jueves, 30 de julio de 2009

Pereza


El Jinete Imparable cabalgaba día y noche. Su negro corcel, Incansable, le obedecía desplazándose a velocidades desmedidas. Viajaba por su eterno camino. Un camino que comenzó a recorrer desde el momento mismo en que fue engendrado por los Dadores de Vida. Nunca pidió descanso, nunca había deseado parar. Sabía que habría de recorrer el camino de la Historia desde el nacimiento hasta la muerte. Sabía que no alcanzaría el final por más que corriese. Pero conocía bien el destino glorioso que le aguardaba. Era consciente de que sólo recorriendo el camino sería un hombre, un ser humano. El mismo camino era la meta, el objeto, el fin; sin dejar de ser origen, medio, camino.
Un día, una voz en el viento le habló del sueño, introduciendo así la tentación de la pereza en su alma. Quiso rendirse, se sintió exhausto. La desesperanza embargó su alma. Por un momento se quedó dormido a lomos de Incansable.
No tardó en abrir los ojos. Entonces vio que se encontraba fuera de la ruta. Las flores y el Sol, primaverales, que acompañaban el verdadero camino, habían dado paso a un tenebroso bosque de árboles brunos, muertos; levemente iluminados por la Luna. El aire suave y con tibia frescura, había trocado en gélido y huracanado.
Por primera vez en toda su vida, Incansable dejó de cabalgar, obedeciendo a su amo. El Jinete Imparable dudó unos instantes. Una parte de su corazón deseaba terminar el viaje. Pensó en poner el pie en aquella tierra pestilente. Quería rendirse. Pero entonces, quizá animado por un Espíritu Divino, Incansable relinchó estrepitosamente. El agudo y penetrante sonido espabiló al hombre. Un leve movimiento valió para que el caballo diera media vuelta. Había que reparar el error, desandar lo andado, volver a encaminarse. Una tarea vergonzosa y agotadora que el Jinete aceptó con humildad, espoleando al animal. Él era el único culpable de haberse perdido.

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