domingo, 16 de octubre de 2011

Kulu Guele y Coh Yon

Kulu Guele era lo más parecido a un jefe que había en esa tribu. Su nombre era Kulu, Guele en cambio quería decir “sabio”.

Un día llegó un aventurero, convencido de que les traería la civilización. Ellos le dieron cobijo y ofrecieron su hospitalidad. El aventurero que se llamaba Coh y se apellidaba Yon, no aprendió a hablar el lenguaje de la tribu de Kulu, pues era él el civilizado y los otros los que tenían que aprender. Por eso fue el señor Guele quien aprendió el idioma de Coh.

Durante seis meses estuvo Kulu injiriendo palabras nuevas con una voracidad terrible. Al cabo de ese tiempo Coh tenía que recurrir al diccionario de bolsillo para poder seguir haciendo de maestro. Dos meses más tarde Kulu manejaba el diccionario del aventurero con mayor destreza que su propio dueño. Pero Coh seguía empeñado en hacer de maestro, de modo que siempre buscaba la forma de poner a Kulu en un brete. Sin embargo cada día era más difícil.

Un amanecer ya no tuvo nada más que enseñar el viajero. Kulu era mucho más sabio que él, pues sabía todo lo que Coh, más todo lo que había aprendido, con el decurso de los años, de decenas de viajeros como Coh. Es cierto, Coh no era el primero en intentar llevar la civilización a aquella tribu. Antes que él habían ido un alemán, un inglés, un español, un japonés...

Como con todos, llegó el día en que Kulu dijo a su invitado:

—Ahora deja que te enseñe yo. Tú ya no puedes enseñarme nada, pero puedes aprender mucho...

Como todos, Coh estalló en furia. Su orgullo no le permitía convertirse en aprendiz de Kulu.

—¿Que tú me vas a enseñar? Vas listo. Eres un salvaje y yo un ser civilizado...

—¿Por qué dices eso? ¿Por qué tú eres un ser civilizado y yo no?

—Porque yo conozco la ley y la obedezco... tú te guías por instintos irracionales...

Kulu hizo caso omiso de lo que Coh había dicho en segundo lugar, pero se interesó por lo primero:

—¿Ley? ¿Qué es la ley?

He aquí algo que Kulu aún no conocía. A Coh le brillaron las pupilas de pura satisfacción y de nuevo se puso a hacer de maestro:

—La ley es lo que dice qué cosas se pueden hacer y qué cosas no.

—Ah... La ley de la física... ya recuerdo, me lo explicaste la semana pasada...

Coh veía lo perdido que estaba Kulu en ese aspecto, por tanto se relamía de placer.

—No, no, no. La ley de los hombres civilizados...

—¿Los hombres civilizados? Entonces, si yo soy un salvaje, puedo hacer más cosas que tú... Yo no tengo leyes, no como la física que siempre hace lo mismo y no puede cambiar... A ti la física te impide hacer cosas que yo sí puedo hacer... Pero ¿el qué? Te he visto correr, te he visto cocinar platos exquisitos, te he visto trepar a los árboles, te he visto hacer reír a las mujeres...

—No, no, no. La ley de los hombres civilizados no tiene que ver con la ley de la física.

Entonces Coh comenzó una larga explicación. Le dijo que las leyes se escribían, se promulgaban y se derogaban, que existían unos hombres especiales que impedían a todos saltárselas... Se estuvo una semana entera intentando hacer comprender a Kulu. Pero éste se bloqueó. Toda la capacidad que había demostrado en las lecciones anteriores se convertía en ineptitud. Y lo que para Coh era algo por lo que relamerse, al final se convirtió en la mayor desesperación.

Un auténtico inepto era Kulu. Lo confundía absolutamente todo. Cuando Coh se decidía por explicarle lo de escribir, promulgar y derogar, Kulu decía:

—Entonces las leyes son cuentos, para que los niños aprendan. Cuentos con moraleja.

