jueves, 30 de julio de 2009
Charla entre el carpintero y el poeta
Tras comer comenzaron una distendida charla los dos amigos. Hacía tiempo que no se veían y tenían mucho de lo que hablar. Empezaron por lo más importante.
-Pues sí, sigo queriéndola como el primer día... quizá más. Pero últimamente la veo poco. Creo que está saliendo con un francés. No lo sé, prefiero no saberlo. Bien sabes que vendería mi alma por estar cinco minutos con ella... – afirmaba el carpintero.
-Ya sabes que son ellas las que eligen – incidió el poeta.
-Lo sé... lo sé... Lo sé perfectamente. ¿Qué me vas a decir a mí?
-No deberías obsesionarte con ella. Hay más y mejores mujeres en el mundo.
-Pero ninguna me conoce como ella. Ninguna me ama como ella.
-Pero ella está con otro...
-¿Y tú te consideras poeta? ¿Acaso no sabes distinguir entre el corazón y la cabeza? ¿Acaso no sabes qué diferencia hay entre actuar por amor y actuar por orgullo...? Yo lo aprendí tarde, ahora sé que el orgullo mata. El orgullo extermina el amor.
El carpintero se levantó alicaído y se dirigió a la terraza. Hacía una temperatura agradable y el céfiro sabía dulce. El sol comenzaba el ocaso alargando sombras. El poeta siguió a su amigo, que le ofrecía un sillón allí, a su lado. Parecía que el carpintero quería decir algo, pero necesitaba digerirlo primero. Por eso el poeta calló. Le miraba fijamente. El carpintero se hallaba sentado con el trasero en el borde del asiento, hundido sobre el respaldo, contemplando los claroscuros del horizonte.
-La perdí por orgullo... – dijo por fin. – Un poco, sólo un poco de humildad habría bastado. Pero fui demasiado orgulloso para humillarme... ahora me arrastraría ante ella, le diría: “soy tu siervo”...
-¿Crees que es feliz?
-¡Qué preguntas! Por supuesto que no. Siempre eligen ellas, tú mismo lo has dicho. No fui yo quien la eligió a ella. Aunque hubo un tiempo, imbécil de mí, en que así lo creía. Pero me equivocaba. Son ellas las que eligen. Y si una mujer te ama... de algún modo quedas ineluctablemente atrapado en su merced...
-¿Quieres decir que ella te sedujo?
-Quiero decir que nadie me ha mirado como ella. Nadie me ha sonreído como ella. Nadie me ha acariciado como ella. Nadie se ha reído conmigo como ella... y nadie se ha enfurecido conmigo como ella.
-¿Acaso la cantidad de furia puede demostrar amor?
-No es eso. No ha habido en sus disgustos más o menos furia que en los que tú y yo hemos tenido a lo largo de los años. Es la manera, es el cómo... Muchas personas me han pedido una mesa, una silla, un mueble... ella me dijo: “Hazme una mesa”. Pero ella no quería una mesa. Ella quería que yo hiciera algo por ella. Lo que fuera, pero que fuera por ella. Por eso dijo: “Hazme una mesa” y eso no me lo ha dicho nunca nadie.
-Yo recuerdo habértelo dicho.
-No. Tú me pediste una mesa. Ella me pidió que hiciera.
-Pero utilicé las mismas palabras...
-Utilizaste las mismas palabras, pero en ellas no había amor. Tú querías una mesa. Y yo te di una mesa. Ella, en cambio, quería mi atención... y yo, imbécil, le di una mesa. Y ahora vendería mi alma por estar cinco minutos a su lado.
Se hizo el silencio, el sol había descendido un poco.
-No sé qué escribir, amigo. Siento que lo he perdido todo – afirmó el poeta.
-¿Te falta inspiración?
-Estoy perdido. No sé lo que busco, ni dónde encontrarlo. Las palabras se agolpan en mi cabeza sin ningún rumbo, sin ningún sentido. Quieren salir. Yo sé que desean hacerlo. Pero no las entiendo. No sé lo que buscan. No sé hacia dónde quieren caminar.
-¿Cuánto hace que no escribes?
-Una semana o diez días... No lo sé. Pensarás que es poco tiempo, pero he de decirte que en realidad llevaba escribiendo muy poco los últimos meses. Imagina una chimenea y en la chimenea una hoguera. Cuando hay madera nueva para arder la llama sigue viva, gigantesca, abrasa con sólo mirarla. Pero a medida que la madera se consume la llama pierde vigor. Llega un punto en el que ni siquiera hay llama. Lo que arde son las brasas, que aún están al rojo vivo... pero sin llama. Y poco a poco las brasas también se van apagando. Finalmente, las cenizas dejan de emitir calor... Eso es lo que temo... Sólo quiero llorar...
-¿Qué fue lo último que escribiste?
-Me escondía en la noche, con un spray en el bolsillo, y allí donde nadie miraba escribía la frase: “Que sólo te guíe el amor”. Pero temo que ya no tengo la fuerza de antaño. Ya no le complico la vida a las personas...
-¿Qué estás diciendo?
