jueves, 30 de julio de 2009

Las cartas instantáneas

Cuando Fran alcanzó la cumbre no pudo evitar asombrarse de que otro hombre hubiera llegado hasta allí al mismo tiempo, siguiendo un camino diferente. Miguel era ese otro. Una vez recobraron el aliento, fue este último quien habló:

-Dicen que en el cofre de ese altar hay un objeto mágico.

-Lo sé. Pero nunca he creído en las leyendas supersticiosas.

-Yo tampoco.

Seguidamente ambos se echaron a reír. Después se presentaron mutuamente y se dirigieron al altar de lo alto de la montaña, sobre el cual se hallaba el cofre de los objetos mágicos que decían que recompensaba a los viajeros que alcanzaban aquella cima. Al abrirlo encontraron dos hermosos tinteros acompañados de sendas plumas.

-Parece que los hayan dejado a propósito para nosotros – dijo Miguel, que era quince años mayor que Fran. El joven asintió con la cabeza. – Creo que esta noche acamparé aquí y mañana continuaré viajando.

-¿Eres peregrino?

-Eso dicen los que me conocen.

-¿Piensas dejar de viajar algún día?

-¿Piensas dejarlo tú?

Fran se sonrió mientras se descolgaba la mochila de la espalda.

-Yo también acamparé aquí. Encenderemos una hoguera y charlaremos a la luz del fuego y las estrellas, como es costumbre entre los viajeros.

Esta vez quien se sonrió fue Miguel.

A la mañana siguiente se despidieron, pues seguían direcciones opuestas:

-Fran, en aquel pueblo que se ve al pie de la montaña... ¿tú has pasado por allí?

-Sí.

-¿Sabes si hay alguna papelería? Ya que tengo tinta y pluma, me gustaría escribirle una carta a una tía mía.

-No estoy seguro. Creo que a las afueras había algo. De todos modos, por el camino que vas a seguir hay una cabaña. Allí vive un guardabosques, él seguro que sabe indicarte.

-¿Tú no quieres que te diga nada acerca del recorrido que he hecho yo?

-Oh, no. Gracias. Ya me las apañaré si necesito algo. Mis padres siempre dijeron de mí que era muy despierto. Para algo tengo el cerebro.

Miguel hizo caso del consejo de Fran y visitó al guardabosques, el cual le indicó el mejor lugar donde encontrar papel para escribir su carta. Siguiendo las instrucciones dadas, el viajero obtuvo el material muy pronto y a bajo coste. Para pagarlo se ofreció a trabajar un par de días en la huerta de un oriundo. Escribió a su tía avisándola de que pasaría a visitarla en seis días. Al terminar guardó la hoja en un bolsillo, convenientemente doblada. Pero al querer cogerla para ensobrarla y enviarla, había desaparecido. Buscó en todos los bolsillos de su vestimenta. Incluso se desvistió (en un cuarto prestado a la sazón) y se volvió a vestir despacio, analizando cada prenda. Luego regresó sobre sus pasos, desandando lo andado desde el momento en que la carta fue concluida. Todo fue en vano.

Al día siguiente, muy de mañana, escribió otra carta similar. En ella incluía la frase: “Llegaré uno o dos días después de que tú, querida tía, recibas mi carta”. Contaba con que la misiva tardaría entre tres o cuatro amaneceres en llegar a su destino, y él cinco. Repitió la operación de guardar el texto en el bolsillo, de darse cuenta de que había desaparecido y de buscar minuciosa e infructuosamente. Finalmente se rindió.

-Creo que le daré una sorpresa a mi tía – le dijo al labrador que trabajaba a su lado aquel día.

Pasado el tiempo del viaje, alcanzó Miguel la puerta de Alejandra, su tía. Esta salió a recibirle con lágrimas en los ojos. Le abrazó con fuerza y clamando al cielo:

-¡Gracias a Dios que estás vivo! ¡Pensé que te había pasado algo!

Tras calmarse la cosa, una vez dentro de la casa, Alejandra explicó el motivo de su preocupación:

-Hace ya casi una semana recibí dos cartas tuyas. La verdad es que ya empiezo a chochear, porque no recuerdo al cartero. Sólo sé que metí la mano en el bolsillo y me la encontré. Sin sobre. Decías que llegarías en uno o dos días. Luego, a la mañana siguiente, fíjate cómo estaré de la cabeza, me encontré en el mismo bolsillo otra carta casi idéntica. ¡No recuerdo ni de dónde las saqué! Menos mal que tú siempre las fechas con el mes y el año, porque si no hubiera jurado que eran cartas viejas.

-Y por eso te preocupaste...

