Una zagala queda, arrodillada junto a la lápida más pequeña. Allí se acercó un hombre de unos treinta años, que solía pasearse por el cementerio muy a menudo.
-Hola.
-Hola.
El hombre removió la arena con el pie, mientras la zagala volvía a sus meditaciones. Bufó y se preparó para alejarse cuando la otra le dirigió la palabra.
-¿Qué deseas?
-Oh, nada.
-Tú no eres del pueblo.
-Sí que lo soy. Hace muchos años me marché y cuando regresé... sucedieron cosas... desde entonces suelo pasear a menudo por aquí. Este es un lugar tranquilo, pero no solitario.
-Me llamo Lucía.
-Perdón, yo me llamo Pedro.
-¿No tienes familia?
-Sí la tengo, pero estoy sólo en este mundo. ¿Y tú?
Lucía se giró hacia la lápida y habló.
-Hace un año murió mi padre. Él no se volvió a casar después de la muerte de mi madre. Ella falleció cuando yo era muy pequeña.
Lucía esbozó una sonrisa e incorporándose hizo un ademán de despedida.
-¿Puedo acompañarte? – preguntó el hombre con timidez. Lucía dudó.
-No hace falta, no vivo lejos. Gracias.
Pedro no insistió más, dejándola marchar. A los pocos pasos Lucía se detuvo.
-¿Quieres acompañarme?
-Me encantaría, pero si prefieres ir sola...
-No es molestia.
Así es como se conocieron.
Lucía trabajaba de costurera en la casa de unas tías suyas. Su padre tenía unas pequeñas tierras y, hasta el día en que cayó enfermo, su vida había consistido en labrar para mantenerse y mantener a la hija. Pero al morir este, Lucía, que no tenía físico para labrar, malvendió las tierras y se vio obligada a buscar otra forma de manutención. Lo único que encontró fue aquel trabajo de costurera en el hogar de sus tías, que se pasaban el día compadeciéndola de manera condescendiente y paternalista. La primera ocurrencia de aquellas dos mujeres, una viuda y la otra soltera, fue la de que debían desposar a la muchacha. Durante meses habían estado insistiendo en esta idea, llevando a Lucía de una casa a otra, presentándola a todos los jóvenes solteros del pueblo. Como ella no mostraba interés por ninguno, exclamaron:
-Pues algo hay que hacer contigo.
Y Lucía contestó que quería ganarse la vida por sí misma. En el pueblo había pocas mujeres jóvenes, pese a lo cual o quizá por eso, a Lucía le costó encontrar trabajo. Sus tías tenían dos negocios, que llevaban entre ambas: La botica y el coser, ya fueran remiendos, ya fueran las prendas a medio hacer que mandaba Luís, el sastre. Últimamente habían tenido una empleada que solía ocuparse de esto, pero un día, como solían decir ellas “la muy desagradecida se fue a la ciudad, diciendo que quería buscar un trabajo de verdad”. Finalmente, y con mucha desconfianza, contrataron a la sobrina por un pequeño sueldo. Con el tiempo Lucía descubrió que, de sus dos tías, una apenas sabía enhebrar una aguja y la otra ni eso, mas sin embargo se llevaban muy bien con Luís.
Mientras salía del cementerio escoltada por Pedro, Lucía contó algunas de estas cosas. Él la acompañó a casa y se despidió de ella sin siquiera insinuar ni el más mínimo gesto, ni la más mínima mirada que pudiera dar lugar a consideraciones. Pero se sentía arder desde dentro.
Pedro se dirigió precipitadamente a la casa abandonada a la que se llegaba por el Camino Olvidado, más allá del cementerio, fuera del pueblo. Allí le esperaba un anciano del que muchos habían oído hablar, pero al que muy pocos se atrevían a visitar.
-Ya he elegido – dijo Pedro nada más entrar.
-Sea pues – contestó el anciano.
A la semana siguiente Pedro y Lucía se volvieron a encontrar en el cementerio.
-Estás algo cambiado... como más radiante – indicó ella.
-Llevo viniendo al cementerio todos los días desde hace dos años. Sé quienes vienen y cuándo lo hacen. Tú no sueles venir al cementerio. Sin embargo, en un plazo de siete días lo has hecho dos veces... Tú también estás radiante. ¿Tienes un rato?
-¿Para qué?
