Era un sitio alejado del mundo: un valle entre dos montañas abría el paso por el Este; mientras que por el Oeste, aproximadamente a un kilómetro de distancia, lo cerraban los acantilados que daban al mar.
La única carretera que le daba acceso estaba algo descuidada. Rara vez transitaban por ella gentes que no fueran trabajadores de la fábrica, suministradores o distribuidores.
Más de medio siglo llevaba allí la edificación. Por las mañanas se encendían todas las máquinas menos una: La Cortadora de Láminas. Desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche, varios turnos de trabajadores mantenían viva la edificación perdida. Al anochecer todos se marchaban, excepto el guardia. A las doce todas las máquinas eran apagadas, menos La Cortadora de Láminas.
La Cortadora de Láminas trabajaba desde la medianoche hasta la octava hora. Una bobina metálica gigantesca se iba desenroscando sobre la plataforma y una cuchilla enorme caía partiendo el metal. Las láminas resultantes se desmoronaban después en ingentes recipientes. Con las láminas trabajarían los hombres y mujeres al siguiente día.
Cada caída de la cuchilla sonaba como un golpe seco: ¡bum!, ¡bum!, ¡bum!... El guardia de seguridad nocturno, Ernesto, que llevaba ya diez años trabajando en tales condiciones, se habría vuelto loco de no ser porque el vestíbulo estaba insonorizado.
El ruido de la cortadora, que golpeaba unas ochenta veces por minuto, se podía escuchar fuera del edificio, por todo el valle.
Durante más de medio siglo todo había sido así. Pero una noche aparecieron dos luces en la carretera. Ernesto sesteaba o leía habitualmente, durante su turno. A veces descuidaba las cámaras. Cuando las luces hicieron acto de presencia sería entre la última hora del viernes y la primera del sábado. Ernesto ni se enteró.
El vehículo aparcó cerca de la fábrica y de él salieron cuatro jóvenes vestidos con ropa ajustada, camisetas sin mangas, pantalones vaqueros con apariencia de desgaste, botas caras... Iban rapados o tenían el pelo engominado y de punta, a modo de cepillo. Dos de ellos llevaban pendientes. El conductor pidió a gritos una botella de güisqui y le pasaron un recipiente medio vacío. Él bebió lo poco que quedaba, para después reventar el objeto contra el suelo.
-¡¡Uuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuuh!! - exclamó eufórico.
Uno que tenía ojos azules se estaba esnifando una raya en el capó del coche. Otro le increpó:
-¡Tío! ¿No ves que tengo pastis? ¿Para qué malgastas la coca?
El de los ojos azules le mandó a la mierda y de pronto se puso a bailar.
-Pum, pum, pum... me mola esa música... Siiiiiiiiiii...
El último le preguntó al conductor:
-Oye ¿dónde estamos?
-No lo sé tío, no lo sé... pero este lugar mola... ¡Viva el tecnoooooo! ¡¡Uuuuuuuuuuuuuh!!
La Cortadora de Láminas continuaba con su monótono trabajo, golpeando ochenta veces por minuto.
Ernesto, por un momento, dejó de leer y sestear. Empezó a mirar las imágenes que transmitían las cámaras y les encontró. Un grupo de beodos, bailando y bebiendo junto a un coche mal cuidado. Bailaban de un modo raro. Movían puños y cabeza espasmódicamente, a unos ochenta espasmos por minuto. De cuando en cuando saltaban y chocaban entre sí. Y de cuando en cuando se concentraban, y se ponían a gesticular de forma absurda, en una especie de éxtasis sobrenatural. A veces se concentraban en sus propias manos, y las seguían con la mirada, como si fueran hipnóticas sirenas. De este modo movían la mano hacia delante y miraban hacia delante, la movían hacia la izquierda y miraban hacia la izquierda... y así sucesivamente.
Ernesto no daba crédito. Tenía la boca abierta.
-Conque no entren aquí – se dijo.
Pero a las tres de la madrugada sintió curiosidad y abandonó su puesto. Con precaución abrió la doble compuerta y asomó la cabeza. En principio no vio nada. Tenía que salir un poco más para ver lo que había tras el lateral de la fábrica. Lo hizo avanzando de puntillas, con mucho temor y cachiporra en mano. Volvió a asomar la cabeza y les vio en vivo, en directo. No sonaba ninguna música, a excepción del perenne golpeo de la máquina de cortar: ¡Bum!, ¡bum!, ¡bum!...
Después de observar un rato, Ernesto decidió volver al interior. Se sentó en su silla con aire confuso. Fue incapaz de volver a concentrarse en la lectura, de modo que terminó por quedarse dormido. Los otros continuaron bailando durante un par de horas más.
Un repentino golpe en la mesa despertó a Ernesto, que se puso en guardia instintivamente. Al abrir los ojos vio a dos compañeros riéndose:
-Venga, hombre, que ya falta poco para que acabe tu turno...
-¿Qué hora es?
-Las ocho menos cuarto.
-He tenido un sueño muy raro... La verdad es que no sé si fue un sueño o si ocurrió de verdad.
-Seguramente fuera un sueño, porque aquí, por las noches, nunca ocurre nada.
-Sí, probablemente. La verdad es que no tenía ningún sentido... Unos jóvenes bailando al ritmo de la cortadora... – puso cara de “absurdo ¿verdad?”.
-Pues sí. Debió ser un sueño.
Ernesto se despidió de los compañeros, fue al cuarto a cambiarse el uniforme por ropa de calle y, acto seguido, salió en busca de su coche, que estaba en el pequeño garaje frente al cual vio a los bailarines horas antes. Al mirar al suelo se quedó blanco: un puñado de botellas vacías yacían allí. Algunas rotas y otras enteras... también había restos de bolsitas de plástico y colillas de tabaco de liar...
-Fue real – pensó antes de regresar al hogar.
Pocos kilómetros más adelante un dispositivo policial y una ambulancia estaban parados, cortando un carril de la carretera. Hombres y mujeres uniformados se movían con velocidad de un lado para otro. En medio de todo el follón, un coche que se había estampado contra una roca Apenas pudo Ernesto discernir una mano que sobresalía, sangrante, de una de las ventanillas.
-Circule, por favor – le dijo una voz.
La mano estaba inmóvil. Horas antes, Ernesto la había visto moverse a la velocidad de ochenta golpes por minuto.
NOTA: Agradezco a Jesús Lanzarote sus revisiones, especialmente en este relato.
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