Desde siempre arde en mí la llama de la literatura. Amo escribir. Es por eso que a mis veinticinco años acepté la invitación de un compañero de la infancia.
Por aquel entonces veía las cosas de otro modo. Tras terminar unos estudios universitarios que no me prepararon para la vida laboral, entré a trabajar en uno de esos empleos de horario por turnos que terminan convirtiendo la vida en una noria al servicio de la empresa. Unas veces entras por la mañana, para lo que has de madrugar. A la semana siguiente por la tarde, por lo que se acaban los madrugones, y a la otra por la noche, por lo que has de dormir durante el día. Llega un momento en que no sabes si duermes o si estás despierto, si es la hora de cenar o la del desayuno. Y yo deseaba serenidad para poder escribir. ¡Infeliz! Ahora ya no me es posible la serenidad.
No resulta fácil aceptar que nuestro mundo, nuestro Universo, no es el único. Hay otros mundos, otros universos y no sabemos lo que aguardan. Pero incluso cuando la teoría es fácil de asimilar, no ocurre así en la realidad. ¡Cómo voy a serenarme!
Por aquel entonces me enteré por la prensa de que un amigo mío de la infancia, que padecía albinismo, había ganado el Premio Nacional al Mejor Científico Joven, galardón otorgado por el Ministerio de Ciencias cada cuatro años. Ciencias... ¿qué saben los científicos acerca del bien o del mal? ¡Nada!
A pesar de que la nueva me alegró profundamente, pronto desapareció de mí mente. Pasaron algunos meses antes de volver a tener noticias suyas. Fue a través de un conocido común, que en una conversación casual dijo no sólo conocer a Enrique Heras Pozo, nombre de mi amigo, sino haber trabajado con él hacía poco. Así pude ponerme en contacto telefónicamente.
Al principio mi intención fue únicamente la de felicitar al galardonado, mas la conversación se alargó y a los pocos días nos intercambiábamos numerosos correos electrónicos.
Transcurrió algún tiempo. Yo le solía contar el pesar y las ganas locas de poder dedicarme por unos meses a mi verdadera pasión: escribir. Él me hablaba de sus proyectos y de cómo había logrado rejuvenecer sus pálidas pupilas gracias a investigaciones y descubrimientos propios; aunque cuando empezaba a hablar de química, física o biología, temas en los que parecía saberlo todo, yo me perdía.
En cierta ocasión me comentó que estaba buscando un lugar donde llevar a cabo un proyecto muy ambicioso. Quería que fuera, básicamente, un sitio tranquilo, lejos del mundanal ruido, donde no llamar la atención, a la par que poder concentrar todas las energías en el trabajo, sin distracciones de ningún tipo.
No tardó en informarme de que había encontrado la sede perfecta. Se trataba de un caserón ruinoso en un pueblo cuyo nombre me ha llevado mucho esfuerzo olvidar. Era una aldea prácticamente abandonada, eso lo recuerdo bien, en la que gastaban sus últimos días cinco octogenarios, situada en la ladera de una montaña. Resultaba difícil llegar, pues había que atravesar valles y bordear precipicios, se viniera desde donde se viniera. Lo mejor era el paisaje, con montañas y bosques de un verdor espléndido... que arderían misteriosamente poco después de mi partida.
De haber sabido lo que ocurriría, nunca habría aceptado la invitación de Enrique, pero ¿qué podía intuir yo sobre los sucesos venideros? Me propuso colaborar con él y acepté.
Por haber recibido varios premios de gran relevancia tenía ahorros, además de que le resultaba sencillo conseguir subvenciones para investigación. Era alucinante el gran prestigio que se había labrado dentro de los círculos científicos. Y eso que tenía sólo veinticinco años. Pero veinticinco años pueden ser toda una vida.
Enrique se quería dedicar tan plenamente al proyecto que necesitaba a alguien que le ayudara a limpiar, a cocinar, a fregar... No hacía falta atender toda la casa, que estaba que se caía. Solo el baño y la cocina, y aquellas zonas que quisiera mantener limpias porque el mismo ayudante deseara usarlas con frecuencia. Del laboratorio y su dormitorio (que serían estancias contiguas) se encargaba él personalmente, y no quería que nadie entrara allí. Me dijo:
-Si vienes, tú te encargas de las tareas domésticas y yo te pago por ello. No hace falta que prepares platos exquisitos, no me importa comer precocinados o conservas de lata. Y en cuanto a la limpieza sólo haz lo imprescindible. Ni siquiera planches la ropa, pues ¿a quién le va a importar que vayamos arrugados en un pueblucho perdido de la mano de Dios?
Me pareció una buena idea. Podría organizar mi tiempo de la mejor manera posible, encontrar un momento del día en el que leer y otro en el que escribir... Mi cuerpo recuperaría sus biorritmos y así podría ejercer la tarea que más amo en el mundo. Sobre la duración del proyecto, Enrique me dijo que ignoraba si le llevaría dos días o una vida entera, pero que no me preocupara por nada, dado que tenía garantizadas las subvenciones por muchos años y que en caso contrario, el de llegar al fin del proyecto exitosamente con rapidez, el logro sería tan grande que los dos podríamos vivir del cuento para el resto de nuestras vidas. Con tales circunstancias y argumentos, me despedí del trabajo, hice las maletas y marché lo más veloz que pude al caserón donde aguardaba el albino Enrique.
