NOTA: Aclaro el título: Hace años escribí otro "cuento de Navidad" y por eso titulo a éste como "Segundo cuento navideño". No hay ninguna referencia a la narración de Dickens, ni directa, ni indirecta.
Un hombre de blancas vestiduras, que calzaba sandalias en la fría noche navideña, se acercó al señor trajeado, de elegante gabán, que contemplaba un escaparate. Le señaló con el dedo y seguidamente le indicó que le siguiera. Retomó el de las sandalias su camino y fue seguido por el otro. La caminata les llevó hasta las afueras de la ciudad, donde un señor alto, delgado e igualmente elegante que el primero se les unió. Aún no habían salido de allí cuando un tercer señor fue elegido para acompañarles. Era el tercero más bajito, vestía de una forma extraña (las ropas eran caras pero estaban mal combinadas).
En lo profundo del bosque encontró la pandilla al último de los que habrían de unirse. Este era un anciano desaliñado, medio ciego, huesudo, maloliente y malvestido.
El guía, el de las sandalias, les condujo a todos a una cabaña en cuyo interior había una mesa redonda con cuatro banquetas colocadas en derredor. Les ofreció asiento y uno a uno se les acercó y les fue preguntando. Al hombre del elegante gabán, le dijo:
-¿En qué trabajas?
-Soy banquero.
-¿Conoces la lluvia? Dime, ¿qué es la lluvia?
El banquero rió para sí y no contestó, pues despreciaba la pregunta que se le hacía. Para él, aquello carecía de importancia. En cambio, sí dijo:
-Miren ustedes, señores: En esta vida no hay nada que no se pueda conseguir con esfuerzo y buen hacer. Hay que generar riqueza invirtiendo en determinados capitales, obtener beneficios y, con estos, vivir lo mejor posible. Nos guste o no, el dinero es cosa importante. Los hombres como yo podemos hacer que el mundo sea mejor.
-Pues entonces vete de aquí, no pierdas ni un segundo. El mundo debería ser mejor.
El banquero se abotonó el gabán, hizo un gesto de despedida y se esfumó.
El de las sandalias se acercó al hombre elegante, alto y delgado. Le sonrió y este le devolvió una sonrisa igualmente amplia. Entonces le inquirió:
-¿Conoces la lluvia? Dime, ¿qué es la lluvia?
El hombre alto cruzó los brazos, uno sobre otro y miró de soslayo, por encima del hombro, a los que aún esperaban para hablar.
-Soy meteorólogo. Sé perfectamente lo que es la lluvia. Se trata de un fenómeno atmosférico. En pocas palabras y para ser entendido entre los presentes – volvió a mirar al resto con soberbia – lo resumiré y formularé de manera sencilla. Cuando el agua del mar se calienta, se evapora (de ahí la bruma que suele haber en los paisajes marinos) y al llegar a cierta altura se concentra formando...
Durante un rato estuvo detallando cómo se producía la lluvia, cómo se desplazaban las nubes, qué formas había de predecir las posibles precipitaciones...
Cuando por fin concluyó con un:
-... y eso es la lluvia.
El que le había inquirido previamente, respondió:
-Todo eso está muy bien, pero ¿qué es la lluvia?
Entonces el otro se sintió ofendido, se levantó y con un “adiós señores”, abandonó el lugar.
El de las sandalias hizo la pregunta al tercer hombre, el de las ropas caras pero inadecuadas para cualquier ocasión. Tenía este unas barbas muy bien cuidadas. Mesándose con fruición, se inclinó hacia delante y declamando con histrionismo, inició una cuidada y sublime descripción de la lluvia.
