domingo, 16 de octubre de 2011

Agastocio, joven alcohólico

Las palabras resonaron asaz difusas, pero de alguna manera inteligibles, en la vacua mente de Agastocio.

-Sube y dile algo... sube y dile al... sube y dile... sube y dil... sube... su... s...

El alcohólico amigo repitió la frase adornándola.

-Sube, coño, que merece la pena...

Y en la mente de Agastocio volvieron a reverberar difusiones.

-Sube y dile algo... sube, coño, que merece la pena... sube y dile ¿qué merece la pena?... Sube y dile: ¡Coño! ¿Qué merece la pena?... Dile algo y sube ¡coño!...

Finalmente Agastocio decidió hacer caso al susodicho compañero, que le hablaba desde ese lejano lugar conocido como Realidad.

Con gran dificultad, se incorporó y se dirigió a la salida de su piso. Antes de llegar a la puerta, el amigo le advirtió:

-¡Que te llevas la botella de wisky!

Agastocio se detuvo, miró su mano derecha y, efectivamente, de ahí colgaba algo verde de gran borrosidad, que bien pudiera ser una botella.

-Cierto, tengo la botella.

Al reanudar su camino, la voz ajena insistió en desviarle de su objetivo.

-¡Agastocio! Que te dejes aquí la botella, hombre. Que estamos todos sedientos y sólo nos queda esa. No te la lleves, hombre.

Agastocio, en una difícil concatenación de conceptos e ideas, comprendió la frase.

-Ah, vale... Aquí la dejo.

Y la depositó en una mesa imaginaria. A lo lejos, como si proviniese de otro planeta, escuchó el chasquido de algo cristalino rompiéndose.

-Cabrones, tened cuidado, no me rompáis la casa...

-¿De qué hablas, Agastocio? Pero, ¡si nos has dejado sin wisky!

Agastocio ya no podía escuchar, pues había cerrado la puerta tras de sí.

La bellísima vecina del piso de arriba, puerta nº 5, era su objetivo. Desde el primer momento le gustó. Ella acababa de mudarse, era nueva en la ciudad y Agastocio había tenido la suerte de caerla como vecino. El día anterior se habían encontrado en el ascensor de los pares, pues el de los impares estaba escacharrado. Ella le miró de arriba abajo. Él se admiró de su belleza, babeando boquiabierto sin poder quitarla ojo. Ella se rió para adentro, dejando escapar un leve mohín. Él sacó pecho. Ella se puso roja. Él pensó que era la ocasión de decirla algo, y, tras mucho reflexionar, en búsqueda de algo ingenioso, soltó:

-Me bajo aquí – y a la sazón se detuvo el ascensor.

-Vale, yo también – respondió ella, que, tras hablar, no pudo contener la risa durante un segundo.

Eso mosqueó a Agastocio, pues sólo podía significar dos cosas: o bien estaba en el bote, o bien no tenía ninguna posibilidad. Pero Agastocio era un tipo optimista y ni siquiera llegar a casa y verse desaliñado ante el espejo; o darse cuenta de que por la bajada bragueta del pantalón vaquero asomaba alegremente la camiseta de Iron Maiden que le regaló un amigo suyo diez años atrás (que no sólo estaba desgastada y sucia, sino también rota), le hicieron sospechar que pudiera tener cero posibilidades.

En una de sus habituales bacanales, Agastocio habló de la vecina a sus amigos. Estos hicieron, a la par, la siguiente deducción: “Como Agastocio es un borracho cuyo cerebro, demasiado afectado por el alcohol, ya no carbura bien, no logrará nada con la vecinita, pero si él insiste en intentarlo con ella, con un poco de suerte, en caso de darse alguna extraña carambola, podré conocerla yo”. Los amigos de Agastocio eran personas de gran corazón y auténticos caraduras… de modo que le animaron a conocerla.

Así que Agastocio subió las escaleras.

-Un escalón, dos escalones, tres escalones, cuatro... cinco... descansillo. Un escalón, dos escalones, tres escalones, cuatro... cinco... descansillo largo. Un escalón...

Se dirigió a la puerta número cinco. Le abrió un fantasma, con sombras en aquel lugar donde debía tener situada la mandíbula.

-¿Esto es barba? – dijo Agastocio alargando la mano hasta tocar la parte oscura del rostro del fantasma.

-¿Pero qué haces, imbécil? – replicó este, con voz muy grave para ser mujer, mientras apartaba con un fuerte golpe la mano de Agastocio.

-¿Es el piso 7, puerta 5?

-No, maldito borracho. Te has pasado por uno. Este es el 8.

-Oh, vaya...

Agastocio regresó a las escaleras y comenzó el descenso.

-Cinco escalones, cuatro, tres, dos, uno, descansillo. Cinco, cuatro, tres, dos, uno, descansillo largo... ¡Un momento! No existen los descansillos largos entre pisos...

Tras una dificilísima deducción concluyó que había llegado al séptimo piso. Esta vez se lo tomó con prudencia. Calculó la posición de las escaleras, lo que le parecieron las ventanas del patio interior y lo que consideró el ascensor. En función de estas tres referencias comenzó a contar lo que debían ser las puertas, según lo que suponía el orden correcto, hasta que localizó, o eso creyó él, la entrada que buscaba. Se acercó. Sobó la pared contigua, intentando localizar el botón del timbre. Tan ardua tarea le llevó un ratillo y despellejarse la mano por culpa del gotelé. Localizó un botón. Lo pulsó. Se encendió la luz. Era de día de modo que, como la bombillita apenas se hacía notar, Agastocio no se apercibió de su error y siguió pulsando durante un rato preguntándose si el timbre no sonaba o era él quien no lo oía. Finalmente Agastocio cambió de estrategia y golpeó tres veces con los nudillos.

La señora Amalia estaba de visita en casa de su hija Dulcibella. La descendiente se había ido a vivir a la ciudad hacía poco y la madre la echaba de menos. Ambas contemplaban la tele cuando alguien llamó con golpes a la puerta. Amalia fue a abrir. Dulcibella contemplaba desde el salón, pero no tenía ángulo de visión. Sin embargo, sí pudo escuchar lo que ocurría:

“Hola, coñoquemerecelapena, me llamo...” ¡Plas!

Amalia regresaba con la palma de la mano ardiendo, al tiempo que blasfemaba para sus adentros. Se detuvo en la entrada al salón, mirando suplicante a su pequeño tesoro.

-Hija, vuélvete pa`l pueblo. Aquí no pintas nada...

-No madre. Yo me quedo. Tengo mi trabajo aquí, en la ciudad... y, además, me gustaría confesarte algo... En el piso de abajo vive un chico que es diferente a los demás...

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