A propósito del proyecto, cuando traté de entender en qué consistía confieso que no lo comprendí. Hoy me parece increíblemente sencilla y clara la explicación:
-Quiero – decía él – curarme extrayendo el mal que hay dentro de mí. Si lo logro conmigo, podré lograrlo con cualquier enfermo, no sólo con albinos... Será la medicina perfecta. La cura para todo...
Cuando llegué no hubo sorpresas. Había recibido fotos y descripciones del lugar. Se trataba de una mansión, a las afueras del pueblo, de aspecto decimonónico, que seguramente había pertenecido a alguna antigua familia nobiliaria. Las vigas del dintel de la entrada estaban carcomidas, el escudo carecía de forma y color, casi todas las ventanas estaban destrozadas y en los cristales, sin excepción, reposaban varias capas de polvo, musgo, telarañas... Los suelos de madera crujían al andar y las escaleras parecían a punto de hundirse bajo los pies. Pensé que daba cierto miedo subir o bajar por ellas... ¿Miedo? No sabía yo lo que era el verdadero miedo.
Mi amigo esperaba a la puerta del edificio, con su piel sonrosada, el pelo blanquecino tirando a amarillento y mirada clara, aunque profunda.
-No hay luz ni agua. Durante las dos próximas semanas vendrán a reparar lo imprescindible unos albañiles que he contratado. Mientras, una vecina nos ha habilitado el antiguo gallinero que hay tras la casa de ahí al lado. Ese, ¿lo ves?
Cuando Enrique decía cosas como esta, parecía vivir en otro mundo. Estaba tan subsumido en su proyecto que la realidad, las incomodidades y privaciones mundanas eran algo ajeno a él. En cierta manera consiguió contagiarme de su entusiasmo y pensé que merecería la pena. Aquel lugar sería en el que yo definitivamente me hiciera escritor.
-Dime la verdad, ¿te han cobrado por la mansión? – le pregunté aquella tarde, mientras la contemplábamos desde el hediondo gallinero, viendo como comenzaban las obras cinco hombres decididos.
-Los vecinos la valoran como algo histórico, por lo que me dejan vivir en ella a cambio de que yo vaya reparándola poco a poco. Por ahora sólo quiero que refuercen las escaleras que van al segundo piso, reparen las ventanas, hagan una buena instalación de luz y agua corriente... Contando que son pocos y ancianos, con suerte se habrán muerto antes de yo tener que invertir grandes sumas en reparaciones... Es broma, hombre.
Las primeras dos semanas, el tiempo que vivimos en el gallinero, fueron las mejores, quizá, de toda mi vida, pues nunca más volverá aquel sosiego. Nos habíamos hecho con dos colchones y él había llevado un par de sacos de dormir. Las bolsas, maletas y libros (de estos últimos habíamos llevado en abundancia), los amontonamos con poco o ningún cuidado al fondo de la estancia, tras las vacías jaulas para gallinas ponedoras. No teníamos teléfonos móviles ni nada que sirviera para comunicarnos con el mundo exterior. Para escribir, yo había llevado un ordenador portátil que no se podía conectar a Internet en aquella aldea y que, hasta que no terminaran la instalación eléctrica en la mansión, no podría usarlo, ya que su batería era muy limitada.
Por las mañanas, temprano, al poco de salir el sol, armados con toallas, acudíamos a un río cercano a bañarnos en gélidas aguas. Esto provocaba la reacción del cuerpo y nos despertaba totalmente. Después del baño íbamos a desayunar con Jacinta, la octogenaria vecina que nos había preparado el gallinero. Tras el desayuno regresábamos al dormitorio, buscábamos sendos libros que leer y nos sentábamos contra la ventana que daba a la mansión. Cuando nos cansábamos de la lectura, nos distraíamos poniéndonos de pie y asomándonos para contemplar cómo marchaban las reparaciones. Luego regresábamos a los libros. Los míos eran en su mayoría de literatura, pero también los había de historia, economía, ciencias políticas, filosofía.... Los de mi amigo eran todos de física, química y biología. Todos excepto uno, enorme, negro, antiquísimo, de gruesas tapas y con páginas amarillentas, desgastadas, escrito por amanuenses siglos atrás. Lo supuse una curiosidad, una distracción del albino, pues, por lo que él me contaba, trataba de ritos y supersticiones. Se titulaba “El nigromante”.
A mediodía volvíamos a visitar a la anciana y tras comer charlábamos un rato, dejando que nos contara sus batallitas de juventud. A media tarde regresábamos a la lectura, hasta que se ponía el Sol. Sin luz eléctrica, preferíamos no continuar forzando la vista, por lo que aprovechábamos para salir a dar una vuelta por el campo, hasta la hora de cenar, cuando visitábamos nuevamente a Jacinta. Durante la cena charlábamos y reíamos hasta que se hacía tarde y volvíamos al gallinero a dormir.
Un día aconteció un pequeño suceso que fue lo primero que me hizo sentir extraño. Antes de eso nada había pasado, pero aquel día, un hecho tan nimio que nadie lo valoraría como maligno, fue lo que causó todo lo posterior. Yo leía con tranquilidad, cuando mi amigo se levantó ruidosamente, distrayéndome. Sujetaba “El nigromante” entre las manos. Se dirigió hacia la zona de las jaulas. Tras posar cuidadosamente abierto el libro en el suelo, rebuscó entre las maletas y bolsas, hasta que encontró un pequeño cuaderno con un bolígrafo enganchado. Abrió el cuadernillo, se giró hacia “El nigromante” y copió algunos pasajes. No fue la última vez que tomó apuntes de aquel libro.
