Cada día me levanto y miro el habitáculo. Ver que todavía sigo allí me hace querer seguir durmiendo. Hago un esfuerzo. Vuelvo a recostarme sobre el pétreo lecho y cierro los ojos. Que pasen las horas... la vida...
A veces recuerdo mi edad. ¿Ya? ¿Tan viejo? Cuando de joven me imaginaba cómo sería mi vida a estas alturas, me veía casado y con hijos. Con una carrera y un trabajo acorde con mi pasión literaria. Pero en cambio estoy aquí, prisionero, sin saber ni cómo ni cuándo se abrirá la puerta de la celda. Entonces pienso que no quiero perder ni un minuto más y una angustia colérica me lleva a tratar de derribarla.
La puerta nunca cede.
Sentado en el suelo miro al ventanuco. Antes trepaba hasta poder asomar la cabeza tras él. Pensaba que la imagen del exterior era suficiente para mantener viva la esperanza. Ahora no. Ver el exterior ya no me da esperanza ninguna. Sólo produce dolor. Entonces deseo que esta tortura llama “vida” llegue a su fin.
Y lloro.
Cuando lloro suelo desahogarme. Eso me sirve para querer vivir durante un tiempo. Pero a veces el llanto no es suficiente. Con todo lo que me animaba me ha ido ocurriendo lo mismo: es como cuando tomas un medicamento durante mucho tiempo. Te acabas inmunizando y deja de hacer efecto.
Todos los días la recuerdo a ella. A la mujer que amé y que aún amo. Encerrado en esta prisión nunca sabrá cuánto la quiero. Puede que cuando salga haya conocido a otro hombre y se haya enamorado de él. Entonces, ¿para qué querré la libertad? La angustia me vuelve a invadir y golpeo mis puños contra la puerta. Por enésima vez me hago sangre. Cedo. La puerta vuelve a vencer.
Dos veces al día, desde el exterior, introducen un plato de comida y una cuchara, acompañados de un mendrugo. Una vez, a la desesperada, probé a no devolver la cuchara ni el plato. “Así se verán obligados a abrir y entrar a por ellos. Yo aprovecharé para salir de aquí y si muero en la escapada, al menos mi cuerpo caerá fuera de estas cuatro paredes”, pensé. Me equivoqué. Sólo se abrió la ranura de la mirilla y el cañón de un rifle me apuntó a la cabeza. Devolví la cubertería secuestrada sin lograr que la puerta se moviera ni un ápice.
Esa noche lloré más que de costumbre.
Casi todos los días se repiten las escenas, los momentos, las angustias, los tiempos vacíos, los empellones contra la puerta, las dos raciones... Cuando cierro los ojos por la noche sé lo que me espera a la mañana siguiente... Y lo peor es que sé que todo eso ocurrirá siendo yo un día más viejo y habiendo dejado una oportunidad más para que mi amada le entregue su corazón a otro. Si al menos ella supiera cuánto la quiero...
***
El oficial terminó de leer la nota y la hizo trizas. Su compañero se acercó y le reprochó:
-¡Esa era una prueba!
El oficial miró con desprecio a su compañero.
-Ha escapado, ¿no? Ojalá encuentre a esa mujer.
-Pero es un criminal...
-Ante todo es un hombre. Yo sé lo que es vivir preso y, guárdeme el secreto, me alegro de que este desdichado haya logrado escapar.
-¿Usted preso? Pensaba que su historial era intachable.
-Nunca me han encerrado en una prisión pero, créeme, sé lo que es estar preso.
viernes, 17 de septiembre de 2010
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