Nos llevó a su casa de la playa en un vehículo de coleccionista. Había sido construido hacía cuarenta años, como deportivo de lujo. Por lo visto era muy caro. Pero yo ni sé de coches, ni quiero hacer publicidad, de modo que el modelo y la marca quedarán en la oscuridad.
Llegamos poco antes del atardecer, así que él mismo se encargó de preparar unos cócteles y servirlos en copas muy finas, para después llevarnos a las hamacas del pórtico. Pero duramos poco allí.
-Pienso dejarlo. Se acabó – dijo.
Hidalgo se incorporó y, mirándole a los ojos, declamó:
-¿A qué te refieres?
-Al trabajo... por llamarlo así.
-¿De qué estás hablando?
-Es una cuestión moral.
Hidalgo y yo nos echamos a reír. Yo le dije:
-¿Pero a qué viene eso de la moralidad, Pachón? Eres ladrón de joyas. No es lo mismo que quitarle el bocadillo a un niño. No has hecho daño a nadie, si lo piensas bien.
-Dejad que os lo explique.
Pachón entró en la casa y se detuvo en mitad del salón.
-¿Recordáis el rubí llamado “Pájaro de fuego”?
-Sí. Fue una operación bastante sonada. La policía estuvo tres meses intentando llevarte a juicio. ¿Por cuánto lo vendiste?
-Las cantidades en sí mismas no dicen nada. ¿Veis ese reloj de pared? Es decimonónico. Está restaurado. Me lo compré con el dinero del “Pájaro de fuego”.
-Es bonito – me acerqué para contemplarlo mejor. Las manecillas brillaban como el oro y los números como la plata. El péndulo amarillo se movía al son del “tic-tac”. Tenía unos dibujos a lo largo de la vara. Eran cuerpos humanos. En realidad toda la maquinaria estaba ornamentada. En las esquinas del armario también había motivos dorados.
-¿Os imagináis con qué delicadeza fue construido? ¿Os imagináis las manos de los artesanos? El esfuerzo que costó acabarlo. El cansancio de los trabajadores... Y, al fin, un maravilloso reloj.
-¿Insinúas que nosotros no trabajamos, no nos esforzamos? – inquirió Hidalgo.
-Oh, sí. Pero el nuestro es un esfuerzo vano.
-¿Cómo que vano? ¿Acaso no fue una obra de arte el robo del “Pájaro de fuego”?
-Hidalgo... ¿De qué sirvió ese robo? Una persona perdió una piedra inútil que acabó en manos de otra persona. ¿En qué hice avanzar a la humanidad?
-¿De qué estás hablando, Pachón? ¿Se te ha ido la cabeza?
.-No, Hidalgo... Al revés. Cada cosa que hay en esta casa, incluso la casa misma, es fruto del esfuerzo del trabajo de alguien. Un trabajo productivo... que yo no he realizado nunca. Es como si hubiera robado el esfuerzo, el sudor, a los que la levantaron. Les he arrebatado las horas que se dejaron en construirla... ¡Yo robé ese reloj de cuco! – finalizó señalando al objeto.
Hidalgo respiró profundamente y se dejó caer en el sofá.
-¿Me puedes traer un cenicero? – rogó, al tiempo que sacaba el tabaco del pantalón. Pachón, tras dejar cenicero en el brazo se sentó enfrente, en un sillón del siglo XVIII, rojo y dorado. Yo me senté al otro extremo del sofá de Hidalgo. El mechero encendió el cigarrillo.
Es de todos sabido lo mucho que el humo molesta a Pachón. Incluso Hidalgo, fumador ocasional, lo sabe.
-Veamos, Pachón.... – dijo el fumante. – Quieres dejar de traficar con joyas robadas... ¿Qué vas a hacer después?
-No lo sé. Me voy a entregar a la policía. Por eso os he mandado venir. La cosa va a estar muy revuelta. Os aconsejo que os marchéis de España por unos meses. Quizá por un par de años. Preferiblemente, a América. Dejad Europa.
-¡No me jodas, Pachón! – gritó Hidalgo, poniéndose de pie de un salto. - ¡No me jodas!
Yo me mantenía en silencio. Prefería no opinar. Realmente era un problema que el colega se entregara. La policía tiraría de la cuerda... Teníamos que marcharnos por un tiempo. Pero no podía reprocharle nada a Pachón.
-¿Te lo has pensado bien?
-Sí, Hidalgo. Pienso en ello a cada instante. Todo lo que tengo es fruto del esfuerzo de alguien...
-¿Acaso tú no te esforzaste en conseguirlo?
-Sí, pero no construí nada, no creé nada, no ayudé en nada a la sociedad...