-No me digas que un científico como tú cree en las supersticiones de ese libro – me jacté.
-Los hechos son los hechos. En base a ellos se elabora la ciencia. Las supersticiones son malas y superficiales interpretaciones de los hechos. Pero los hechos son los hechos y los hechos son ciencia. ¿No eran los chamanes los más sabios de sus tribus?
No le entendí. Tampoco creo que a él le importase lo que yo entendiera o dejara de entender. Desde el principio separó el trato de amistad de la investigación científica. Aparte de aquella ambigua explicación referente a expulsar el mal de su cuerpo para curar el albinismo, jamás comentó nada referente al proyecto.
Las dos semanas transcurrieron en un abrir y cerrar de ojos. Entonces se marcharon los trabajadores y nosotros nos instalamos en la mansión. Ciertamente, tras vivir dos semanas en un gallinero, aquel viejo caserón gravemente deteriorado pero con agua corriente y luz eléctrica, algunas mesas y armarios, sin olor a animal enjaulado y otras muchas pequeñas ventajas, nos parecía el paraíso.
Fue aquel martes, el día siguiente a nuestro traslado, cuando el hombre más anciano del pueblo falleció. Tuvimos que esperar al viernes para darle sepultura, por carecer de cobertura telefónica, ya que alguien había robado quince kilómetros de cable de la línea que unía el pueblo con el resto del mundo. Estos robos son más comunes de lo que se cree, ya que el cobre del cable se vende al peso. Allí se lo tomaban con resignación, pues los ancianos decían que no estaban para jaleos, y llegaban a estar meses aislados, incluso años.
Al morir Juan Francisco, decía, hubo que esperar tres días para darle sepultura. Los jueves venía el furgón de un hombre que se dedicaba a aprovisionar a los pueblos más pequeños y remotos de la comarca. Traía un poco de todo: comida, productos de limpieza, periódicos... y si se lo encargabas de una semana para otra, cualquier cosa que pidieras. De hecho, con frecuencia Enrique le solicitaba piezas mecánicas, productos químicos o libros. El comerciante siempre cumplía, aunque en ocasiones elevaba el precio desvergonzadamente.
Se le encargó, pues, avisar al sacerdote y a los de la funeraria, que aparecieron al día siguiente y le dieron sepultura al muerto.
El mejor amigo de Juan Francisco, Indalecio, pareció enfermar y perder las ganas de vivir desde entonces. Cada vez salía y comía menos. Su arrugada piel fue palideciendo. Jacinta tenía que prepararle la comida y dársela. Enrique enfurecía porque decía que ahora los viejos le estaban dificultando las tareas. Sin embargo, se ofreció a ayudar a Jacinta. Pero por más cuidados que pusieron (Enrique llegó a desatender completamente sus obligaciones), el anciano marchitó. Nuevamente hubo que esperar al comerciante con su furgoneta. Nuevamente aparecieron los de la funeraria y nuevamente hubo un triste sepelio desde la casa de un vecino hasta el cementerio que se encontraba en lo alto de la montaña. La necrópolis consistía en pequeño jardín, rodeado de una vetusta tapia de lo más sencilla, levantada en tiempos remotos con piedras apiladas unas sobre otras y una pequeña ermita en un rincón. Por el resto del jardín se distribuían no menos de un centenar de cruces y ataúdes o montones de arena que servían de tales. Los que habían sido ricos poseían amplias cajas de mármol que se alzaban sobre ostentosos pilares, adornadas con cruces fuertes y hermosas, debidamente ornamentadas. Los más pobres descansaban bajo la tierra abultada y su nombre marcado en una cruz formada por dos ramas gruesas atadas entre sí. Enrique hizo vaciar un antiguo nicho de alguien que sin duda había sido verdaderamente rico, y allí se introdujo el féretro del desgraciado Indalecio.
Cuando por fin los despedimos a todos, mientras nos dirigíamos él y yo a la mansión, el albino murmuró:
-Es un engorro, esto es un engorro... así se mueran todos de golpe y pueda trabajar en paz.
Desde que nos trasladamos al caserón, excepto por hechos como aquellos y las horas de comida, Enrique no salía de su laboratorio, al que me prohibió entrar, so pretexto de que le distraía. También se esforzó en dejar claro que sólo le llamase a la puerta cuando hubiera asuntos de verdadera importancia que atender. Me dijo, clavándome los ojos sin pigmentación, cuyas escleróticas apenas se distinguían de la pálida piel:
-Por tus muertos te pido que no me distraigas. Los domingos descansaremos y charlaremos y pasearemos por los aledaños del pueblo. Pero el resto de la semana es de vital importancia que no me distraigas.
Mi amigo, por aquellos días, empezó a comportarse como un arisco. No obstante, yo hacía mi trabajo de amo de casa y siempre sacaba algunas horas para leer y escribir, e incluso para quedarme contemplando los pájaros que se posaban en el alféizar. Como me había dicho que no le importaba comer precocinados o comida de lata, eran estos alimentos los que más abundaban; con el consiguiente uso y abuso del microondas. Los jueves durante el desayuno, Enrique me daba una lista de las cosas que necesitaba comprar para continuar sus experimentos. A la lista le agregaba yo todo lo que necesitábamos para subsistir, hasta un pantalón pedí una vez, y a mediodía volvía cargado a casa con bolsas. Enrique, durante la comida, examinaba con detenimiento si todo lo que él había pedido se había traído y en qué condiciones había llegado. Siempre acababa satisfecho y me sonreía.