-Pues claro. Decías que vendrías en uno o dos días. Pasaron dos días y tres, y cuatro... Y empecé a pensar que te había ocurrido algo malo. La vida de viajero que llevas es muy peligrosa. Por los caminos hay gente de la peor calaña.

-Es extraño, tía Alejandra, pues estas cartas que me estás enseñando son dos que perdí el mismo día que las escribí. Ni siquiera las llegué a enviar. También me llama la atención que las recibieras en el mismo momento que las perdí. Aunque si las leyendas sobre el altar de aquella montaña son ciertas, puede ser...

Miguel, que estaba sentado en un sillón frente a la chimenea, se incorporó y se dirigió a la mesa. Extrajo un papel de entre sus bártulos y escribió lo siguiente:

“Hola Fran:

Quisiera hablarte al respecto de la tinta y la pluma que encontramos. Si estás leyendo estas palabras, respóndeme escribiendo con la tinta aquella. Luego, guarda la carta, sin sobre, en un bolsillo. Si mis sospechas son ciertas no necesitarás enviarla a ninguna dirección.

Atentamente,

Miguel.”

Luego dobló la hoja y la guardó en el bolsillo del chaleco. Extrajo la mano y la volvió a introducir. La carta había desaparecido. Con cara de bobo, regresó lentamente al sillón junto a la chimenea.

-Esto es inconcebible – le dijo a su tía. No volvió a hablar en toda la tarde. De cuando en cuando, introducía la mano en el bolsillo y la volvía a sacar, resoplando con resignación.

Había caído la noche. Preparado para irse a dormir, introdujo la mano en el bolsillo una última vez y sus dedos toparon con algo. Un papel. Lo extrajo y desdobló. Leyó su contenido:

“Hola Miguel:

Lo que me pides es de lo más absurdo, pero no sé por qué me siento con ganas de seguirte el juego. Me gustan las bromas, así que caeré en tu trampa. Ya está escrito lo que quería escribir.

Atentamente,

Fran.”

Miguel se echó a reír. Abrazó a su tía. Regresó a la mesa y escribió una segunda carta contándole a Fran lo que estaba ocurriendo. El otro opuso resistencia. Al cabo de varias misivas terminó por creerle.

El tiempo comenzó a pasar. Miguel y Fran se escribían con frecuencia, contándose las variopintas anécdotas que les acontecían. Cierto día, Fran llegó a un pueblo cuya posada tenía un aspecto exterior muy vistoso y empleó la pluma y la tinta mágicas para describírsela a Miguel. La respuesta que obtuvo fue la siguiente:

“Querido Fran:

Conozco el lugar. He pasado por allí varias veces. El aspecto de la posada es engañoso. Parece mucho mejor de lo que en realidad es. Si te hospedas allí, por las noches pasarás frío. Es mejor acudir a la casa de un viejo pastor que vive a las afueras. Su choza parece inhabitable por fuera, pero por dentro es lo más acogedor y cálido que encontrarás por esos lugares.”

Fran respondió.

“Estimado Miguel:

No dudo que conozcas la zona, pero estoy seguro de que tu apreciación es errónea. Quizá no te arropaste bien por la noche cuando viniste aquí. He visitado al pastor que decías y estoy seguro de que la posada es mejor lugar para dormir.”

“Querido Fran:

No es la primera vez que desoyes mis consejos y pagas las consecuencias. No obstante, eres libre de hacer lo que te venga en gana. Sólo te pido que mañana me cuentes si has pasado frío esta noche.”

A la mañana siguiente:

“Estimado Miguel:

Claro que pasé frío. Es lógico, dado que estuvo nevando y soplando un gélido vendaval durante toda la noche. Por la rendija de la puerta de mi cuarto entraba una corriente de aire silbante que no calló hasta el amanecer. Y he de reconocer que las mantas eran un poco cortas, con lo que cuando quise taparme bien los hombros se me quedaron los pies al descubierto. Sin embargo, no imagino el frío que habría pasado si, en una noche así, me hubiera refugiado en la desvencijada choza que me aconsejabas.”

“Querido Fran:

Me extrañaría que pasaras frío alguno de seguir mi consejo, dado que la choza es tan pequeña que el único lugar en que se puede dormir es junto a la chimenea, donde el fuego, primero, y el calor de las brasas, después, te protegen del frío exterior tan común allí donde te encuentras. Además, sus mantas son largas y densas; están hechas con lana de las propias ovejas del pastor. Extender una en el suelo sirve para tener el más mullido de los lechos. Y ponerte otra encima es garantía de una noche cálida.

Mas continúas sin hacer el menor caso a un viajero que, como yo, es mucho más experto que tú. No entiendo el motivo de tu cabezonería.”