Cuando Coh cambiaba y se centraba en lo de las fuerzas de seguridad encargadas de hacer cumplir la ley, Kulu decía:

—Entonces las leyes son injustas y oprimen al hombre.

Cuando Coh en su último intento expuso…

—La ley es lo que dice qué está bien y qué está mal. Cuando uno se salta la ley está dañando a la sociedad, a sus hermanos. Sin leyes no podríamos convivir.

… a Kulu se le iluminó el rostro. Ya sabía lo que era la ley de los hombres. La de los hombres civilizados, claro está. Y reprendió a su maestro:

—Entonces nosotros no somos salvajes. ¡Nosotros cumplimos la ley! Aunque algunas veces nos equivocamos, pero generalmente la cumplimos. Siempre hacemos lo que dicta la ley...

—Y ¿cómo es posible? ¿Dónde tenéis escrita vosotros ninguna ley?

—¿Escrita? Bueno, es cierto que la ley requiere sabiduría, pero en sí misma no se puede escribir. En la vida hay muchas situaciones distintas, por cada ser humano hay millones de ellas. No se podrían escribir en ningún sitio. Y aunque se escribieran, ¡cuánto tiempo se pedería en buscar e interpretar lo que dicen!

—De acuerdo. Pero, a riesgo de parecer pesado, ¿cómo es posible que cumpláis la ley si no la tenéis escrita, ni reflejada en ningún sitio?

—Tú me lo explicaste un día...

—¿Yo?

—Sí. Cuando me dijiste lo que era el amor. La ley es el amor llevado al acto, a la práctica de cada día. Es eso... ¿No es el amor lo que nos conduce hacia el bien? Y también la conciencia, cuando nos recuerda qué hemos hecho mal. ¿No me dijiste que la conciencia nos era imprescindible para hacer el bien?

El señor Yon se puso rojo como un tomate. Casi estalla allí mismo de la furia. Estaba claro que Kulu era un salvaje y los salvajes nunca serán seres civilizados.

Coh se marchó de allí para siempre. Nunca más intentó llevar la civilización a ningún lugar. En vez de eso escribió un libro titulado “Kulu, el salvaje”, donde relataba su experiencia con aquel hombre. Tuvo mucho éxito de público y crítica y desde entonces le llamaron filántropo. Y eso hizo que el señor Yon fuera feliz. Eso y el dinero, pues el libro le hizo rico. Nunca más volvió a preocuparse por “el salvaje”, nunca más le hizo falta acordarse de nadie. Ahora era un rico y famoso “filántropo”.

Por su parte Kulu nunca dejó de recordar a aquel hombre que le había intentado enseñar “la ley de los hombres civilizados” y sin embargo le había conducido hasta la comprensión de “la ley de la conciencia”. Se sentía en deuda con él.

En ocasiones, al atardecer, la melancolía le invadía. Desearía volver a encontrarse con Coh. Solía cantar canciones tristes con voz melodiosa, un atardecer y otro...

Se le escuchaba desde muy lejos, pero hoy no suena ritmo alguno, ni tampoco quiebra el aire voz ninguna. Hoy su figura no se ha dibujado en lo alto de la montaña con el ocaso de fondo. Hoy no está allí. Todo permanece en silencio. Su djembé se postra en el suelo, sin dueño, aguardando a que alguien lo coja... Algunas formas en la arena son vestigio del sabio, pero pronto las borrará el viento.

Le he preguntado al sol, con quien tanto solía conversar él, y me ha respondido que Kulu se ha puesto en marcha, que ha partido en busca de su hermano. Pero Kulu es hijo único; no comprendo lo que me quiere decir. Sólo sé que ha escapado de mis palabras, que ya no dirijo su destino con mi narración. En verdad era libre Kulu. Nada escrito podía retenerle. La ley escrita no fue creada para él... y ahora ha escapado a mis palabras. Nos ha dejado al onírico atardecer y a mí solos, en silencio y con ganas de llorar. Él ha partido...

Que tengas suerte, Kulu.

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