-Me gustaría hacerte un pequeño regalo.
Aquel día comenzaron las maravillas. Pedro llevó a Lucía a una rosaleda, donde había rosas de todos los colores: rojas, blancas, amarillas y azules, verdes, negras... La muchacha abrió los ojos impresionada.
-No sabía que las rosas pudieran ser de tantos colores.
-Y normalmente no pueden.
-Además, ayer mismo este campo estaba en barbecho. No había rosas aquí. ¿Cómo lo has hecho?
-Primero concédeme este baile.
Pedro pasó un brazo por detrás de la cintura de Lucía y a un mohín suyo las flores comenzaron a interpretar un vals. Ella, fuera de sí, como si estuviera en un sueño, se mostró incapaz de oponer la más mínima resistencia y se dejó llevar. Pedro se movía al son de la música. De las flores salían sonidos semejantes a violines, violonchelos, flautas, tubas, trompas, trompetas, incluso un piano parecía sonar a lo lejos.
Lucía miraba fijamente a Pedro y él sonreía. Entretanto daban vueltas y vueltas. Ella cerró los ojos durante unos instantes y apoyó la cabeza en su hombro. Cuando volvió a mirar algo había de diferente, las flores sonaban desde abajo, los árboles y las praderas se habían hundido...
-¡Estamos volando!
-Sí. Volamos.
-¿Qué es lo que está ocurriendo en realidad? – El rostro de la muchacha se había transfigurado, pasando de feliz a horrorizado. Pedro notó cómo ella temblaba, respirando agobiada, por lo que aterrizaron y las flores y la música desaparecieron. Nada de esto evitó el desmayo de Lucía.
Un rato más tarde, en la terraza de la casa del Camino Olvidado, Pedro y el anciano conversaban sobre lo sucedido.
-De todo se puede aprender. No es tan fácil conquistar el corazón humano. Miedo, soberbia, pereza, rencor... muchos males hay en el corazón humano. No es tan fácil... – murmuraba el anciano.
-Pero no lo entiendo, no había nada que pudiera asustarla. Lo había preparado todo como en el más hermoso de los sueños...
Entonces Lucía salió de la habitación. Al escuchar ruidos los hombres entraron en la casa.
-Te has despertado, Lucía...
-Pedro... ¿dónde me has traído?
-Esta es la cabaña que hay al fondo del Camino Olvidado.- Lucía dio un salto atrás. – No hay por qué asustarse. Dime ¿qué ha ocurrido que te haga temer?
-Todo.
La zagala no apartaba la vista del anciano. En el pueblo le consideraban un viejo y maligno brujo. Por eso el camino que conducía a su casa había sido olvidado. Decían que tenía cientos de años. La abuela de Lucía ya hablaba de él como de un ser arcano, desde antes de lo que la propia Lucía podía recordar.
-Está bien. Vete. Si quieres verme podrás encontrarme paseando por el cementerio, como sabes. Si no, basta con que no vayas por allí.
Aquella semana Lucía se comportó de un modo extraño. A veces, cuando cosía, se ponía a reír sin aparente motivo. Otras veces, cuando el viento golpeaba las ventanas, cuando una puerta se cerraba de golpe o cuando la madera de un armario crujía inopinadamente, Lucía pegaba un respingo. Luego respiraba asustada unos minutos y ocasionalmente se entristecía. Las tías le rogaron que dejara de trabajar hasta que no estuviera sana, pues concluyeron que estaba enferma. Pero la supuesta enfermedad las desconcertaba tanto que no se atrevieron a insistir demasiado.
-Mientras no tenga fiebre... No parece demasiado grave... Quizás, si sigue haciendo vida normal...
Pasados seis días y llegado el séptimo, Pedro paseaba por el cementerio con nerviosismo. A cada persona que escuchaba a lo lejos levantaba la vista y la escudriñaba hasta convencerse de que no era quien él esperaba. Se estaba poniendo el sol cuando Lucía apareció.
-Ya pensaba que no vendrías.
-Y a punto he estado – contestó ella desafiante. – No he podido dejar de pensar en lo que ocurrió aquel día. Ni tampoco el hecho de que me llevases a la cabaña del viejo brujo.
-¿Qué cosa mala hizo aquel hombre para que todos le teman?
-Es un brujo. Los niños y las jóvenes incautas que osan acercarse por allí...
-¡Para! No digas más.
