jueves, 30 de julio de 2009

Como poeta

-El Sol – dijo. Y guardó silencio. Se llevó la mano al interior de la chaqueta, extrajo un paquete de tabaco, sacó de allí un cigarrillo y el mechero; finalmente empezó a fumar.
Nos encontrábamos sentados en un banco de piedra, en mitad de la nada, entre campos en barbecho.
El poeta tiró el cigarrillo en la segunda calada. Todavía con el paquete en la otra mano hizo un gesto de asco, mandándolo junto al pitillo aún humeante.
Yo le admiraba, a mis quince años, hasta el punto de que estaba completamente enamorado de su hija. Ignoro si porque él era su padre o porque ella era su hija. Creo que ambas cosas se reforzaban entre sí. Pero amaba y admiraba en secreto. Tácitamente.
El poeta, indeciso, recogió cigarrillo y paquete, buscando con la mirada un lugar que no encontró. Finalmente dejó el paquete sobre el asiento del banco.
-El Sol puede inspirar más que cualquier mujer – decía de mientras. – Más que cualquiera. ¿Entiendes?
Yo afirmé con la cabeza, sin embargo con el tiempo he descubierto que no entendí nada. Y eso que solía guardar silencio a su lado. Quería escuchar más allá de las palabras. Prestaba atención con los cinco sentidos, con los poros de la piel. Cada movimiento, cada entonación, todo era revelador para mí. Si su hija hubiera estado allí, a mi lado, agarrando mi mano con la suya, en silencio, yo habría sido completamente feliz, habría deseado que el tiempo se detuviera para toda la eternidad. Pero, aun sin ella, podría decirse que gozaba de estar, de ser, en aquella mansedumbre.
No tenía el poeta cuarenta años. Para mí se trataba de un maestro. A pesar de que yo era un adolescente tan sordo y ciego como cualquier otro, o quizá más; a él le escuchaba.
Recuerdo la tarde tranquila, con el cielo amoratándose en el horizonte, el campo dorado moteado de verdes árboles en suaves montes, como olas de un mar estático... Primaveral norte de las tierras castellanas.
-Cuando anochece, por allí lejos se pueden ver las luces de la estación de tren...
Él me miró a los ojos, sonriendo. Supe entonces que me aceptaba como poeta y nunca, nunca más he querido ser otra cosa.

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