-Esto va viento en popa – se jactaba.
Yo había elegido como cuarto de estudio un habitáculo pequeño, luminoso, al extremo opuesto del laboratorio de Enrique. Él, además, trabajaba en el segundo piso y yo en el primero. Quizá fue por eso por lo que tardé en percatarme de los extraños ruidos que provenían del laboratorio, así como el olor que desprendía. Además, si algún sonido lejano me distraía, procuraba volver la atención al poemario que andaba escribiendo.
Creo que fue la noche de un jueves cuando crujidos de la madera bajo los pies de algún intruso jadeante me despertaron. Levantándome recorrí la casa de arriba abajo, hasta que encontré a mi amigo convenientemente abrigado contra el frío exterior, como si fuera a salir a dar una vuelta o volviera de hacerlo. Estaba rígido frente a la puerta de su laboratorio.
-¿Qué te ocurre, Enrique?
-Nada... tanto darle vueltas al coco me ha desvelado.
-¿Vas a algún sitio?
-No. Regreso de dar una vuelta. Voy a acostarme.
El cuarto de Enrique era justo el de enfrente de las escaleras según se sube, mientras que el laboratorio estaba a la derecha. Por eso le pregunté:
-Si tanto necesitabas distraerte, ¿por qué vas directamente al laboratorio?
-Eso digo yo... Por manía, supongo – sonrió.
-Creo que estás obsesionándote. ¿Por qué no vamos mañana a visitar a los viejos a la plaza? No estaría de más tomarse un día libre.
Enrique vaciló, pero al final logré convencerle de que a la mañana siguiente fuéramos a charlar con los vecinos.
Los tres ancianos que quedaban solían reunirse en la plaza de la fuente a eso de las doce del mediodía, y miraban al frente mientras comentaban lo primero que se les venía a la cabeza. Cuando nos vieron acercarnos, saludaron con un:
-Muchachotes, qué bien se os ve.
-Buenas, señores y señora – respondí yo. – Tampoco a ustedes se les ve mal.
Tras algunos comentarios jocosos, Rómulo, que había permanecido callado y serio todo el tiempo, se hizo con la palabra:
-Esta mañana he ido a visitar a Indalecio y a Juan Francisco... No es gracioso lo que encontré.
Enrique se apresuró a responder con nerviosismo:
-¿El qué?
-Algún bandido ha profanado y vaciado sus tumbas.
A mi mente sobrevino el rastro de barro seco que había encontrado a primera hora de la mañana en el suelo y que iba desde la entrada hasta el segundo piso. A primera vista lo había considerado el rastro natural de las pisadas de mi amigo, tras darse un garbeo por las laderas circundantes. Pero ciertamente aquello eran más que huellas de pisada. Había como un rastro de arenilla. Como si Enrique hubiera arrastrado algo. Por un instante me imaginé a mi amigo llevando los cuerpos de los ancianos muertos a su laboratorio y sentí un escalofrío. Luego la idea me pareció absurda. Enrique no habría podido con dos cadáveres, tal vez uno, pero no los dos (aunque nadie dijo nunca que los hubieran profanado a la vez, yo me lo figuré así). Finalmente me reí por la ocurrencia. Mientras, el diálogo continuaba:
-¿Estás seguro? – preguntó el albino.
-¿Qué insinúas, jovencito?
-Sólo pregunto que si has comprobado que las tumbas están vacías.
-No me hace falta. Conozco demasiado bien ese cementerio para saber si alguien lo ha profanado. Me bastan pequeños indicios.
-Viejo loco... – suspiró el investigador.
-Sí, un poco loco sí – añadió Jacinta.
-¿A quién llamáis loco?
Entonces se produjo una discusión divertida, que terminó en una invitación para almorzar juntos en casa de la anciana.
Pero en la mansión todo se iba volviendo siniestro. Ya no me era posible ignorar la peste que salía del laboratorio de mi amigo, ni los repetitivos cánticos que escuchaba a través de las paredes. Pensé que se estaba volviendo loco, que el libro negro aquel le había hecho perder el juicio. La cosa empezó a preocuparme verdaderamente cuando trasladó los cantos rituales al horario nocturno. Ya empezaba a ser molesto. Un día, durante el desayuno, intenté sonsacarle. Le hablé de lo curioso que eran los cantos que me había parecido oír y de lo pestilente que se estaba volviendo la casa.
-Lo siento, – se limitó a decir – necesito emplear ciertos productos químicos. No puedo prescindir de ellos.
Y como mi dormitorio y mi estudio estaban a la otra punta de la mansión, no le di más vueltas. Si llegaba un poco de olor, abría las ventanas y listo. Aunque tuve que poner una redecilla para que no entrasen las moscas, ni otros pequeños animalillos, como gorriones o ratones de campo. Ocasionalmente trepaban hasta el alféizar distintos tipos de criaturas. Llegué a encontrarme una culebra golpeando su cabeza contra el cristal, decidida a entrar, aunque peor fue la noche que subieron un par de grillos y se pusieron a hacer su ruido favorito.