-Eres mi amigo desde hace mucho tiempo. Conoces perfectamente lo que escribo y sabes que mis palabras sólo tienen un propósito... zarandear la vida del lector. Que aquel que me lea se vea cuestionado por su propia conciencia. Que al leerme pueda ver un reflejo de sí mismo y en dicho reflejo aparezcan todos los defectos que nunca quiso ver. Quiero que quien me lee sienta angustia de sí mismo... la misma angustia que siento yo al escribir.
-¿Y crees que has perdido la fuerza?
-Creo que mis palabras ya no le estropean la vida a nadie. La gente que me lee sigue con su vida igual que antes de leerme. Algunos me dicen que soy genial y otros me muestran su respeto, afirmando que disfrutan con mi obra... pero sus vidas... sus vidas siguen siendo las mismas, con las mismas miserias, con las mismas penas... y eso no puedo soportarlo. No quiero entrar en sus vidas como el viento que entra por una ventana y sale por otra, por muy refrescante que sea. De hecho ni siquiera deseo entrar en sus vidas. No quiero que se acuerden de mí... no quiero que sepan de mí. Lo único que deseo es que al leer algo mío su visión del mundo quede trastocada... Pero no lo logro. Sólo logro felicitaciones o críticas... Nadie me ha dicho: “mi vida era sencilla, fácil, reconfortante... hasta que te leí. Desde entonces siento que me falta el aire”... y yo sólo quiero llorar. Ya no sé qué más escribir... ¡se me acabó la madera, carpintero, no puedo seguir alimentando las llamas!
El sol comenzaba a ocultarse tras la montaña y los dos amigos escuchaban la escena.
-Al menos – dijo el carpintero – está siendo una tarde apacible.
-Sí, echo de menos las tardes cuando, infantes, nos sentábamos en las ramas de los árboles a ver anochecer... y mirábamos durante horas, preguntándonos por aquel inmenso misterio... y éramos felices porque no deseábamos nada más que aquello que nos era dado...
-Pero crecimos.
-Y eso nos complicó la vida, como si hubiésemos leído a un gran poeta.
-¿Es eso lo que buscas, hacer infeliz a la gente, como somos infelices tú y yo ahora?
-Ya no sé lo que busco. Te digo que no sé qué dirección darle a las palabras que se me amontonan en la cabeza...
En estas estaban cuando alguien llamó a la puerta.
-¿Quién osará perturbar nuestra plácida melancolía? – protestó el carpintero mientras se levantaba y acudía a abrir.
El poeta cerró los ojos deseando que el dolor que le embargaba acabase pronto. Mientras, escuchaba de fondo:
-¿Tú? ¿Qué haces aquí?
-Mi vida era plácida. Estaba con un hombre... un hombre francés... él me hablaba con su dulce acento... Y yo creía que era feliz. Pasaba las horas y los días con él. Y también las noches... y me convencía a mí misma de lo feliz que era... No me daba cuenta de lo absurdo de todo... ¡Cómo podía ser tan triste mi vida! Cada noche me acostaba y me repetía que era feliz y me argumentaba a mí misma lo feliz que era y lo bien que me iba. Y a veces también lo hacía durante el día. Y no sólo me lo decía a mí misma, sino que me pasaba el día demostrándole a la gente lo feliz que era... porque nada me reconfortaba más que luego estas personas me comentaran: “te veo feliz”, “eres afortunada”, “has tenido suerte en la vida” y cosas por el estilo. El francés tenía un montón de virtudes. Era más fuerte y más ágil que tú. Tenía más dinero y comprendía este mundo, esta sociedad, mejor de lo que tú la comprendes y la comprenderás nunca. Sabía vestir a la moda, trabajaba de informático, tenía un coche con las últimas tecnologías... Y yo me convencía de que te superaba en todo.
-¿Y acaso no era así? Yo no tengo carné de conducir.
-Nada era así. Podemos engañar a nuestra cabeza, enmudecer nuestra conciencia, acallar nuestro corazón... pero la verdad es la que es y nada de eso puede cambiarla.
-El orgullo...
-Sí, el orgullo maldito.
-Te quiero. Hace un rato le decía a mi amigo que sería capaz de arrastrarme por ti y que sólo quiero servirte...
-Me haces feliz con esas palabras... pero no quiero que tú me sirvas, ni que te humilles por mí. Sólo con tu compañía basta.
Unos segundos de silencio.
-¿Y por qué ahora quieres estar conmigo?
-Porque un maldito, maldito y mil veces maldito... un maldito poeta escribió en una pared: “Que sólo te guíe el amor”. Y desde que lo leí no he podido conciliar el sueño. No he podido convencerme de que era feliz. Ni siquiera me parecía tan dulce el acento del francés. Le miraba y sólo veía a un extraño con quien no quería pasar ni un segundo más. Y miraba a la sociedad en que él se movía y tampoco me gustaba. Y echaba de menos estar con un carpintero que nunca sabría encajar con todo aquello. Por culpa de un maldito poeta, al que ni siquiera conozco, mi vida se ha venido abajo... lo cual me ha traído hasta tu puerta, a decirte que te quiero.
El poeta lo escuchaba todo con los ojos cerrados y se imaginaba lo demás. Probablemente su amigo ahora mismo se encontrara abrazado a la mujer que siempre había amado. El poeta sonreía con lágrimas en las mejillas.
-¿Acaso se puede ser más feliz? – murmuró justo antes de que el sol terminara de ocultarse.
Etiquetas:
Relatos del PEL
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