Pedro se mostró ofendido. Temporalmente dio la espalda a Lucía. Luego se volvió a girar, otra vez con el rostro amable.
-¿Damos un paseo?
Lucía estaba en posición defensiva, mirándole medio de lado, con un pie hacia atrás. Él insistió.
-Está bien, si no quieres saber nada más de mí... Yo sólo quiero pasar un rato contigo. Hablar y pasear, nada más, ¿tanto pedir es eso?
Lucía no se movió, ni pestañeó. Entonces él se arrodillo, se dejó caer literalmente a sus pies, posando las manos y la frente sobre la bota que sobresalía de la falda. Ella cambió de posición.
-Está bien. Levanta, por favor. Si quieres que paseemos... Pero te lo ruego, no hagas nada que pueda asustarme.
De este modo comenzaron los paseos que Lucía daba con Pedro, que cada vez eran más frecuentes y largos. Por supuesto, Lucía se repuso de su “enfermedad” y dejó de asustarse por nimiedades. Sin embargo, le quedó el tic de reírse inopinadamente en los momentos más inesperados e inverosímiles. Tras estos ataques, solía pedir perdón y morderse el labio, mientras los testigos murmuraban entre sí.
Pasados unos meses, mientras cosía para ellas, las tías cerraron la botica (pusieron el cartel de “He salido, vuelvo enseguida”) y se cernieron sobre la zagala.
-Todo el mundo murmura. Todo el pueblo habla de tu secreto. Nadie sabe a ciencia cierta cual es, pero todos hablan. Dinos, hija, ¿qué es lo que ocurre?
-Quizá debería decirlo. Pero antes tengo que consultarlo. Mañana lo haré.
-¿No puedes decírnoslo ahora? Comentan que te han visto por ahí, que vas de un lugar para otro, paseándote por veredas solitarias. Lo peor son las murmuraciones de los que afirman haberte visto con frecuencia en el cementerio, hablando y riendo con los muertos...
-¡Hablando y riendo con los muertos! ¡Dios me libre! No hay que exagerar... Mañana, si Dios quiere, se revelarán todos los misterios, mañana.
Lucía se levantó temprano al día siguiente. Rompiendo su costumbre, tras el desayuno fue en busca de Matilde, amiga de la infancia y la primera a quien deseaba contarle todo. Después irían sus tías. La llevó junto a la puerta del cementerio y tras mirar para asegurarse de que no había nadie por allí, preguntó:
-¿Sabes de los ricos comerciantes que viven en aquella cabaña?
-Todo el mundo sabe de ellos. Son huraños y no les gusta que nadie vaya a visitarles. Sólo tratan con la gente para hacer negocio. Viven para el negocio. Un día, cuando aún era un niño, expulsaron al hijo unigénito de su propio hogar. El niño vagó por los alrededores del pueblo hasta que desapareció. Los más maliciosos dicen que se fue a vivir con el brujo, al Camino Olvidado.... entre tú y yo, en realidad lo más probable es que se marchara lejos de este asqueroso lugar. Yo lo haré algún día. Me iré a la ciudad.
-Pues ese niño es ahora un hombre. Y... ¡oh, mira, allí está!
Lucía corrió al centro del cementerio, agarró de la mano a Pedro y le condujo hasta su amiga. Matilde miraba horrorizada, lo cual confundió a la otra. Entonces, Pedro tiró de Lucía y dijo:
-No puede verme ni oírme. Sólo tú puedes.
-¿Cómo? – exclamó ella justo antes de ponerse a llorar.
Matilde la tomó entre sus brazos y la llevó a casa. Allí la acostaron en la cama, prometiéndole que todo volvería a la normalidad, que estuviera tranquila, que aquello no era más que una enfermedad pasajera. Unas horas más tarde vino el médico y la examinó. Luego, cerrando la puerta, salió de la habitación. En voz baja le contó a las tías y a la amiga:
-La enfermedad de Lucía no se debe a nada físico. Ve con normalidad, oye con normalidad, su pulso es normal. Pediré a mi enfermera que le tome una muestra de sangre, pero dudo mucho que esto nos revele nada. La enfermedad de Lucía es de otro tipo. Creo que la muerte de su padre fue demasiado dolorosa para ella. No la digirió y ahora... Bueno, todos sabemos que últimamente se comporta de forma extraña.
