miércoles, 19 de agosto de 2009

Capítulo II: El viajero del desierto

La atalaya desafiaba al viento en un desierto perdido en la Galaxia. Su aspecto antiquísimo, casi primitivo, más propio de la época en que la Humanidad limitaba sus viajes y su existencia al planeta Tierra, que a aquellos siglos perdidos en los confines del tiempo; su aspecto hacía que pareciera imposible su supervivencia al paso de los años, a los días de tormentas de arena, a la hostilidad de aquel rincón del Universo. Pero no sólo se mantenía en pie. Una comunidad caballeresca sobrevivía en su interior. Casi tres siglos les contemplaban.
Más inaudito que todo eso fue la capacidad de un forastero que, tras recorrer el desierto únicamente vestido con gruesas túnicas, sin más comida que unos pocos trozos de ese pretérito alimento llamado pan, sin más bebida que el agua de una exigua cantimplora llegó a la puerta del austero edificio y golpeó con los nudillos.
No existía fuerza humana que pudiera realizar tal proeza, por ello se tomaron las convenientes precauciones. Al principio nadie abrió. Luego de una nueva llamada, la puerta giró bruscamente y una espada se situó junto al cuello del viajero. Un dispositivo de oscuridad hacía que todo lo que había más allá del umbral se viera negro. De este modo no había ojo que pudiera distinguir a quien sostenía la espada, de la tiniebla. El extraño creyó llegado el momento de confesar:
-Traigo las manos manchadas de sangre. Sangre humana.... y me declaro culpable. Vengo en busca de esperanza... No quiero volver a manchar de sangre mis manos...
***
Los Caballeros del Control de la Atalaya del Desierto estaban reunidos. El más anciano, sentado al extremo de la mesa oblonga, hizo un gesto al más joven. Este se levantó y miró por la ventana. Abajo, a pesar de la tormenta de arena que arreciaba con fuerza, resistía un bulto de vestiduras recogidas sobre sí mismas.
-Aún sigue ahí.
-Repito que deberíamos acogerle – dijo otro de los caballeros. – Hemos trabajado con más nargrs y logramos ayudarles a controlar su ira. Si lo conseguimos con Otto, Peter...
-Esos eran gonacks... – respondió el anciano. – Éste es un romicks. De las tres especies de nargrs, los romicks son los más peligrosos, los más violentos, los más poderosos...
-Pero tú has conocido a romicks y, en ocasiones, nos cuentas que son buenas personas...
-Los nargrs no son malas personas, nunca he dicho que lo sean... Pero fueron creados para matar, para guerrear... Su ira se enciende fácilmente... la orden de Los Caballeros del Control fue fundada para controlar la ira, tanto en humanos como en nargrs... Pero no es lo mismo, os repito que no es lo mismo acoger y convivir con un gonacks que... El poder de un romicks es tan inmenso que termina por desbordarle... Y no me refiero sólo a un momento de ira... Es algo más, algo aterrador... Llega un momento en que dicho poder estalla de algún modo... es tal la explosión de magia que estremece a todo el que se encuentre a cierta distancia... y cuando digo esto me refiero a que se me contrajeron las tripas... el ambiente, el aire... todo se vuelve como más espeso... Una explosión de poder inimaginable... Tal es así que se forma un aura en torno a la criatura, una especie de luz... y, pasados unos instantes, consume las entrañas del propio nargrs... y muere... Ni siquiera su mismo cuerpo puede resistir algo tan intenso... Yo lo vi una vez... Vi como el nargrs alcanzaba un poder casi infinito durante unos instantes... y luego... – El anciano tuvo que hacer un silencio y tragar saliva para poder continuar. – Vi como caía... muerto... ¡Os digo que estaba muerto...! De inmediato, los ojos se hundieron y la piel se corrompió... Junto con los ojos, también desaparecieron el pelo, la nariz, las orejas... Fue como si ese mismo poder hubiera acelerado infinitamente el proceso de descomposición... Pero yo aún podía sentir dicho poder, sin control, flotando, envolviendo al cadáver... Una vez más, insisto en que él había muerto... pero su cuerpo... el poder desatado era tal que no lo abandonó... ni siquiera después... Hasta que... El cuerpo se levantó. ¡Se puso en pie y continuó peleando...! Ese despojo... ese montón de carne descompuesta... se levantó y peleó... Peleó contra todo lo que se le puso por delante... era... era como un caballo desbocado... como una máquina que se atasca y repite siempre la misma rutina, sin ser capaz de salir de ella... Ese muerto-viviente era incapaz de hacer otra cosa que pelear... Y os diré algo más: Si un romicks penetra en la atalaya y decide atacarnos... hay muy pocas posibilidades de pararlo...
-Pero, anciano – respondió el joven. – Nosotros hemos entrenado. Las tres cosas que llevo entrenando desde que entré en la orden son la templanza, que se centra en el control de la ira; el control de la energía mágica y la lucha contra los nargrs.
-Tienes razón. Pero en lo único que superas a un nargrs es en lo primero. En el control mágico desde lo puramente humano apenas... podemos... llegar a una cierta empatía con la naturaleza que nos rodea... Los nargrs, en cambio, son magia pura. Magia oscura y tenebrosa, me atrevo a decir... pero magia, al fin y al cabo. Y de la lucha... las técnicas de lucha sólo te dan la posibilidad de sobrevivir ante el ataque de un gonacks poco poderoso... Estos no son comparables a los romicks. Si un día te ataca un romicks, reza. No para sobrevivir, sino para que tus pecados sean perdonados y puedas acceder a la otra vida.
***
Lao, el más joven de los Caballeros del Control que había en la atalaya, no podía dejar de mirar por la ventana. Se le acercó Davor, diez años mayor que él:
-¿Sigue ahí abajo?
Lao respondió afirmativamente con la cabeza. Davor le dio unos golpecitos en la espalda.
-Ya sabes lo que opina el anciano...
-Pero ¿no somos...? No podemos dejar sin ayuda al que nos la pide...
-Es demasiado peligroso. Tiene que irse.
-Y cuando mate a alguien, cuando su naturaleza violenta produzca muertes... ¿qué parte de culpa será nuestra?
-Lao, comprendo lo que dices. Pero no podemos poner en peligro a toda la comunidad...
***
Pasados unos días, Lao fue llamado por el miembro más veterano.
-Lao, deja tus tareas, te llama el anciano – le dijo un compañero. Lao dejó de barrer y acudió a la llamada. A medida que avanzaba por las empinadas y retorcidas escaleras de caracol, una extraña sensación se fue apoderando de él. Cuando cerraba los ojos podía ver las cosas contorsionarse en mitad de la oscuridad. Al final de las escaleras había una vetusta puerta de madera, muy distinta a las holográficas tan comunes en el resto del Universo. La abrió.
-Entra – dijo el anciano, sentado al fondo, mientras le miraba fijamente.
Algunos objetos flotaban en el aire. Entre otros, la antiquísima pluma estilográfica y el tintero que el anciano solía utilizar para escribir. También una silla de madera parecía caer hacia el techo. El anciano siempre había rechazado la tecnología. No la quería para sí.... Ninguno de aquellos objetos tenía elevadores, ni contrapesos antigravedad. Pero ahí estaban, flotando, elevados, desafiando las leyes más arcanas del mundo. Dos libros entreabiertos se buscaban entre sí, dando vueltas a un metro de altura del suelo.
Todo cayó de repente. La extraña sensación se alejó de Lao. Todo volvía a su sitio, no sólo en el plano de lo físico.

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