-Diré las cosas con poesía, pues soy poeta. Al principio el sol desaparece, se encapota el cielo y el mundo se sobrecoge ante el misterio de lo que ha de sobrevenir. Tras prólogo tal, magnífico e intrigante, cae tímida una gota. Pareciera un diamante frágil que al chocar contra la teja de una casa estalla en mil pedazos, aunque de forma silenciosa. La sigue otra, que cae en el asfalto de una ciudad moderna y, más allá, va la tercera. Esta no estalla, pues ha caído sobre la tierra del camino y se ha transformado en una pequeña mancha de barro. Entonces ya no cantan los pájaros, asustados, y las gentes corren despavoridas, espantadas como ante el mayor de los terrores. La cuarta y la quinta gota vienen casi juntas, casi con la sexta y la séptima... y después... ¡Después el tropel! ¡El turbión! ¡La caballería pesada! El infinito collar que habita en el cielo se desprende y sus fugaces diamantes, de pureza sin par, caen, se precipitan y empapan, cambiando el paisaje...
Al poeta le brillaban los ojos. Había alcanzado el éxtasis. Se levantaba y se sentaba, gesticulaba, alzaba la voz, la bajaba, ora un murmullo, ora un grito triunfal... Soberano espectáculo ofreció durante casi una hora entera. Cuando el poeta dio por concluido su recital, el ángel preguntó:
-Pero ¿amas la lluvia?
-¿Cómo que si amo la lluvia? ¿Acaso estás sordo? ¿Ciego quizás? ¡Soy poeta! ¡Amo la lluvia y las sequías, el cielo y la tierra, el día y la noche! ¡Yo le abro los ojos al mundo!
-Pues el mundo sigue ciego. Ve a abrírselos, que te está esperando.
Entonces el ángel se inclinó sobre el anciano del bosque. El único que quedaba.
-Dime, pequeña criatura, ¿conoces tú la lluvia?
-No tengo hogar, por eso, cuando veo que va a llover, me acerco a una cueva que conozco, que hay por aquí cerca. Si la lluvia me coge cuando estoy lejos, se me empapa ésta, la única ropa que tengo, y corro el riesgo de enfermar. En cierta ocasión me hice con un cazo. Lo suelo colocar junto a la entrada de la cueva. Al llover se llena y puedo beber de él sin tener que ir al río.
“Por este bosque no pasa mucha gente y cuando llueve en primavera me desnudo y me baño bajo la lluvia. Pero cuando hay rayos no me atrevo a salir de la cueva.
En ocasiones, desde mi refugio, contemplo cómo cae y escucho su sonido. También miro cómo chorrean los árboles y las rocas. Cómo el agua se pasea por debajo de las hojas y cuelga hasta terminar formándose una gota que cae al suelo. Miro mucho la lluvia.
A veces me fastidia que llueva, pero otras veces me gusta. Yo no sé nada de lo que los otros señores han hablado. Soy ignorante y por eso no quepo en su mundo. Yo vivo aquí, donde no me piden unos conocimientos que no tengo. Cuando llueve me refugio y cuando hace sol salgo al bosque, paseo en busca de fruta o animalillos, voy al río a por agua... Aunque cada vez me cuesta más. Sé que pronto dejaré este mundo. Y, no te voy a decir lo contrario, ha sido duro conmigo. Pero lo amo. Igual que la lluvia. Reconozco que aunque a veces maldigo cuando se pone a llover, en realidad me volvería loco si no lloviera de cuando en cuando.
Aparte de esto, yo no sé cómo se forma la lluvia, ni su significado poético, ni qué relación puede tener con los negocios.”
-Pero tú – respondió el ángel – conoces la lluvia. La amas. Tú sabes lo que es la lluvia. Tú la has sufrido y la has gozado. Tú has convivido con ella. Te aseguro que ninguno de los otros sabía lo que decía. No sabían de qué hablaban, pues no hablaban de la lluvia. Ellos no viven en el mundo. Viven en otros mundos, cada uno en el suyo. Y en cada mundo hay una lluvia. “Su” lluvia, pero no “la” lluvia.
“Tú la conoces tal cual es. Conoces los problemas que puede conllevar y también conoces sus virtudes. No manipulas su concepto para convertirla en lo que tú quieres que sea. Ni siguiera deseas que la lluvia tenga características que no tiene. No interpretas la lluvia a tu antojo. Por el contrario la aceptas y la amas por lo que es. Y por eso, viejo enfermo, hombre olvidado por el mundo, te elijo para llevarte conmigo al Paraíso, a ti que no eres ni rico, ni docto, ni tienes talento para la poesía.”