Al tiempo que el médico daba su diagnóstico, a través de la puerta se escuchó un murmullo. En la cama, Lucía dialogaba con Pedro, que estaba arrodillado junto a ella.
-Lucía, te debo una explicación. Tal vez sea mejor que me olvides.
-Si nadie puede verte ni oírte... ¿acaso es que estoy loca? ¿Acaso sólo eres fruto amargo de mi mente? ¿Acaso me he enamorado de mi propia fantasía?
-No, Lucía, yo soy real.
-¿Real? ¿Puede un hombre real bailar en el aire, al son de un vals interpretado por rosas?
En esto asomó por la puerta el médico:
-¿Con quién hablas, Lucía?
-Con nadie. ¿Podrías hacer pasar a Matilde? Quiero estar a solas con ella.
Matilde entró y se sentó al borde de la cama. Lucía la cogió de las manos y, una vez que el doctor las dejó en soledad, habló.
-Mati, amiga mía, ¿qué es lo que me ocurre? ¿Qué dice el médico?
-Lo único que él dice es que estás físicamente bien.
-Entonces mis males son los males de una loca.
-No ha dicho nada de eso.
-Mati, amiga mía, no necesito que me mientas, no necesito que me trates como hacen mis tías. Dime la verdad.
-El doctor... Manuel piensa que estás loca. Pero él no entiende de psicología. Tendría que venir un psicólogo de la ciudad...
-Mati... ¿Crees que estoy loca?
-Lucía, últimamente te comportas de una manera que sólo tú comprendes, si es que la comprendes. Yo no creo que estés loca, pero sí que algo te preocupa y te angustia.
-Matilde, yo conocía al hijo abandonado de los ricos comerciantes. Lo estoy viendo ahora mismo, de rodillas junto a mí.
-Ahí no hay nada, Lucía.
-Pero yo le veo. Él hizo sonar las flores... las rosas sonaban como flautas y violines...
-No te comprendo Lucía...
-Pedro, Pedro, demuéstrale que existes. Haz que esos árboles que se mecen con el aire suenen como sonaron las rosas.
Comenzó en ese instante una música lejana, una dulce melodía. Matilde la oía asombrada, sin saber cómo reaccionar. Se asomó a la ventana y miró a través. No había allí nadie que pudiera hacer sonar nada. Sólo los árboles del bosque, que se mecían con el viento, allá en lontananza. Matilde tenía los ojos muy abiertos y las manos en la boca. Miró durante unos segundos a su amiga y salió corriendo de la casa.
A la mañana siguiente llegó el psicólogo de la ciudad. Un hombre barbudo, con cierto parecido físico a Manuel, el médico, el cual le esperaba en la parada de autobús. Nada más verse se abrazaron efusivamente. Tras unos minutos preguntándose por la vida del otro, pasaron al tema que les había reunido, al tiempo que caminaban en dirección a la casa de la paciente.
-Pues Rodrigo, esto es algo desconcertante. La muchacha por la que le llamé ayer parece haber enloquecido. Lleva unos meses comportándose de forma extraña. Ahora guarda reposo. No se me ocurría nada más que decirle que guardara reposo. Esa muchacha se ha comportado bien siempre. Hace como un año y medio que murió su padre y ella parecía haber encajado el golpe con gran entereza. Era huérfana de madre. Pero ahora se comporta como si tuviera visiones. Habla y actúa como si viera a alguien que en realidad no existe. Paranoia, esquizofrenia... tú sabes más de estas cosas. Yo no puedo tratarla.
-No sólo no puedes. Ni siquiera deberías tratar de intentarlo. Podrías ponerla peor de lo que ya está. Sin embargo, no veo que hay de desconcertante. Desgraciado el asunto, sí, porque ver a la gente enfermar no se puede definir de otra manera, pero... ¿desconcertante?
-Pues sí. Es que resulta que ayer le dio un ataque, de pronto se derrumbó y se puso a llorar y sus tías me llamaron con urgencia... Yo no supe qué hacer... pero lo extraordinario vino después. Lucía, que es como se llama, habló a solas durante un par de minutos con una amiga, la cual salió corriendo como si hubiese visto algo terrible... Y desde entonces la amiga lleva encerrada en su casa, en su habitación, con la persiana bajada y la llave echada, asustada por todo y por todos. No quiere salir, ni siquiera abre la puerta para que la den de comer. Que yo sepa la locura no es contagiosa...