-Veamos una cosa: Las joyas que robamos... ¿qué son?
-Dímelo tú, porque yo sólo veo piedras inútiles.
-Son el símbolo del robo de los ricos sobre los pobres. Son el símbolo del que quiere sentirse superior al resto. Son un símbolo, en definitiva, de poder... y por tanto, de opresión.
-Eso lo sé. Llevo dos décadas en esto. Más de la mitad de mi vida.
-Bien. Entonces, estarás de acuerdo conmigo, quitarles esas joyas es una forma de luchar contra los poderosos. Contra los fuertes.
-Ahí tengo mis dudas...
-¿Pero no son esas joyas el símbolo de la opresión? Robarlas es ayudar a liberar al oprimido...
-Luego dices, Hidalgo, que soy yo el loco. ¿Qué hacemos con las joyas? ¿Las destruimos acaso? No. Se las damos a otro opresor, a cambio de enriquecernos nosotros. No me hables de revoluciones, Hidalgo. No me hables de revoluciones.
-Bueno, ¿y? Si lo miras bien, estamos ayudando a redistribuir la riqueza. El dinero que era antes de unos pocos, ahora es de algunos más...
-Sí, de ellos y de nosotros... Pero tú sabes bien que eso sólo es una justificación.
-¡No me jodas, Pachón!
-No estás haciendo justicia. No eres Robin Hood. Robas para enriquecerte. Que no le estés quitando el pan a un hambriento, directamente, no significa que no lo estés haciendo de otras formas.
-Pachón, me estás hartando...
-Piensa en lo siguiente: Para que nosotros tengamos lo que tenemos hay otros que gastan sus horas, su vida, en trabajar, en producirlo. Y no sólo eso. Todas las energías que se gastan y las horas que se pierden en buscarnos. ¿No podrían ser empleadas en algo más productivo?
-Así que, según tú, el mundo debe seguir estando como está. Los poderosos legislan para someter a los débiles y los débiles deben obedecer...
-¡Yo no he dicho eso! Sabes bien lo poco que me importan las leyes. Se trata de un problema de conciencia. No estamos ayudando a hacer justicia. Al revés, estamos justificando al opresor.
-¡Calmémonos todos! – grité al fin. – Entiendo ambas posturas. Pero creo, Hidalgo, que Pachón tiene razón.
-Cállate, Gómez.
Hidalgo se salió a la terraza gruñendo. Cerró la puerta tras de sí.
-El problema – dijo Pachón – no es lo que hagan o dejen de hacer nuestras víctimas... Hay otras víctimas. Como los que hicieron ese reloj. No les estamos ayudando, Gómez. No les estamos ayudando.
-Pachón... te agradezco que nos cuentes estas cosas. Pero ten cuidado con Hidalgo. Sabes que siempre tiene su pistola a mano. ¿Ves el bulto que se le forma en la espalda, debajo de la chaqueta?
-Tú tienes un arma igual en el mismo sitio.
-En serio, ¿lo has pensado bien?
-Lo haré el mes que viene. En treinta días. Tenéis ese tiempo para preparar la huida y desaparecer.
-Yo tengo motivos para pensar que estoy en deuda contigo. Pero Hidalgo no. ¿De verdad crees que...? – en ese momento entró el susodicho.
El arma había sido desenfundada.
-Me voy a casar. Ayer me prometí – decía. – ¿Y mis padres? ¿Y mis hermanos? ¿Y mis amigos? Todo porque a ti te da un pronto... Todo a la basura...
-¿Y qué piensas, que con tu vida eso va a perdurar? ¿Cómo crees que he conseguido yo que no me cojan en veinte años? ¿Crees que puedes tener amigos? A día de hoy tus únicos amigos somos nosotros dos.
-¿Amigo? ¡Qué cínico!
En ese momento la ira le pudo. Hidalgo disparó contra Pachón hasta que se le acabaron las balas. Luego me miró aterrado y fui yo el que descargó su pistola contra él. Me abalancé, seguidamente, sobre Pachón. Aún respiraba. Tenía la mirada perdida y el cuerpo empapado en escarlata.
-Y luego dice que no hemos hecho ningún mal... ¿será posible? – tuvo tiempo de expirar.
Las palabras de Pachón estuvieron toda la noche martilleándome. A las cinco de la mañana hice una llamada contando lo ocurrido. Mientras esperaba a que llegara la policía, miré la copa que me había pasado Pachón horas antes. Ni siquiera la solté mientras disparaba a Hidalgo. Era una copa muy bonita. “¿Qué manos la habrán construido?” Miré mis manos y lloré.
jueves, 30 de julio de 2009
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