Un hombre de blancas vestiduras, que calzaba sandalias en la fría noche navideña, se acercó al señor trajeado, de elegante gabán, que contemplaba un escaparate. Le señaló con el dedo y seguidamente le indicó que le siguiera. Retomó el de las sandalias su camino y fue seguido por el otro. La caminata les llevó hasta las afueras de la ciudad, donde un señor alto, delgado e igualmente elegante que el primero se les unió. Aún no habían salido de allí cuando un tercer señor fue elegido para acompañarles. Era el tercero más bajito, vestía de una forma extraña (las ropas eran caras pero estaban mal combinadas).
En lo profundo del bosque encontró la pandilla al último de los que habrían de unirse. Este era un anciano desaliñado, medio ciego, huesudo, maloliente y malvestido.
El guía, el de las sandalias, les condujo a todos a una cabaña en cuyo interior había una mesa redonda con cuatro banquetas colocadas en derredor. Les ofreció asiento y uno a uno se les acercó y les fue preguntando. Al hombre del elegante gabán, le dijo:
-¿En qué trabajas?
-Soy banquero.
-¿Conoces la lluvia? Dime, ¿qué es la lluvia?
El banquero rió para sí y no contestó, pues despreciaba la pregunta que se le hacía. Para él, aquello carecía de importancia. En cambio, sí dijo:
-Miren ustedes, señores: En esta vida no hay nada que no se pueda conseguir con esfuerzo y buen hacer. Hay que generar riqueza invirtiendo en determinados capitales, obtener beneficios y, con estos, vivir lo mejor posible. Nos guste o no, el dinero es cosa importante. Los hombres como yo podemos hacer que el mundo sea mejor.
-Pues entonces vete de aquí, no pierdas ni un segundo. El mundo debería ser mejor.
El banquero se abotonó el gabán, hizo un gesto de despedida y se esfumó.
El de las sandalias se acercó al hombre elegante, alto y delgado. Le sonrió y este le devolvió una sonrisa igualmente amplia. Entonces le inquirió:
-¿Conoces la lluvia? Dime, ¿qué es la lluvia?
El hombre alto cruzó los brazos, uno sobre otro y miró de soslayo, por encima del hombro, a los que aún esperaban para hablar.
-Soy meteorólogo. Sé perfectamente lo que es la lluvia. Se trata de un fenómeno atmosférico. En pocas palabras y para ser entendido entre los presentes – volvió a mirar al resto con soberbia – lo resumiré y formularé de manera sencilla. Cuando el agua del mar se calienta, se evapora (de ahí la bruma que suele haber en los paisajes marinos) y al llegar a cierta altura se concentra formando...
Durante un rato estuvo detallando cómo se producía la lluvia, cómo se desplazaban las nubes, qué formas había de predecir las posibles precipitaciones...
Cuando por fin concluyó con un:
-... y eso es la lluvia.
El que le había inquirido previamente, respondió:
-Todo eso está muy bien, pero ¿qué es la lluvia?
Entonces el otro se sintió ofendido, se levantó y con un “adiós señores”, abandonó el lugar.
El de las sandalias hizo la pregunta al tercer hombre, el de las ropas caras pero inadecuadas para cualquier ocasión. Tenía este unas barbas muy bien cuidadas. Mesándose con fruición, se inclinó hacia delante y declamando con histrionismo, inició una cuidada y sublime descripción de la lluvia.
-Diré las cosas con poesía, pues soy poeta. Al principio el sol desaparece, se encapota el cielo y el mundo se sobrecoge ante el misterio de lo que ha de sobrevenir. Tras prólogo tal, magnífico e intrigante, cae tímida una gota. Pareciera un diamante frágil que al chocar contra la teja de una casa estalla en mil pedazos, aunque de forma silenciosa. La sigue otra, que cae en el asfalto de una ciudad moderna y, más allá, va la tercera. Esta no estalla, pues ha caído sobre la tierra del camino y se ha transformado en una pequeña mancha de barro. Entonces ya no cantan los pájaros, asustados, y las gentes corren despavoridas, espantadas como ante el mayor de los terrores. La cuarta y la quinta gota vienen casi juntas, casi con la sexta y la séptima... y después... ¡Después el tropel! ¡El turbión! ¡La caballería pesada! El infinito collar que habita en el cielo se desprende y sus fugaces diamantes, de pureza sin par, caen, se precipitan y empapan, cambiando el paisaje...