-Esto sí es más extraño.
-Pues aún hay más. No sé si tendrá relación o no, pero justo a la misma hora en que la amiga de mi paciente se volvió loca, algunos vecinos afirman haber oído música en el bosque.
-Bueno, eso no es algo terrorífico, que digamos...
-Música como de una gran orquesta. No una flauta, ni una bandurria, ni un leñador cantarín... Como decenas o un centenar de instrumentos interpretando música clásica. Sin embargo, nadie ha visto a un sólo músico. De hecho, lo que es gente de fuera sólo hay un par de ingleses. Dos borrachos que en esos momentos se encontraban en la cantina Maruja. Y ya sé que somos gente de pueblo, gente sencilla, sin demasiados estudios, pero ¿no crees que si hubiera tantos músicos por aquí cerca, al menos alguien habría visto a alguno?
-Y ¿qué relación tiene esto con las dos enfermas?
-Pues la hora: justo el momento en el que Matilde perdió la cordura, es el momento que los testigos señalan como de autos. Y el lugar: La casa de las tías de Lucía es la más cercana al bosque.
-¿Sabes qué te digo? Que ninguna enfermedad mental proporciona poderes mágicos, de modo que olvídate de toda esa historia del bosque. Aunque seas de pueblo, tú eres médico, hombre de ciencias. No te dejes llevar por las supersticiones de los paletos... quiero decir...
-Ya sé lo que quieres decir. Bueno, ya hemos llegado, aquí es.
Una vez dentro de la casa y tras las presentaciones, le abrieron la puerta a Rodrigo y le invitaron a conocer a la paciente. Rodrigo entró en la habitación y salió de inmediato:
-Aquí no hay nadie.
-¿Cómo?
-No puede ser.
Entonces miraron dentro los demás y vieron a Lucía dormitando en la cama. Con tono de reproche, una de las tías declamó:
-¿Qué es lo que pretende usted? Claro que hay alguien. Está mí sobrina ahí dentro y necesita que la ayuden porque está muy enferma.
-Os digo que no hay nadie ahí dentro – afirmó el psicólogo. – Al menos cuando yo entré no había nadie.
Se metió por segunda vez y sólo vio una habitación vacía. Enfadado se abotonó el abrigo y regresó a la parada de autobús. El médico le seguía confundido, formulando preguntas inconclusas e insistiendo en que volviera. Pero el psicólogo insistió varias veces en la misma idea:
-No he venido aquí para jueguecitos. Si queréis gastar bromitas, se las hacéis a otro. Yo estoy muy ocupado y tengo muchas cosas que hacer en la ciudad. He venido aquí única y exclusivamente por nuestra amistad. Pero no puedo aceptar que se me haga perder el tiempo.
Dos días más tarde Lucía le dijo a Pedro que ya no aguantaba más en la cama.
-Si estoy loca, si eres parte de mis delirios, no arreglaré nada esperando aquí tumbada.
-Tus tías no te dejarán salir.
-Tendré que discutir con ellas, pero cederán.
-¿Y si hacemos uso de la magia?
-Está bien, ¿pero adónde iremos?
-Vayamos a ver al anciano...
-¿Al del Camino Olvidado?
-Fíate de mí. Te digo que no hay nada de malo en él. Él me dio todo el poder que tengo.
Lucía aceptó y Pedro, cogiéndola entre los brazos, salió volando por la ventana. Por un instante sintió vergüenza de salir a la calle en ropa interior, mas cuando miró se vio vestida de sedas y muselinas.
Enseguida llegaron al Camino Olvidado, poniendo ambos los pies en tierra. Había margaritas junto a este, muchas margaritas que crecían a ambos lados. Dichas flores se giraban hacia los dos caminantes y se inclinaban a modo de reverencia. Lucía, algo asustada, se apretó al brazo de Pedro.
En lontananza vieron que la puerta de la cabaña permanecía abierta y no dudaron en entrar. En el interior sólo había una mesa con algo de comida y unos taburetes. El anciano, ya sentado a la mesa, les invitó a acercarse con un gesto amigable. Los enamorados aceptaron en silencio. Entonces el anciano juntó las manos y oró. Luego cogió el pan y partió un pedazo para cada uno, seguidamente sirvió la sopa. Empezaron a comer en silencio.