Cierto jueves, cuando fui a recoger las compras semanales, el transportista me dijo:
-He conseguido todo lo que me pedisteis, menos el medallón del siglo quince.
A partir de ese momento comencé a observar con detalle la lista que me pasaba puntualmente Enrique. No solía hacerlo hasta entonces. Me limitaba a añadir las cosas que yo necesitaba, así como alimentos o productos de limpieza necesarios para ambos. Aquel mismo día miré la lista con detenimiento. Aparte de un puñado de ingredientes químicos, había un diente, tres escamas de caimán negro y materiales para hacer un pararrayos (lo explicaba abajo: “de no encontrarse alguno de estos elementos, tener en cuenta que trato de fabricar un pararrayos, por lo que trata de encontrar sustitutivos”). Antes de que el hombre se fuera, le pregunté si las cosas que mi compañero le pedía no le resultaban extrañas.
-Yo vendo lo que me piden, ese es mi trabajo. No me planteo más cuestiones. Hay mucho loco por el mundo. Lo que me resulta extraño es que tú aguantes a su lado.
Minutos más tarde le entregaba lo suyo a Enrique y le transmitía lo de que el medallón no había sido encontrado. En la lista de la siguiente semana pidió una réplica del medallón y un anillo egipcio de tiempo de los faraones... o una réplica.
Las únicas pistas de qué hacía el científico albino en su laboratorio, descontando el inefable olor y los cánticos, las encontraba en las bolsas de la compra, de modo que en ellas centré mis pesquisas. Olfateé los productos que pidió, con la intención de averiguar de dónde provenía la pestilencia, pero fue en vano. Casi todos eran inodoros y los pocos que olían eran muy suaves de aroma. Pensé que debía tratarse de alguna combinación entre ellos.
A la cuarta semana que yo llevaba estudiando las compras, Enrique dejó de pedir. Al parecer ya tenía todo lo necesario y más. Los últimos quince días, no obstante, había pasado la mayor parte del tiempo construyendo el pararrayos, que salía directamente de la ventana del laboratorio. Apenas había tenido tiempo para otra cosa y, sin embargo, la pestilencia no sólo continuaba, sino que aumentaba.
La noche del veinticinco de noviembre, sexto mes desde mi llegada, ocurrió un hecho que debía haberme precavido, pero mi contumacia resistió a toda lógica y precaución. Enrique, tras cenar, subió al segundo piso y comenzó a hacer ruidos. La cocina, que era donde comíamos habitualmente, se hallaba debajo del laboratorio; por lo que mientras recogía y fregaba pude escuchar claramente como rayaba el suelo y trasladaba objetos pesados de un lugar a otro. Al acabar la tarea, dispuse a saciar mi ya incontenible curiosidad. No había alcanzado las escaleras cuando Enrique principió sus cánticos. Llegué al segundo piso y me detuve. Enfrente mía se encontraba el dormitorio del albino. Consideré que quizá era una buena ocasión para espiarle. Abrí. Estaba todo a oscuras. Mi corazón palpitaba velozmente y los pelos de la piel se me erizaron. Busqué la luz a tientas, pero en el cuarto de al lado se produjeron varios ruidos repentinos y temí ser descubierto, por lo que me batí en retirada.
Intenté convencerme de que todo aquello era absurdo por mi parte. Enrique era un brillantísimo y prestigioso científico, que no podía haber perdido el juicio de la noche a la mañana. Era alguien demasiado inteligente y cabal. Estuviera haciendo lo que estuviera haciendo, seguro que todo tenía una explicación razonable y meramente científica. Era yo el que estaba montando una montaña de un grano de arena. La soledad de aquel lugar, a quien parecía estar volviendo loco era a mí y no a él. Con todo esto en mente, me fui a dormir.
Apenas me había tapado con las mantas, cuando unos relámpagos iluminaron todo el valle instantáneamente. El aire se volvió denso. El viento comenzó a soplar con tal fuerza que temí que las ventanas se rompieran. Por más que lo intentaba no lograba relajarme. Cada vez me iba poniendo más nervioso. Los relámpagos volvieron a repetirse y ya no aguanté más. Me puse en pie y empujé las ventanas, como intentando aguantar para que el viento no las rompiera. En esa pose vi, a lo lejos, que los tres vecinos del pueblo tenían las luces de sus cuartos encendidas y que estaban asomados, probablemente mirando a nuestra casa. También me fijé en los árboles que las luces de sus cuartos iluminaban. Aquellos árboles no se movían lo más mínimo. El viento no los balanceaba... Allí no había viento.
Poniéndome el abrigo, salí descalzo a la calle. Quería saber lo que estaba ocurriendo. Apenas giré la manilla cuando las puertas, impelidas por el viento, se abrieron de par en par. Costosamente avancé hacia afuera, enfrentándome con la fuerza eólica. Apenas podía mirar, pues los compañeros del vendaval eran yerbecillas, hojas y ramillas que me obligaban a taparme la cara para salvar los ojos de posibles impactos. Aún, por encima del zumbido del aire, oía las voces repetitivas que lanzaba Enrique, como ajeno a todo aquel extraño fenómeno. Los primeros pasos afuera resultaron igualmente difíciles, pero apenas habría recorrido unos cien metros cuando alcancé la zona donde ya no soplaba viento alguno. Entonces volví mi vista hacia la ruinosa mansión decimonónica en la que había vivido el último medio año y quedé aterrado. Un huracán parecía envolverla. Sobre ella, una nube negra se había conformado como una espiral, de cuyo centro salían continuas centellas que se precipitaban sobre el pararrayos que el investigador había preparado en su ventana. Durante breves instantes, la nube fue creciendo y el huracán creció en virulencia y tamaño, obligándome a retroceder unos cuantos metros para permanecer a salvo. Pude escuchar claramente cómo se rompían algunas ventanas. Al que ya no se oía era a Enrique, merced al estruendo de la tormenta de relámpagos y viento. Cuando aquello alcanzó una intensidad insoportable, por el ruido y la luz cegadora de un rayo que no se apagaba nunca, y que unía la casa con el nubarrón, se hizo el silencio, la calma, la noche. Todo cesó repentinamente.