Al poeta le brillaban los ojos. Había alcanzado el éxtasis. Se levantaba y se sentaba, gesticulaba, alzaba la voz, la bajaba, ora un murmullo, ora un grito triunfal... Soberano espectáculo ofreció durante casi una hora entera. Cuando el poeta dio por concluido su recital, el ángel preguntó:
-Pero ¿amas la lluvia?
-¿Cómo que si amo la lluvia? ¿Acaso estás sordo? ¿Ciego quizás? ¡Soy poeta! ¡Amo la lluvia y las sequías, el cielo y la tierra, el día y la noche! ¡Yo le abro los ojos al mundo!
-Pues el mundo sigue ciego. Ve a abrírselos, que te está esperando.
Entonces el ángel se inclinó sobre el anciano del bosque. El único que quedaba.
-Dime, pequeña criatura, ¿conoces tú la lluvia?
-No tengo hogar, por eso, cuando veo que va a llover, me acerco a una cueva que conozco, que hay por aquí cerca. Si la lluvia me coge cuando estoy lejos, se me empapa ésta, la única ropa que tengo, y corro el riesgo de enfermar. En cierta ocasión me hice con un cazo. Lo suelo colocar junto a la entrada de la cueva. Al llover se llena y puedo beber de él sin tener que ir al río.
“Por este bosque no pasa mucha gente y cuando llueve en primavera me desnudo y me baño bajo la lluvia. Pero cuando hay rayos no me atrevo a salir de la cueva.
En ocasiones, desde mi refugio, contemplo cómo cae y escucho su sonido. También miro cómo chorrean los árboles y las rocas. Cómo el agua se pasea por debajo de las hojas y cuelga hasta terminar formándose una gota que cae al suelo. Miro mucho la lluvia.
A veces me fastidia que llueva, pero otras veces me gusta. Yo no sé nada de lo que los otros señores han hablado. Soy ignorante y por eso no quepo en su mundo. Yo vivo aquí, donde no me piden unos conocimientos que no tengo. Cuando llueve me refugio y cuando hace sol salgo al bosque, paseo en busca de fruta o animalillos, voy al río a por agua... Aunque cada vez me cuesta más. Sé que pronto dejaré este mundo. Y, no te voy a decir lo contrario, ha sido duro conmigo. Pero lo amo. Igual que la lluvia. Reconozco que aunque a veces maldigo cuando se pone a llover, en realidad me volvería loco si no lloviera de cuando en cuando.
Aparte de esto, yo no sé cómo se forma la lluvia, ni su significado poético, ni qué relación puede tener con los negocios.”
-Pero tú – respondió el ángel – conoces la lluvia. La amas. Tú sabes lo que es la lluvia. Tú la has sufrido y la has gozado. Tú has convivido con ella. Te aseguro que ninguno de los otros sabía lo que decía. No sabían de qué hablaban, pues no hablaban de la lluvia. Ellos no viven en el mundo. Viven en otros mundos, cada uno en el suyo. Y en cada mundo hay una lluvia. “Su” lluvia, pero no “la” lluvia.
“Tú la conoces tal cual es. Conoces los problemas que puede conllevar y también conoces sus virtudes. No manipulas su concepto para convertirla en lo que tú quieres que sea. Ni siguiera deseas que la lluvia tenga características que no tiene. No interpretas la lluvia a tu antojo. Por el contrario la aceptas y la amas por lo que es. Y por eso, viejo enfermo, hombre olvidado por el mundo, te elijo para llevarte conmigo al Paraíso, a ti que no eres ni rico, ni docto, ni tienes talento para la poesía.”
PD: Juan Carlos Castro me dijo, al leer este relato: "La verdadera belleza radica en la simpleza de ésta." Él fue más lejos que yo.
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