de Lázaro en tiempos. Lo primero que les contó fue la muerte de éste.
-Lázaro murió aquí, en Aicnamún. Este lugar es mágico. Algunos dicen que de aquí mana todo el poder de Helios y que antes todo este mundo era así. Son leyendas que los más antiguos dicen recordar... aunque ¿quién puede recordar cómo eran las cosas hace un millar de años? Habréis visto las columnas de humo que se elevan hacia el cielo... Cuando alguien muere en Aicnamún todo lo que le rodea en un hectómetro de diámetro se consume, se pudre y es tapado por una columna de humo negro. Se vuelve como el resto de las cosas de este mundo que están fuera de nuestra ciudad... Cuando alguien muere aquí un trocito de Aicnamún muere él...
-Entonces, para liberarnos, tendríamos que morir aquí - observó Zenobia - y volveríamos a nacer...
-Sí, pero... La superficie de Aicnamún es limitada. Sólo podrían morir un centenar, quizá dos. Luego esta tierra no sería más que parte del resto del mundo de Helios. Si entráis en los tubos de humo podréis comprobar cómo sus interiores son iguales al mundo externo a la ciudad. Allí no sólo reina la oscuridad, sino que el poder de Helios también es efectivo. No es solución...
-Alguien ha dicho... "esta vez venceremos..." - dijo Juan Ramón.
-Sí, ha habido anteriores intentos. Como podéis comprobar, hay once columnas de humo. Eso significa que hubo diez intentos antes que el de Lázaro... Aproximadamente, cada cien años, alguien se atreve a desafiar a Helios. Viene aquí a morir, para volver a nacer... Tres no llegaron al libro de las firmas. El resto no llegó vivo a Aicnamún. Cuando estos rebeldes mueren, los enemigos de Helios nos sumimos en el desánimo hasta que, pasados cien años, alguien con entusiasmo renovado se ofrece para morir. Pero vosotros estáis aquí... con Lázaro vivo...
-¿Por qué nos ayudasteis? - preguntó Zenobia con desconfianza. - Nunca habéis luchado contra Helios... Os limitáis a resistir...
-Eso no es cierto. Nosotros protegemos la ciudad. Mientras haya guerreros aquí, los siervos de Helios no se atreverán a venir y destruir este lugar. Nosotros debemos mantener viva la esperanza. Por eso, parte de nuestras tropas fueron a morir al pie de vuestro castillo. Debíamos lograr que llegarais hasta aquí. Ahora el camino de Lázaro se separa del tuyo, Zenobia... No le puedes acompañar, pues, cuando os enrostréis con Helios él dominará a Lázaro a través de ti y no servirá de nada que muriera y renaciera...
Por unos momentos resopló el viento con fuerza. Zenobia y Sabrab se tensaron y dijeron al unísono:
-Las tropas de Helios vienen hacia aquí.
-¿Cómo lo sabéis? - preguntó inquieto Lázaro, pues él no había sentido nada.
-Helios ha hecho un llamamiento general a todos sus siervos... El llamamiento ha sido tan fuerte que ni tan siquiera este lugar ha quedado al margen... Es normal que esté alarmado, nadie había llegado tan lejos como vosotros. Debéis enfrentaros a Helios... Todos los habitantes de Aicnamún intentaremos resistir... pero será en vano. Helios, en su desesperación, parece haber olvidado el temor que le produce este lugar... y nosotros no podremos repeler un ataque del calibre del que se avecina... No podéis fallar... La morada de Helios está en el cielo. Existen muchas escaleras que llevan hasta allí y la más cercana es ésta.
Sabrab señalaba la escalera de caracol que había a unos seiscientos metros de ellos.
-Moriremos por vuestro triunfo...
-¡No! ¡No más sangre! He viajado hasta aquí queriendo saber quién era realmente, por qué amaba a esta mujer, cuál era mi esencia vital... No sé si entendéis estas palabras... Lo que no puedo soportar es ver morir a gente y más gente por mí, que soy incapaz de recordar el hecho que se me atribuye y que, al parecer, es el detonante de toda esta violencia. ¡No! No puedo aceptar que por algo que hice en una vida anterior, de la que apenas recuerdo alguna imagen suelta, haya miles de personas matándose entre sí...