Temeroso por mi amigo, corrí a su encuentro. Había olvidado el pestazo, que me volvió a embriagar mientras subía las escaleras y giraba a la derecha, dirección al laboratorio. Al llegar golpeé con fuerza.
-Enrique, ¿qué ocurre? Enrique...
Él salió con rostro preocupado, pero asegurándose bien de que yo no pudiera ver el interior. Me puso la mano en el hombro, se giró para cerrar el laboratorio con llave, y murmuró:
-Muy cerca. He estado muy cerca.
-¿Qué ha ocurrido?
-La maldita puerta apenas se ha abierto. No basta con una línea. Necesito un cuadrado... quizá un pentágono... Buenas noches.
Y sin más se introdujo en su dormitorio, que era el cuarto de al lado.
El veintiséis de noviembre Enrique se levantó temprano. Cuando fui a desayunar él ya se estaba marchando.
-¿Adónde vas tan temprano?
-Después de lo de anoche necesito ir a dar una vuelta.
Yo no había pegado ojo. Quería alejarme de aquel lugar, pero ahora que todo lo que tenía, incluso mis perspectivas de futuro, se había centrado en aquel caserón ruinoso y endemoniado, carecía del valor suficiente como para regresar al mundo urbano. Además, no tenía vehículo de transporte. Debería esperar al jueves, para ir con el comerciante hasta donde este quisiera llevarme. Había decidido no comentarle nada a Enrique. Actualmente, mi amistad hacia él había trocado en una mezcla de temor y lástima. Pensaba que se había vuelto loco. Pero, ciertamente, el fenómeno ocurrido la noche antes había sido real. ¿Hasta dónde llegaba verdaderamente la locura? ¿Estaba cuerdo? ¿Es que acaso podía explicar de algún modo científico la magia negra? Me sentía demasiado aturdido. El insomnio me bloqueaba. Los pensamientos no eran del todo racionales.
Primero recogí los cristales de las ventanas que habían reventado la noche anterior y tapé los agujeros respectivos con cartones. Seguidamente hice con pesadumbre las tareas diarias y me dirigí al estudio, con intención de escribir; pero al encender el portátil y verme ante la página del procesador de textos me quedé en blanco. No sabía qué poner. No logré concentrarme, así que lo apagué. Entre medias, debí quedarme a duermevela durante un rato. Todo era muy espeso aquella mañana. Entre ensoñaciones me pareció escuchar un grito de terror, lanzado a lo lejos, quizá proveniente de la plaza del pueblo, mas ¿cómo distinguir la realidad de lo onírico en mi estado de somnolencia? Pero algo que sí me angustió fue que el grito aquel, que quizá había sido producto de mi imaginación, se trataba del único sonido que había logrado escuchar durante aquella mañana. No había animales en el alféizar de la ventana, ni parecía haberlos en las cespederas y arboledas circundantes. Como si lo ocurrido la noche anterior los hubiera espantado y prevenido.
Pensé que leer quizá me relajaría, así que busqué entre los libros algo de literatura. Sin embargo, al volver a sentarme y abrirlo, los ojos se empezaron a cerrar. Hice un esfuerzo y conseguí leer alguna que otra página, pero terminé quedándome profundamente dormido. Me despertó Enrique con muy buen humor:
-¿Qué, no comemos?
-¿Qué hora es?
Eran las dos y media. Con razón sentía que el respaldo del asiento se me clavaba en las costillas. Por suerte, aquellas tres o cuatro horas de sueño me valieron para estar despejado el resto del día.
-¿Qué tal los ancianos? ¿Les has visto?– pregunté mientras nos dirigíamos a la cocina.
-Sí, les he visto. Se han marchado a media mañana. Estaban asustados por lo de anoche, así que han llamado a sus familiares, que les han venido a recoger, y se han ido.
-Pensé que aún no habían repuesto el cable de la línea.
-Pues al parecer sí estaba repuesto.
Tenía tanta hambre que ni me molesté en comprobar si las palabras de Enrique eran ciertas.
-Esta tarde vas a estar encerrado en tu estudio, ¿no?
-Sí. Quiero aprovechar la tarde porque he perdido la mañana.
La comida consistió en abrir un montón de latas y devorar sus contenidos. Cinco minutos después reposábamos sentados a la mesa, con cierta placidez física.
-Te has manchado la camisa – dije, señalándole un manchón rojo. Aquel día no caí en la cuenta de que a pesar de que habíamos deglutido mejillones en vinagre, anchoas en conserva, y otros productos con su correspondiente aliño, ningún caldo de los que estábamos trasegando podía prestarse a hacer una mancha roja.