“Estimado Miguel:

Hablas de la lana de los borregos y no dudo que sea buena. Pero yo no soy un borrego y es por ello por lo que no hago lo que me dicen los demás, sino lo que yo quiero. Yo pienso con mi propia cabeza y me puedo equivocar o acertar, pero soy yo mismo. Soy libre.”

“Querido Fran:

No deseo privarte de tu cerebro, que para algo lo tienes. Sin embargo, creo que confundes el ser capaz de pensar por ti mismo, con el no escuchar a los demás. Yo escucho a los que saben más que yo, e incluso a veces hago caso de sus consejos aun sin comprenderlos del todo. Sólo me arrepiento de no haber escuchado más y mejor. La sabiduría propia se alimenta de la de los demás. Las personas más sabias que he conocido hablaban poco y escuchaban mucho.”

“Estimado Miguel:

Ese es tu problema. No eres tú mismo. Haces lo que los demás te dicen. Pero yo no soy así. Yo pienso por mí mismo. Aprendo por mí mismo. Me hago a mí mismo. ¿Entiendes lo que te digo? Desde el aprecio te digo que deberías usar tu propia cabeza con más frecuencia.”

Esta última carta hizo que Miguel se sintiera dolido. Al leerla, clamó al cielo diciendo:

-¡Qué burro, Dios mío, qué hombre más burro!

Durante un tiempo prefirió no volver a escribir. Viajar le devolvía la alegría y puesto que veía inútil compartirla con Fran, la guardó para sí. Pero Miguel era incapaz de guardarse algo como la alegría, por lo que esto le desbordó y pasados algunos meses reanudó la correspondencia con su amigo, describiéndole dónde estaba. El otro le contestó:

“Estimado Miguel:

En el lugar que me dices hay un monasterio. Dirígete a él. Allí te atenderán unas monjas. El trato y la comida son excelentes. Lo mejor que puedes encontrar.”

Miguel fue al monasterio y comprobó con agradable sorpresa cuán cierto era lo que le decía Fran. Así se reanudó el trato entre los viajeros.

En cierta misiva Fran contaba:

“Estimado Miguel:

He llegado a unas montañas cuyas cumbres son rojas, por el tipo de minerales que impregnan la tierra. Por aquí las llaman <>. Dicen que en lo alto se ve un magnífico paisaje. Al Norte he visto un camino que es el que escogeré para subirlas. Ya te contaré cuando alcance la cima.”

“Querido Fran:

He subido tres veces las <> y cuando lo hice por el Norte me torcí varias veces los tobillos. El camino está lleno de piedras que son más peligrosas de lo que parecen. Tarde o temprano pisarás mal y te harás daño si subes por ahí. Es mejor que vayas un poco más al Sur. Es el camino que escogen generalmente los oriundos, si van a pie.”

“Estimado Miguel:

Si te torciste un tobillo es porque no tuviste cuidado. A mí no me pasará, porque yo siempre camino con sumo cuidado. Subiré a la cima por el Norte.”

“Querido Fran:

Cuando alcances la cima, cuéntame si te hiciste daño.”

“Estimado Miguel:

No he alcanzado la cima. Creo que iba sugestionado por tus palabras, porque en un momento me distraje y justamente pisé mal y me torcí el tobillo derecho. El dolor ha sido horrible. Tuve que parar. Por suerte apareció un hombre montado en un burro, me subió a lomos del animal y me llevó a la hospedería, que es desde donde te escribo. En cuanto me cure, pienso volver a intentarlo por el mismo camino. Esta vez no me distraeré. Te demostraré que te equivocabas.”

Cuatro semanas más tarde:

“Estimado Miguel:

Por fin he alcanzado la cima. ¡Por el camino del Norte! ¡Ves cómo tenía razón! Es cierto que me duelen los tobillos y que el izquierdo lo tengo hinchado. Pero he sido yo mismo.”

“Querido contumaz:

Has alcanzado la cima con dolor y sufrimiento por desoír los consejos que recibes. Serás tú mismo, pero eres más burro que el animal que te llevó a la hospedería. Me sacas de quicio.”