Lucía, con cierto nerviosismo, inició la conversación:
-Pues últimamente el tiempo... – sin embargo no fue capaz de decir nada más. Miró al anciano y este le devolvió la mirada. Ella sonrió. No hubo más palabras hasta que la manduca se terminó, que fue cuando el anciano habló:
-Lucía, tu amiga te necesita.
-¡Matilde! ¿Pero cómo podría ayudarla yo? No sé de medicina, ni soy enfermera...
-Ve con tu amiga – insistió el anciano.
Lucía salió de la cabaña a la carrera y sólo frenó cuando se encontró frente al hogar de la familia de Matilde. Llamó a la puerta insistentemente hasta que una mujer mayor abrió desde dentro.
-Quisiera ver a Matilde.
-Pasa, por favor.
Un estrecho pasillo conducía a la habitación de la enferma. La vieja advirtió:
-Está encerrada aquí. No quiere hablar con nadie. Ha atrancado la puerta por dentro. Se encuentra totalmente aislada del mundo. Si quieres intentar algo, adelante.
Lucía agarró la manilla y la giró, abriendo la puerta con toda la facilidad del mundo. Entró en la habitación y volvió a cerrar. La vieja se quedó admirada y cuando se recobró del asombro intentó hacer lo mismo, pero no hubo manera de mover aquello.
Matilde estaba acurrucada en la cama, a duermevela y a oscuras. Lucía levantó la persiana. Había un campo de girasoles que se podía ver a través de la ventana. Los girasoles se habían vuelto hacia Lucía y se reclinaban reverencialmente. Lucía se sonrió.
-Levanta, dormilona. El día es espléndido. La vida es un regalo maravilloso. Hay muchas cosas que hacer en este mundo y no puedes quedarte en la cama.
-Pero, Lucía, el bosque...
Lucía se arrodilló al borde de la cama y recostó la cabeza sobre la almohada.
-Te contaré lo que ocurrió. No hay nada que temer.
Y entonces Lucía contó todo lo ocurrido, desde el día en que conoció a Pedro hasta aquel mismo instante. Matilde escuchó todo el relato sin moverse ni un ápice.
-Pues algo tiene que haber de cierto en tu historia, pues yo había atrancado la puerta por dentro. Nadie podía entrar aquí desde fuera. Y tú lo has hecho.
Matilde se levantó, abrazó a Lucía con lágrimas en los ojos y añadió:
-Llévame a ver al anciano. Ya sé quién es y quiero darle las gracias.
-¿Quién es?
-Hace siglos este pueblo no existía. Un sabio con poderes sobrenaturales lo fundó y cuidó de él durante los primeros tiempos. Nadie sabe por qué, el sabio abandonó el pueblo y este quedó a merced de las inclemencias del tiempo, de la enfermedad, de la injusticia... El sabio del que te hablo es el anciano del Camino Olvidado.
-Pero ¿cómo?
-Ahora lo entiendo todo, Lucía, gracias, gracias mil veces.
Matilde resplandecía. Parecía otra. Se sentía curada de todos los males. Estaba feliz. Tras besar las manos de Lucía se vistió y salió de la habitación. Lucía intentó seguirla pero se topó con la anciana.
-¿Cómo lo has hecho? ¿Qué clase de magia demoniaca has utilizado?
-¿Magia? ¿Demonios? ¿Acaso he hecho algún mal? Matilde se ha repuesto por sí sola. Por cierto, ¿adónde ha ido?
-A la cocina.
Allí se dirigió Lucía. Encontró a su amiga devorando un trozo de pan. Como tenía la boca llena, le ofrecía un poco con los ojos. Lucía negó con la cabeza. Cuando tragó el pan, Matilde se excusó:
-Me ha entrado un hambre feroz... ¿Pero qué hago?
Miró el mendrugo que tenía en la mano pensativamente. Acto seguido lo guardó en un armario. Con las pupilas alegres volvió a besar las manos de Lucía.
-Ahora lo entiendo todo. No necesito comer. Él nos aguarda, sentado a la mesa. ¿Me llevarás al Camino Olvidado?
-Por supuesto. Tal y como estás no me atrevo a negarte nada.
Juntas salieron del pueblo, en dirección a la cabaña del anciano. Matilde aceleraba el paso inconscientemente. Era tan feliz que cuando vio cómo las flores se inclinaban ante Lucía, en vez de asustarse, reaccionó como un niño ante un descubrimiento fascinante.
