El maestro del pueblo

(Relato de mi abuela)

En ocasiones mi abuela recuerda anécdotas de su vida. Hay algunas que suele repetir con más frecuencia. En ellas se esconde más saber del que el oyente suele captar. Esas anécdotas hablan del corazón humano, del bien y del mal, de la humildad y el orgullo. De la que voy a contar pido perdón por su falta de exactitud, aunque a grandes rasgos no debió diferir mucho de mi narración.

Mi abuela nació en un pequeño pueblo de León. Siendo una niña sus padres se fueron a vivir a Santander. Allí conoció el mar.

A mi abuela le llamaban la atención los barcos tan grandes y aparentemente tan pesados que, sin embargo, flotaban en el Cantábrico como ligeras plumas.

En determinada ocasión regresó temporalmente al pueblo. Como en aquella época la gente no solía viajar y la televisión era un invento en ciernes, las personas de tierra adentro normalmente desconocían el mar y lo marino. Tal es así que los niños y las niñas que durante años habían crecido con mi abuela la rodearon y empezaron a preguntar sobre Santander:

-¿Cómo es? ¿Qué es lo que más te gusta de allí? ¿Has visto algún barco?

-Sí. He visto barcos. Son muy, muy grandes. Yo no sabía que los barcos eran tan grandes.... Y pesan un montón, porque están hechos de hierro...

Por suerte para los chavales, el maestro del pueblo se encontraba por allí con el oído atento, velando por sus alumnos.

-¡No te equivoques, Trini! Si los barcos fueran de hierro, se hundirían. Los barcos, por fuerza, tienen que ser de madera.

-Pues yo los he visto y son de hierro.

-Lo que ocurre, Trini, es que los barcos están pintados. ¿Verdad?

-Sí, claro. De negro, de rojo...

-Pues entonces es que te han engañado. Como están pintados, te pensaste que eran de hierro. Pero en realidad son de madera.

A mi abuela le hace gracia recordar esta anécdota, ejemplo de lo que hace el orgullo humano. ¿Cuántas veces no hemos actuado nosotros como el maestro del pueblo? Yo muchas. Demasiadas.