Como había prometido, pasé la tarde en el estudio. Enrique me interrumpió varias veces para decirme que salía a dar una vuelta o que ya había regresado. Se pasó horas haciéndolo, entrando y saliendo. Con el tiempo comprendí que ésta era su manera de comprobar que yo seguía encerrado en el estudio y que no tenía intención de salir. Durante toda la tarde hizo ruidos y me pareció que estaba tratando de subir objetos pesados al segundo piso. ¡Tan evidente era todo en aquellos momentos! Tendría que haber salido corriendo. En vez de eso, con el ocaso avanzado en el horizonte, ya impaciente por tanto trasteo, salí de mi cuarto a curiosear.
El albino estaba terminando de trasladar uno de aquellos pesados objetos al laboratorio, mientras yo comenzaba a subir las escaleras. En el descansillo me sorprendió el enésimo aviso al que ignoré: un zapato de señora. Más concretamente, un zapato como los que solía calzar Jacinta. Enseguida bajó Enrique hasta el punto donde yo estaba. Al verme se detuvo, tenso, empalidecido su ya de por sí pálido rostro. Mirándome a los ojos descendió un par de escalones más con lentitud. Recogió el zapato y volvió a subir.
-Los ancianos me han pedido que guarde sus pertenencias hasta que venga un camión a recogerlas.
-Ya – respondí igualmente tenso. No me moví del sitio. Enrique sabía que yo le seguía mirando mientras él subía, así que se dio la vuelta y me dijo:
-Estoy muy, muy cerca. Mañana lo comprenderás todo.
Y se introdujo en la puerta de la derecha, la del laboratorio. Al abrirla, salió una bocanada de humo, mezclado con aquella peste intensísima a la que ya casi estaba acostumbrado. Yo permanecí inmóvil unos instantes. Un minuto más tarde, empezaron a sonar los cánticos rituales. Impelido de una insana curiosidad, subí las escaleras lo más silenciosamente posible. Por nada del mundo quería interrumpirle. Con el mayor de los sigilos alcancé la puerta del laboratorio y miré por el ojo de la cerradura. Quedé completamente espantado por la visión. Lancé un gemido que sin duda mi amigo oyó. Había colocado, en mitad de la habitación, cinco sillas en círculo. Y sobre cada silla había un cadáver más o menos sentado, atado con una cuerda para que no se cayera. Pude reconocer el cuerpo de Jacinta y los otros dos, a pesar de las sangrientas heridas reseca que recorrían sus cuellos. Había un par de cadáveres más acerca de los cuales, aunque eran irreconocibles por estar en avanzado estado de descomposición (tenían los músculos, tendones y parte de la calavera, al aire y medio podridos), me hacía una idea de quién se trataba, no sólo escrutando sus ropajes funerarios, sino porque aún podía recordar aquel comentario de uno de los que ahora les acompañaban: “Algún bandido ha profanado sus tumbas”.
Ciertas ideas se empezaron a conformar con claridad. Primero dos muertos, luego sus tumbas profanadas. El esmero de Enrique por enterrar a uno de ellos en un lugar de fácil acceso (en vez de bajo tierra), las frases que decían que con una línea no bastaba (una línea que se forma con dos puntos), que mejor resultaría un cuadrado o un pentágono... Y la peste que había invadido la casa, en la medida en que los dos primeros cadáveres se habían comenzado a descomponer.
Tan sumido y aterrado estaba, que no me di cuenta de que Enrique había dejado sus pócimas y había salido por la puerta que había a la izquierda de la estancia. Yo continuaba mirando, perplejo, aterrado, sin saber cómo reaccionar, cuando el asesino me sorprendió por la espalda, saliendo de su dormitorio vestido con medallones, anillos y otros estrafalarios ornamentos.
-Bueno, ya lo sabes. Yo les maté. Sólo la muerte puede abrir las puertas de los Mundos Perversos. Y cuanta más muerte, más grande es la puerta.
-Te denunciaré. Te pudrirás en la cárcel – le dije, aterido de miedo, sin ponerme en pie.
-Está bien, haz lo que quieras. No hay teléfonos, ni transportes. El próximo pueblo está a más de cincuenta kilómetros. Para cuando la policía venga yo ya no seré albino. El ritual habrá concluido. No podrán reconocerme. Incluso me habrá dado tiempo a limpiar el laboratorio. ¿Qué crees que lograrás? El crimen ya ha sido perpetrado. No hay vuelta atrás... Pero yo siempre te he considerado mi amigo, por lo que te invito a ver el espectáculo más fascinante del mundo – dijo, abriendo la puerta del laboratorio. – Serás mi testigo de excepción.
Yo me dejé caer de espaldas, contra la pared el pasillo. No podía evitar contemplar el dantesco espectáculo. Los muertos parecían más terribles sin una puerta de por medio. Indalecio, al que reconocí por sus ropas, tenía el rostro descompuesto, había más calavera que otra cosa, pero uno de los globos oculares aún permanecía en su sitio y parecía mirarme. Tras él había una extraña máquina que cubría toda una pared.