-¡Mira, las flores te hacen reverencia!
-¿Y eso no te intriga?
-¿Por qué había de intrigarme? No hay amenazas, sino reverencias.
-Precisamente por eso. El ladrón no anuncia su llegada ni su robo. Al revés, el malvado se gana la confianza de su víctima antes de cometer la maldad, pues así no puede esta ofrecer resistencia.
-¿Y qué maldad ha cometido últimamente el anciano? Además, si puede hacer que el bosque interprete una sinfonía, que las flores se plieguen ante tus pies, o que tú veas a un hombre que es invisible para el resto de los mortales... Si tiene el poder de hacer esas cosas y quisiera ser malvado... ¿Para qué necesitaría de la seducción? No. Nada para el anciano es necesario. Al revés, Lucía, al revés. Yo necesito al anciano. Él no necesita nada mío.
Cuando entraron en la cabaña, la situación era la predicha por Matilde. El anciano aguardaba en la mesa con el banquete preparado. Lucía cogió de la mano a Pedro, que estaba junto al anciano y no había notado la presencia de los recién llegados.
-Hola Pedro. Por fin puedo verte.
-Hola Matilde.
Intercambiaron besos en la mejilla.
Matilde fijó la vista en el anciano. Sonrió en silencio. Las lágrimas comenzaron a brotar y ella se dejó caer a los pies del otro.
-Hoy – dijo el anciano – compartiremos el pan en esta mesa. Después no habrá ya más preocupaciones mortales para los comensales. Pedro es el Rey de los Muertos. ¿Querrás, tú, Matilde, ser la Reina de los Vivos? Te daré todo el poder necesario para ayudar a los mortales. Te moverás entre ellos y les consolarás. Les darás fuerzas para vivir. Y si te rechazan, nada has de temer, porque yo te protegeré, de igual modo que protegí a Lucía de aquel hombre de la ciudad...
Entonces Lucía sintió una punzada en el pecho. De pronto todos desaparecieron. La estancia estaba vacía. Ni tan siquiera quedaba la mesa con el banquete. Nada había, a excepción de paredes, ventanas y la puerta de salida a la calle.
Seis días más tarde, la policía llamó a su casa. Abrieron las tías y se llevaron las manos la cabeza cuando este les informó de su cometido. Una de ellas gritó en plan dramático:
-¡Lucía escapa! ¡Descuélgate por la ventana, nosotras le entretendremos! – y se puso a forcejear con el hombre.
Pero la muchacha, que permanecía en su habitación asomada a la ventana, hizo caso omiso. Las flores ya no la reverenciaban. Desde el episodio en la cabaña del Camino Olvidado no había vuelto a ver a Pedro ni a Matilde. En realidad nadie había vuelto a ver a Matilde. El rumor decía que alguien la había secuestrado para luego asesinarla. Se había buscado en los alrededores, casas, bosque, el Camino Olvidado, la vereda del río... Todo inútil. Hoy la policía se presentaba en casa con la intención de prender a Lucía. Ella sabía que ocurriría así. Las dos últimas noches, que las había pasado a duermevela, se había convencido de ello. Pero poco importaba. Cuando el policía fue socorrido por un compañero y logró zafarse de las boticarias, entró en el cuarto de Lucía y la arrestó. La zagala no ofreció resistencia alguna. Fue llevada al calabozo, a la espera de un juez.
Sentada en el rincón más oscuro del cuarto, lloró y pataleó. Los cancerberos reían entre sí y gritaban desde el otro lado.
-Ahora no podrás secuestrar a más muchachas, bruja. Mañana se te condenará y nada podrás hacer para salvarte. ¿Te da rabia estar en la cárcel? ¿Te salió mal el plan?
Lucía no oía. Pataleaba y lloraba por otros motivos. Cuando se hubo desfogado un poco, empezó a lamentar lo ocurrido en voz alta.
-Yo fui quien te presentó a Pedro... Yo conocí al anciano antes que tú. ¿Por qué mi camino es tan difícil y el tuyo tan fácil? ¿Por qué, Matilde, por qué?