-Entonces debes correr y llegar hasta Helios antes de que sus tropas te alcancen. Pero sin Zenobia a tu lado todo tu poder se reduce al de un humano cualquiera. Y un humano cualquiera tardaría días en subir toda la escalera... por mucho que corriera.
-Entonces iré con Zenobia....
-Entonces iré con vosotros - se apuntó Juanra. - Con Zenobia a tu lado eres vulnerable, pero yo no.
-Pero si vamos a tu paso...
-Puedes llevarme sobre tu espalda...
-Y ¿quién llevará a Zenobia?
-No hace falta que me lleve nadie. Aun no teniendo tanto poder como los hombres, las siervas de Helios somos fuertes. Pensé que lo habías comprobado cuando llegamos hasta aquí... Yo no me desmayé como tu amigo...
Alguien se acercó a ellos a todo correr. El ambiente a su alrededor se estaba tensando. De debajo de la tierra surgían hombres y mujeres, que marchaban de un lado para otro en constante trasiego.
-Ya se divisan las tropas enemigas. Pronto anochecerá allí afuera, por lo que tendrán que acampar. Pero al poco de amanecer mañana les tendremos encima.
-Subid, no perdáis tiempo...
-¿Vivís bajo tierra? - preguntó Lázaro consternado, pues aquellas también habían sido un día sus costumbres.
-¡Subid de una vez!
-Prométeme algo, Sabrab. Prométeme que no lucharéis, que les dejaréis el camino libre...
-Pero... Debemos impedir que os alcancen...
-Contamos con suficiente ventaja. Mientras ellos duermen, nosotros estaremos subiendo.
-Pero... Arrasarán este lugar...
-Lo harán igualmente. No merece la pena que se derrame sangre por nada. No más sangre por mí...
-Está bien...
Sabrab reunió en un momento a toda la gente que iba de un lado para otro y comunicó, con declamadas sílabas, el deseo de Lázaro. Al principio, las gentes no lo entendieron. Acostumbradas a luchar violentamente... Pero los presentes en su totalidad terminaron por aceptar el ruego de aquel en quien debían confiar. Lázaro agradeció el gesto y cargando con su amigo a la espalda comenzó la ascensión. Delante suya, a buen paso, avanzaba Zenobia.
Diez horas tardaron en llegar hasta las nubes negras que cubrían todo aquel mundo y que apenas dejaban traspasar la luz. Al atravesarlas pudieron comprobar que, para su asombro, la escalera ascendía para llegar a una segunda capa de nubes. Albas en esta ocasión. Una vez atravesada la primera capa todo se volvía mucho más luminoso, hasta el punto de que, a lo lejos, se podían divisar otras escaleras iguales a las que ellos estaban recorriendo.
A pesar de sentirse cansados prosiguieron el ascenso, pues habían llegado a ver, a lo lejos, cómo los siervos de Helios, sin batallar con los guerreros de Aicnamún, habían alcanzado la columna e iniciado la persecución.
-Ya suben, ya suben - había dicho, alarmado, Juan Ramón, que a pesar de los ruegos de su amigo no se había desprendido de la escopeta. Es más, la había cargado por si fuera necesario, dado que en el fondo estaba convencido de que no tardaría en llegar el momento de usarla. Y se imaginaba ese momento, dibujando en su mente a la víctima del disparo...
Otras diez horas tardaron en llegar hasta la segunda capa de nubes y atravesarla. Como los perseguidores estaban más descansados (y no tenían que cargar con nadie sobre sus espaldas) habían recortado la mayor parte de la distancia. Muertos de agotamiento llegaron al final de la escalera. Allí sólo había nubes por suelo y, a lo lejos, aparecía lo que debía ser el trono de Helios. Juan Ramón, el menos cansado de todos, fue el primero que se atrevió a poner el pie en aquella superficie.
-Las nubes son duras, como si fueran de piedra. Se puede caminar por ellas.
Y pusieron rumbo hacia la última meta. Llevaban veinte horas subiendo sin respiro. No habían ingerido nada desde que comenzaron el ascenso. Pero ver el final del camino tan cerca... Ahora ya no podían vacilar. Tenían que vencer. Se encontraban ante Helios...