Esto provocó una discusión y la correspondencia cesó durante unos días. Miguel escribió arrepentido, pidiendo perdón, y la cosa volvió a su cauce. Fran escribió nuevamente:

“Estimado Miguel:

Te escribo desde la cabaña de un guardabosques que vive en una ladera de una montaña. Desde aquí se ve un paisaje espectacular. Verdes y rocosas montañas circundan un valle, abajo del cual hay una pequeña ciudad. Por las montañas se dispersan pequeñas aldeas, hasta media docena. Sin embargo, estas gentes son supersticiosas. Tienen miedo a salir de casa antes del amanecer y se refugian sin que el Sol se haya ocultado por las tardes. Dicen que es peligroso caminar por estos sitios, si no es acompañado y a plena luz del día. Al parecer corre la leyenda de que un grupo de perros abandonados ha formado una manada y se comportan como lobos; con la salvedad de que al tener un pasado doméstico le han perdido todo el miedo y el respeto a los hombres. ¡Qué exagerados son!”

“No te tomes estas cosas a broma, Fran. Pueden estar en lo cierto al avisarte de que es peligroso caminar solo. Acompáñate siempre de alguien y haz lo que hicieren los lugareños.”

“Estimado Miguel:

No hay nada de qué temer. Sólo son rumores, creencias populares. Yo no me las creo. Saldré de camino mañana antes del amanecer y te escribiré al llegar a mi próxima meta.”

“Apreciadísimo Fran:

Te lo ruego, espérate a que salga el Sol y a que alguien te acompañe. Nada pierdes por escuchar los consejos que se te dan. La contumacia no es pensar con cabeza propia. Tener cabeza propia es otra cosa. Si te dicen que es peligroso, por algo será. Quizá estén equivocados, pero hasta que no veas en qué se equivocan y qué les lleva al error, por favor no te suicides. ¿No querrás acabar siendo devorado por una manada de perros salvajes?”

“Estimado Miguel:

No quiero ofenderte, pero me temo que ignoras bastantes cosas de la vida. Yo, por suerte o por desgracia, me he curtido a mí mismo. La vida que he llevado desde niño me ha hecho ser espabilado. Sé que no entiendes de lo que hablo, pero te digo una cosa: Te prometo que te escribiré mañana al ponerse el Sol, ya muy lejos de aquí..”

Esa fue la última carta que recibió Miguel de Fran. Preocupado, decidió acudir en su búsqueda. Le llevó tres meses alcanzar aquel valle, siguiendo las indicaciones de sus cartas y las pistas dadas por los que le habían conocido. Cuando llegó hasta allí, preguntó por él. Tras incomodar a un buen puñado de personas con sus pesquisas, un labriego de mediana edad se le acercó. Estaban en la fuente de los cuatro caños, la plaza principal de la pequeña ciudad que había al fondo del valle.

-Hace unos meses, encontramos yo y mi cuñado los restos de un desgraciado que había sido devorado por los lobos. Si me acompañas a mi casa te mostraré lo que pudimos rescatar de sus pertenencias. Aunque no son muchas: restos de ropa desgarrada, una especie de zurrón, algunas hojas de papel, un tintero y unas pocas monedas. No recuerdo si algo más.

En la casa del labriego se confirmó la mala noticia. El viajero recogió el tintero y la pluma, los guardó, dio las gracias cabizbajo y se marchó antes de que cayera la noche, aprovechando una caravana de mercaderes. Estuvo con ellos un par de días, luego se separó en una pequeña villa.

Lo primero que hizo fue rebuscar en sus bolsillos, encontrando el dinero que aún le quedaba. Se dirigió a la posada más cercana y pidió vino en cantidad. Al poco todo lo empezó a percibir como lejano y brumoso. Costaba enlazar unos pensamientos con otros. Estaba apoyado en la barra, habiendo acabado la última copa.

-Tabernero, oiga... Póngame algo con que apagar la sed.

-¿Qué quiere exactamente?

-No lo sé. ¿Qué me aconseja usted?

Había cerca un joven escuchando la conversación, que no pudo evitar inmiscuirse:

-¿Es que no tiene su propia cabeza para decidir por sí mismo?

-Ya estoy harto... ¿Por qué todos los ignorantes se creen que piensan? Yo pienso más por mí mismo que tú por ti mismo... Y pienso que ahora quiero que me aconseje el tabernero. ¡Eso es lo que pienso!

Miguel gritaba al muchacho. Estaba tan furioso que agarró el vaso y lanzó una especie de puñetazo, estrellando el recipiente en el rostro del joven, que cayó al suelo de espaldas, con la nariz rota.

-¡Y esto es lo que pienso ahora, maldito mocoso!

De inmediato entre varias personas inmovilizaron al viajero, que no dejaba de ser un extraño (borracho) que había golpeado a un convecino, y le arrojaron fuera del local. Aterrizó contra la dura tierra de bruces. Era de noche. Miguel se dio la vuelta y miró a las estrellas sin levantarse. La cabeza le daba vueltas.

-¿Por qué los ignorantes se creen que piensan? – dijo antes de quedarse dormido.

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