Enrique entró en el laboratorio entonando palabras impronunciables, haciendo gestos con el cuerpo y la cabeza, como si de un chamán de los antiguos nativos americanos se tratara. Se dirigió al centro del pentágono que había marcado en el suelo y sobre cuyos vértices, amarrados a sillas, se postraban los boquiabiertos cadáveres de los ancianos. Allí tenía varios tazones de madera, antiquísimos, que contenían líquidos humeantes. Sin dejar de danzar y cantar, recogió un tazón y vertió un poco de líquido sobre la cabeza de Jacinta, que miraba fijamente al techo. Luego hizo lo propio con los otros cadáveres y al concluir tiró el recipiente fuera del polígono. Seguidamente repitió la operación con otro tazón, y luego otro y otro más... hasta que se acabaron las existencias.
A medida que el ritual avanzaba, la tormenta se reproducía en el exterior. Los vientos huracanados azotaron las ventanas con fuerza y no tardaron en romperse los primeros cristales. Los rayos caían sobre el pararrayos que se entreveía al fondo del laboratorio, asomado al diminuto balcón, encendiendo la extraña máquina destinada a generar algún tipo de energía espectral; y todo se iluminaba y oscurecía a cada instante.
Cuando Enrique terminó de verter el contenido del último tazón sobre el malogrado Indalecio (que me continuaba mirando con su ojo desorbitado), un denso humo negro empezó a elevarse desde las testas de cada uno de los cadáveres, hasta el centro de la estancia, justo encima del chamán, que seguía cantando, ahora con la cabeza inclinada hacia atrás y los brazos extendidos.
Entonces el humo negro comenzó a conformarse y a iluminarse por dentro, dejando de ser humo y transformándose en algo similar a una ventana. Una ventana ovalada, de aproximadamente un metro de ancho por uno y medio de largo. La casa crujió, las vigas y las paredes chirriaron bajo el empuje de la tormenta; pero nada de eso importaba a Enrique, que observaba cómo el portal a los Mundos Perversos de los que había hablado se estaba abriendo.
Yo era incapaz de moverme. Estaba tan aterrado como fascinado. Sabía que aquello no debía ser contemplado, que el ritual estaba dando lugar a algo terrible, pero me resultaba imposible hacer otra cosa que observar.
Al otro lado del portal se abría un mundo cuyos colores predominantes eran el rojo, el amarillo y el negro: El fuego y la tiniebla. Un mundo atestado de espantosas criaturas que guerreaban entre sí sin propósito ni meta. Gigantescos seres con formas ligeramente humanoides se desplazaban de un lugar a otro, para arrancarle un brazo a un semejante o morderle un pie. En el cielo, unas criaturas similares a pterodáctilos amorfos, volaban chocando unas contra otras, devorándose mutuamente. Y bajo todo aquel infierno casi inefable, un humo parecido al que había conformado el portal, brotó del cuerpo del albino y se introdujo en aquel mundo infernal. El pelo blanco del chamán se volvió azabache, sus ojos claros trocaron en castaños y la piel cobró un color entre beis y anaranjado. Tras esto, Enrique dejó de cantar y bailar. Se miró y, una vez comprobado que ya no padecía albinismo, rió de buena gana. Pero el portal continuaba abierto. La tormenta seguía arreciando y las estructuras de la mansión resonaban como si todo se fuera a venir abajo de un momento a otro.
-Debería haberse vuelto a cerrar – protestó, mirando con indignación al vórtice.
Decididamente se dirigió al pararrayos y, arrancándolo de la máquina, lo tiró ventana abajo. La tormenta cesó, pero el portal continuó abierto y la casa aún crujía. Podía sentir el calor que traspasaba de un mundo a otro. Y ver cómo las abominables criaturas se despedazaban mutuamente sin piedad. Pero lo que no me esperaba era que una de ellas descubriera la ventana, sintiera curiosidad, se acercara a mirar, introdujera su inabarcable brazo y atrapara con la mano a Enrique, como quien atrapa un insecto. Sólo su cabeza sobresalía en parte de aquellas enormes garras. El brujo gritó de terror, pero los gritos fueron acallados por un chasquido terrible, que sonó a tripas y huesos rotos. La mano soltó al inerte chamán y regresó a su mundo. Del individuo sólo quedaba una indescriptible masa de carne sangrienta, de la que no se distinguían bien las distintas partes.
Entonces, el monstruoso demonio asomó su rostro para observarme. Tenía unos dientes como estalactitas, carecía de nariz (en su lugar tenía dos agujeros como fosas), y sus ojos eran totalmente negros, sin distinción del iris, pupila o cualquier otra cosa. Y esas negruras me miraron por unos instantes. Luego se apartaron para dar espacio a la garra del engendro y el miembro fue a por mí. Fue aquel momento, cuando impelido por el instinto de supervivencia, reaccioné. Rodé varias vueltas por el suelo hasta llegar a las escaleras, me incorporé y las bajé de cuatro en cuatro. Veloz lo más que pude, salí del edificio y no paré. No estaba a cien metros de distancia, cuando la mansión se vino abajo estruendosamente. Apenas volví la vista. Una densa humareda lo cubría todo. ¿Continuaba el portal abierto? No quise averiguarlo. Corrí y corrí, durante horas y horas. Se hizo de noche y volvió a amanecer, pero yo continué corriendo campo a través. Al final, las fuerzas me abandonaron por completo y caí exhausto, inconsciente, sobre la tierra de un camino montés.
Desperté en la casa de un buen samaritano. Por las noticias de la televisión supe que el lugar se había incendiado misteriosamente, arrasando el pueblecito y varios cientos de hectáreas. No quise saber nada más.
jueves, 30 de julio de 2009
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