Avanzaron y, al acercarse, pudieron admirar sus tremendas dimensiones. Aquel no era un hombre cualquiera. Sentado en un trono hecho a su medida, Helios era tan alto como tres seres humanos puestos uno sobre otro. Tenía el aspecto de una persona de unos cuarenta años y su rostro era amable. Calvo, con sendos mechones sobre las orejas como testimonio de que allí había habido, milenios atrás, una guedeja envidiable, barba como de tres días y ojos cansados. Aquel gigante no parecía poseer ápice alguno de maldad en su interior. Nada más lejos. Al ver llegar a los tres amigos se sonrió.
-Pensé que nunca terminaríais de subir la escalinata.
Se puso en pie y cambió de mohín, adquiriendo uno más grave esta vez.
-He de reconocer que habéis llegado lejos. Por eso he mandado a todos mis siervos venir. ¿Podemos esperar a que suban las escaleras? Quiero que vean con sus propios ojos que de nada sirve rebelarse contra mí. Quiero que sean testigos de que, aunque uno pueda llegar lejos, al final es imposible vencerme...
-Prefiero acabar con esto ahora... - dijo severo Lázaro.
-Está bien.
Helios miró a Zenobia, ella pareció entrar en trance y, a través de ella, se apoderó de la voluntad de Lázaro. Hizo que este se volviera contra su amigo y soltase un derechazo que derribó a Juan Ramón. La escopeta se le escapó de las manos y cayó a algunos metros de distancia. Juan Ramón gateó hasta ella y se giró. Lázaro se cernía sobre él... Helios le ordenó detenerse y este se quedó inmóvil como una estatua. Juan Ramón puso la escopeta en el pecho de su amigo... No quería disparar contra él... Pero tenía miedo... No había contado con su propia reacción ante el miedo. El gigante se acercó, manteniendo quedo a Lázaro.
-¿Y tú? Simple mortal... ¿Quién te has creído para venir a mi mundo, para disparar contra mis siervos, para desafiarme...? Tú... No sólo morirás sino que, antes de hacerlo, habrás matado a tu am...
Juan Ramón gastó una de las dos balas que contenía el arma disparando contra el gigante. Pero apenas le causó un rasguño en el pecho.
-Me has disparado... ¿Crees que me puedes matar con ese juguete infantil?
Totalmente enfurecido le cogió del cuello con una mano y le alzó. Pero no le hizo nada...
-No sé si merece la pena matarte.
-Deberías...
Juan Ramón apretó el gatillo nuevamente. Tronó un disparo... Cayó Zenobia, gravemente herida, perdiendo la consciencia. Helios sintió como si un rayo atravesara su mente, pues ahora tenía parte de ésta sometiendo a la mujer. Soltó a Juan Ramón por puro acto reflejo. Lázaro recuperó su propia voluntad y se volvió hacia la malherida.
-No, Lázaro. Tú debes enfrentarte a Helios. Yo me encargo de ella. - Una mano agarró un instante el brazo del escopetero. El amigo le miraba a los ojos.
-Dila que no recuerdo haberla amado... pero que ahora sí la amo.
-Se lo diré, te lo prometo.
Juan Ramón soltó el arma y corrió hasta donde se encontraba la chica. La tomó en brazos y fue hacia las escaleras. Nada más comenzar a bajar vio a la horda enemiga en frente suya...
Helios no tardó en recuperarse, pero para entonces sólo quedaba Lázaro frente a él. El brujo estaba más furioso que nunca.
-Te mataré lenta y dolorosamente...
Jamás pudo pensar lo que acontecería entonces.
-No voy a pelear. No más muertes, por favor.
-¿Has hecho todo este trayecto para suplicar?
-Lo he hecho para dialogar...
Mientras tanto, en la escalera, Juan Ramón se entregaba pacíficamente al enemigo, rogando que le dejaran bajar, para que aquella mujer pudiera morir en Aicnamún. Escoltado por dos hombres y dos mujeres comenzaba el descenso. Al tiempo, el resto del ejército ascendía. De este modo iban llegando los guerreros llamados por Helios y rodeando la escena entre el gigante y el rebelde.
-Sé que he cometido muchos errores, no sólo en vidas pasadas. También en esta he luchado contra tus siervos. Desconozco el tipo de vida que les das, puesto que por lo que veo no necesitas sacrificados servicios. Quizá sean dichosos bajo tu dominio. Quizá sólo quieras ser adorado como un dios. Me da igual. Yo solamente...