-No sabría darte esa respuesta – contestó la amiga, apareciendo milagrosamente a su lado. – Ignoro cómo de fácil o difícil piensas que ha sido mi camino. Yo estaba en los infiernos, hasta que tú viniste a mi casa y me sacaste de allí. Fue el anciano quien te lo pidió. Y tú obedeciste. Pero luego sentiste celos y por eso ahora estás aquí. Tus celos te impidieron participar del banquete. Sin embargo, la mesa todavía está esperándote.
-¿Cómo no sentir celos? Los hombres, los mortales, te miraban mejor a ti, te querían más a ti... y cuando encuentro a uno al que le entrego el corazón... entonces... el anciano te convierte en reina y te coloca a su lado. ¿Cómo no sentir celos?
-Pedro te ama. Cada día le veo a lo lejos, paseándose por el cementerio, con la cabeza gacha. No saluda ni a muertos ni a vivos. Ahora, sal de aquí, que la puerta está abierta y este no es tu lugar.
Lucía, consolada, obedeció. En efecto, la puerta estaba abierta. No sólo la de la celda. Todas las puertas estaban abiertas. De esta manera no le costó llegar a la calle. Tampoco ningún guardián se opuso. Fue como si no la vieran.
Cuando Lucía se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo, corrió hasta el cementerio. Allí encontró a Pedro.
-¡Puedo verte y abrazarte! – gritó rozagante.
Se abrazaron y luego, sentados sobre la lápida del más rico del lugar, dialogaron un buen rato. Lucía explicó que había sentido muchos celos y que por eso había dejado de ver. Pedro añadió que la había echado de menos. Que había pensado mucho en ella y que había estado esperándola. Lucía recordó algunas de las últimas palabras que escuchó al anciano:
-Él dijo que me había protegido cuando vino el hombre de ciudad.
-Sí. Fue cuando creías estar loca. Cuando te tomaron por enferma y llamaron al médico y éste llamó al psicólogo.
-No lo recuerdo.
-Lo sé. Lo que ocurrió es que ni tú pudiste ver al psicólogo, ni él te pudo ver a ti. El anciano sabía que el psicólogo te habría torturado, te habría llegado a convencer de tu locura y te habría alejado de mí.
-Pero yo aún no aceptaba al anciano.
-Pero me aceptabas a mí. Desde el día en que decidiste volver al cementerio a visitarme... desde entonces me has aceptado. Y a través de mí llegas al anciano. Igual que muchos llegarán a él a través de tu amiga, Reina, ahora, de los Vivos.
-¡Qué torpe soy! Dices que muchos llegarán a través de ella. Y supongo que los muertos llegan a él a través de ti. ¡Qué torpe he sido! Yo debo ser la única que ha necesitado de los dos, de la Reina de los Vivos y del Rey de los Muertos. Tengo que ir a pedirle perdón al anciano.
Lucía llegó a la cabaña del anciano y se postró de rodillas ante él. Llorando y en voz baja suplicó:
-Perdóname. Soy indigna de ti. Tú me has dado todo lo bueno que tengo y yo no he hecho más que apartarte de mi lado. Te he reprochado lo malo, cuando lo malo lo ponía yo. Los celos, la envidia, el querer ser la favorita... Pedro me ama, tú me amas, Lucía me ama, incluso a su manera también mis tías me aman. Y mi padre, desde el otro mundo... ¿Qué más quería? Te ruego que me arranques este demonio del corazón. Hazme humilde y agradecida. Tú que lo puedes todo, apiádate de esta sierva indigna.
-Levántate Lucía. He arrancado al demonio que habitaba en tu corazón. Cada vez que el demonio intente entrar, ven a mí. Yo no dejaré que ni ese, ni ningún otro demonio entre en tu alma. Desde hoy serás la Reina de las Flores. Te guardaba este trono, pues Pedro me dijo que te quería a su lado y donde los muertos son enterrados es donde más crecen las flores. Tú darás testimonio al mundo a través de la belleza, a través de la naturaleza, de las flores, de los árboles, de todas las plantas... He estado esperándote, del modo en que te veo ahora, humilde y agradecida; como una buena madre espera que algún día sus hijos la abracen y den las gracias. Del mismo modo, sin pedirlo siquiera, deseando por encima de todo su plenitud y felicidad. Bendito es el día de hoy, pues así ha acontecido. Levántate mujer y ve a contarle a Pedro la buena noticia que te estoy dando.
jueves, 30 de julio de 2009
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