Helios estaba en jaque. No sabía si matar a Lázaro o perdonarle la vida. De no haber testigos podría aplastarle como una mosca. Pero no podía matarle delante de toda aquella gente, si Lázaro lo único que hacía era hablar. Castigar a alguien que sólo quería hacerle una serie de peticiones no era el ejemplo que deseaba dar. Si le mataba en tales circunstancias, en vez de evitar que sus siervos se le rebelasen, lo que podía lograr era justamente el efecto contrario...
-Si quieres pelea no demoremos más el combate... - decía desesperado porque Lázaro hiciera el más mínimo gesto violento. Pero éste no entraba al trapo.
-Yo solamente deseaba recuperar mi memoria. Saber de dónde provengo. Quién era antes de ser lo que ahora soy... Ahora es cuando, llegado al final, vuelvo a intuir quién era... y el motivo de mi lucha. Yo he matado a muchos de tus siervos, por eso no te pido que me dejes vivir... Sin embargo, quisiera rogarte que liberaras a los siervos de Aicnamún. E, incluso, a los que así lo quisieran de entre todos estos aquí presentes... Luego haz conmigo lo que quieras...
Y fue ahí donde Helios se aferró para ahogar a Lázaro, introduciéndole una mano en el corazón y arrancándoselo. El humano cayó de bruces, emitiendo dolorosos y ahogados quejidos.
-Él había matado a muchos de vuestros amigos...
Pero en esta ocasión el poder de Helios se le volvió en contra. En su interior oía los pensamientos de los presentes y eran demasiados los que le llamaban 'asesino' y 'tirano'. No podía soportar tal griterío en sus entrañas... Además, todas aquellas voces no eran más que el simple coro de su propia conciencia, pues esta también le gritaba. Ya no por el acto en sí de finar a Lázaro, sino por todos sus actos tiránicos, que eran muchos los cometidos a lo largo de milenios.
Juan Ramón viendo que aún quedaba mucho por bajar, que no llegaría a tiempo, rogó a su escolta que le fuera permitido lanzar el cuerpo de la chica al vacío. Así caería sobre la misma tierra de Aicnamún, muriendo para volver a nacer. La petición fue concedida y vieron a Zenobia perderse en el aire y desaparecer entre las nubes negras. Entonces Juan Ramón recordó que su promesa estaba aún por cumplir.
Queriendo huir de aquel sentimiento de culpabilidad, inconscientemente, Helios comenzó a elevarse, como un globo, cada vez a más altura. Cuando ya estaba tan alto que no se le veía, decidió aceptar su pecado. Tras ceder ante la voz de la conciencia, su cuerpo se transformó en una bola de fuego y comenzó a crecer y crecer hasta quedar convertido en el sol de aquel oscuro mundo.
Las nubes, tanto las negras como las blancas, se dispersaron y todos los que hollaban en ellas comenzaron a caer irremisiblemente. Lázaro, que milagrosamente aún se resistía a la muerte, no fue la excepción.
Las cortinas de humo que marcaban los lugares de Aicnamún, y las que circundaban la ciudad, desaparecieron. La luz iluminó toda la superficie por igual, hasta allá en el horizonte. Las cespederas surgieron a lo largo y ancho del desierto inerte y los árboles muertos, recuperados de savia, florecieron.
-Ahora, - decía Sabrab feliz - Aicnamún se extiende a través del mundo... La ciudad no tiene límites... y aquellos lugares donde murieron los inmortales que querían renacer como mortales vuelven a estar vivos... Ahora quien desee envejecer, quien desee descendencia, quien desee poder ser feo, sólo tendrá que morir y volver al mundo como un hombre nuevo – y sus palabras sonaban a gozo.
***
-Y fíjate - comentaba María, una veinteañera, puesta en pie junto a la puerta interior del vagón de metro, a su amiga Cecilia - que va un viejo, se nos acerca, y me dice: 'le prometí a Lázaro que te diría lo siguiente' y el tío me suelta: 'Él no recuerda haberte amado en vidas anteriores, pero que en esta sí te ama...'. Luego se calla un rato, hace que se va, y vuelve para añadir: 'Bueno, en realidad murió poco después de decírmelo, por lo que...'
En ese instante alguien le dio dos golpecitos en el hombro. María se volvió y exclamó:
-¡Lázaro!
-No, no me llamo Lázaro, pero tú y yo nos conocemos, ¿verdad?

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